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A pesar de la tensión que reinaba en la sala, la progresión hasta la máxima potencia le pareció a Ford más aburrida aún que la primera vez. A las diez de la noche, el Isabella alcanzó el noventa y nueve coma cinco por ciento de su capacidad. Todo era una repetición de la vez anterior: la resonancia, el agujero en el espacio-tiempo, la extraña imagen condensándose en el centro del visualizador… El Isabella cantaba y la montaña vibraba.

Puntual, el visualizador se quedó negro y aparecieron las primeras palabras.

«Volvemos a hablar».

—Adelante, Wyman —dijo Hazelius.

Ford tecleó: «Cuéntame más de ti». Sentía a Kate encima, observándole a sus espaldas.

«Me resulta tan imposible explicarte quién soy como a ti explicarle quién eres a un escarabajo».

—Rae —dijo Hazelius—, ¿lo tienes?

—Estoy buscando.

«Inténtalo de todos modos», tecleó Ford.

«Lo que intentaré será explicarte por qué no puedes entenderme».

—George, ¿lo estás siguiendo? —preguntó Hazelius.

—Sí —dijo Innes, encantado de que le consultaran—. Muy inteligente. Decirnos que no lo entendemos es una manera de no meter la pata con detalles.

«Adelante», tecleó Ford.

«Pobláis un mundo cuya escala está a medio camino entre la longitud de Planck y el diámetro del universo».

—Parece un programa bot —dijo Edelstein, examinando el texto en la pantalla—. Se copia a otra localización, elimina el original y borra las huellas.

—Sí —dijo Chen—, y tengo a toda una manada de lobos comebots buscándolo por el Isabella.

«Vuestro cerebro fue ajustado hasta el último detalle para manipular vuestro mundo, no para entender su realidad fundamental. Habéis evolucionado para tirar piedras, no quarks».

—¡Ya he encontrado el rastro! —exclamó Chen, inclinada sobre el teclado como un cocinero sobre una olla caliente.

Trabajaba como una posesa, frente a cuatro monitores de pantalla plana por los que corrían datos de programación.

—Está fallando el ordenador principal —dijo con calma Edelstein—. Paso el control del Isabella a los servidores de refuerzo.

«De resultas de vuestra evolución, veis el mundo de una manera fundamentalmente equivocada. Por ejemplo, creéis ocupar un espacio tridimensional con objetos aislados que dibujan trayectorias homogéneas y predecibles, marcadas por algo que llamáis tiempo. Es lo que llamáis realidad».

—Transferencia terminada.

—Corta la corriente del ordenador principal.

—¡Eh, un momento! —saltó Dolby—. Ese no era el plan.

—Queremos asegurarnos de que el malware no esté ahí. Desenchufa, Alan.

Edelstein se volvió hacia el ordenador con una sonrisa fría.

—¡Un momento, por el amor de Dios!

Dolby se levantó, pero ya era demasiado tarde.

—Hecho —dijo Edelstein, pulsando una tecla.

La mitad de las pantallas periféricas se apagaron. Dolby siguió en el mismo sitio sin saber qué hacer. Pasaron unos segundos. No ocurría nada. El Isabella seguía con su cantinela.

—Ha funcionado —dijo Edelstein—. Kevin, ya puedes relajarte.

Dolby le miró con cara de enfado, pero se sentó de nuevo ante su terminal.

«¿Estás diciendo —escribió Ford— que nuestra realidad es una ilusión?».

«Sí. La selección natural os ha hecho creer la falsa ilusión de que entendéis la realidad fundamental, pero no es cierto. ¿Cómo ibais a entenderla? ¿Entienden los escarabajos la realidad fundamental? ¿Y los chimpancés? Vosotros sois animales, como ellos. Habéis evolucionado de la misma manera que ellos, os reproducís como ellos y tenéis las mismas estructuras neuronales básicas. Solo os diferenciáis de los chimpancés en doscientos genes. Una diferencia tan minúscula, ¿cómo podría permitiros comprender el universo, si los chimpancés ni siquiera pueden comprender qué es un grano de arena?».

—¡Os juro —exclamó Chen— que los datos vuelven a salir de CCero!

—Imposible —dijo Hazelius—. El malware se esconde en algún detector. Haz un apagado forzoso y reinicia los procesadores de los detectores uno por uno.

—Lo intentaré.

«Si quieres que nuestra conversación sea fructífera, debes perder cualquier esperanza de entenderme».

—Más ofuscación. Muy inteligente —dijo Innes—. En el fondo no dice nada.

Ford sintió el suave peso de una mano en el hombro.

—¿Me dejas que siga yo un momento? —preguntó Kate.

Ford apartó las manos del teclado y se levantó, dejando que se sentara ella.

«¿Cuáles son nuestras ilusiones?», tecleó Kate.

«Habéis evolucionado para ver el mundo como algo compuesto de objetos diferenciados. Pues no. Todo ha estado entrelazado desde el primer momento de la creación. Lo que llamáis espacio y tiempo no son más que propiedades emergentes de una realidad subyacente más profunda. En dicha realidad no hay separación. No hay tiempo. No hay espacio. Todo es uno».

«Explícate», escribió Kate.

«Pese a ser incorrecta, vuestra teoría de la mecánica cuántica pone de relieve una verdad profunda, la de que el universo es unitario».

«De acuerdo, muy bien —escribió Kate—, pero ¿eso qué importancia tiene para nuestra vida actual?».

«Mucha. Vosotros os consideráis “personas individuales”, con un pensamiento único y diferenciado. Os creéis que nacéis y que morís. Os pasáis la vida con un sentimiento de aislamiento y soledad que puede llegar a ser desesperante. Tenéis miedo de la muerte porque teméis perder vuestra individualidad. Es todo una ilusión. Tú, él, ella… Todo lo que os rodea, esté vivo o no, las estrellas, las galaxias, el vacío que hay en medio, no son objetos separados y diferenciados. Existe una interrelación fundamental en todo. El nacimiento y la muerte, el dolor y el sufrimiento, el amor y el odio, el bien y el mal, son todo ilusiones, atavismos del proceso evolutivo. En realidad no existen».

«¿Es decir, que todo es ilusión, como creen los budistas?».

«En absoluto. Hay una verdad absoluta, una realidad, pero el mero hecho de entreverla destruiría cualquier cerebro humano».

De pronto, Edelstein, que ya no estaba en su consola, apareció en la espalda de Ford y Mercer.

—Alan, ¿por qué te levantas de tu puesto…? —empezó a decir Hazelius.

—Si eres Dios —dijo Edelstein, sonriendo a medias mientras se paseaba con las manos en la espalda frente al visualizador—, dejémonos de teclas. Deberías poder oírme.

«Con toda claridad», apareció la respuesta en el visualizador.

—Hay un micro escondido —dijo Hazelius—. Búscalo, Melissa.

—Ahora mismo.

Edelstein siguió hablando sin inmutarse.

—¿Dices que «todo es unitario»? Nosotros tenemos un sistema de numeración: uno, dos, tres… Es mi manera de refutar tu afirmación.

«Uno, dos, tres… Otra ilusión matemática. No hay enumerabilidad».

—Eso son sofismos matemáticos —dijo Edelstein, algo molesto—. Que no hay enumerabilidad… Acabo de demostrar lo contrario contando. —Levantó una mano—. Otra prueba en contra: ¡mira, el número entero cinco!

«Lo que me enseñas es una mano con cinco dedos, no el número entero cinco. Vuestro sistema numérico no tiene existencia independiente en el mundo real. Es una simple metáfora».

—Me gustaría oír cómo demuestras una conjetura tan absurda.

«Elige un número al azar en la serie de los números reales: la probabilidad de que hayas elegido un número sin nombre y sin definición, que no se puede computar o poner por escrito ni aunque lo intentara todo el universo, es de uno. Este problema se extiende a los números supuestamente definibles, como pi o la raíz cuadrada de dos. Con un ordenador del tamaño del universo que estuviera en marcha una cantidad infinita de tiempo, no se podría calcular exactamente ninguno de ambos números. Dime una cosa, Edelstein: entonces, ¿cómo puede decirse que existen esos números? ¿Cómo pueden existir el círculo o el cuadrado, de los que se dice que derivan dichos números? ¿Cómo puede existir el espacio dimensional si no se puede medir? Tú, Edelstein, eres como un mono que en un heroico esfuerzo mental aprende a contar hasta tres. Encuentras unas piedras y crees que has descubierto el infinito».

Ford había perdido el hilo del debate, pero le sorprendió ver que Edelstein palidecía y se quedaba mudo de impresión, como si el matemático hubiera entendido algo que le dejaba estupefacto.

—¿Ah, sí? —exclamó Hazelius, bajando del Puente y apartando a Edelstein. Se puso frente a la pantalla—. Te llenas la boca con palabras, presumes de que hasta el nombre de «Dios» es inadecuado para describir tu grandeza. ¡Pues vamos, demuéstralo! Demuestra que eres Dios.

—No —dijo Kate—. Eso no se lo pidas.

—¿Por qué no, si puede saberse?

—Porque podría dártelo.

—Lo veo difícil. —Hazelius se volvió hacia la máquina—. ¿Me has oído? Demuestra que eres Dios.

La respuesta apareció en la pantalla después de un silencio: «Propón tú la demostración, Hazelius, aunque te advierto que es la última prueba a la que me someteré. Tenemos cosas más importantes que hacer, y muy poco tiempo».

—Tú me has obligado.

—Espera —dijo Kate.

Hazelius se volvió a mirarla.

—Gregory, si tienes que hacerlo, hazlo bien. Que sea definitivo. No puede haber margen para dudas o ambigüedades. Pregúntale algo que solo sepas tú, tú y nadie más en todo el mundo. Algo personal. Tu secreto más profundo e íntimo. Algo que solo pudiera saber Dios, el verdadero Dios.

—Sí, Kate, tienes razón. —Hazelius reflexionó un largo minuto y dijo en voz baja—: Está bien, ya lo tengo.

Silencio.

Nadie trabajaba en lo suyo.

Hazelius se volvió hacia el visualizador y habló tranquilamente, con voz queda.

—Mi mujer, Astrid, murió estando embarazada. Acabábamos de enterarnos. Nadie más sabía que esperaba un hijo. Nadie más. Aquí tienes la posibilidad de demostrármelo: dime el nombre que elegimos para nuestro hijo.

Otro silencio, en el que solo se oía el canto etéreo de los detectores. La pantalla estaba en blanco. Pasaron los segundos, muy lentamente.

Hazelius resopló por la nariz.

—Bien, ha quedado claro. Si alguien lo dudaba…

Entonces, como llegando de muy lejos, apareció un nombre en la pantalla.

«Albert Leibniz Gund Hazelius, si era niño».

Hazelius se quedó muy quieto, con el semblante inexpresivo. Todos le miraban en espera de un no que no llegó.

—¿Y si era niña? —exclamó Hazelius, acercándose a la pantalla—. ¿Qué pasaba si era niña? ¿Qué nombre le habríamos puesto?

«Rosalind Curie Gund Hazelius».

Ford asistió con una perplejidad absoluta al momento en el que Hazelius caía doblado en el suelo, con la misma lentitud y suavidad que si se hubiera dormido.