A las ocho menos cinco, la hora en la que se sentó en el salón de la televisión de su casa de la calle Dumbarton, en Georgetown (una estancia acogedora, con revestimiento de cerezo), Booker Crawley ardía de impaciencia. Spates no bromeaba cuando le había dicho que hacer negocios con el Señor daba más valor al dinero. El sermón del domingo había sido la primera andanada. Ahora, en el debate de América: mesa redonda se descargaría el resto de la munición. Lo más increíble era haber conseguido todo aquello con una sola llamada telefónica y un par de pagos. Ni siquiera era ilegal. Era un simple donativo a una asociación sin ánimo de lucro, que por el epígrafe 501(c).(3) desgravaba a Hacienda.
Cogió la copa de coñac con la mano para calentarlo, y tomó un sorbito de calvados, tal como hacía siempre después de la cena. De pronto, con un estallido de música patriótica, apareció el logo de América: mesa redonda entre banderas americanas, águilas y símbolos nacionales. Después se vio una mesa redonda de cerezo, con una imagen del Capitolio al fondo. Sentado a la mesa estaba Spates, serio y con cara de preocupación. Tenía delante a su invitado, un hombre de pelo blanco, con traje, la cara hundida, las cejas peludas y los labios apretados, como si estuviera pensando nada menos que en el misterio de la existencia.
La música paró. Spates miró hacia la cámara.
A Crawley le parecía increíble que aquel hombre, que en persona era un idiota, un provinciano de tomo y lomo, tuviera tanta presencia por la tele. Hasta el pelo naranja quedaba respetable, con un color más atenuado. Volvió a felicitarse. ¡Qué golpe tan brillante recurrir al predicador!
—Señoras y señores, buenas noches y bienvenidos a América: mesa redonda. Les habla el reverendo Don T. Spates. Es para mí un placer tener como invitado al doctor Henderson Crocker, profesor de física de la Liberty University, Lynchburg, Virginia.
El profesor asintió sabiamente a la cámara, la viva encarnación de la gravitas.
—Le he pedido al doctor Crocker que viniera a hablarnos sobre el proyecto Isabella, que será el tema del programa de esta noche. Para quienes no conozcan el Isabella, se trata de un aparato científico que ha construido el gobierno en el desierto de Arizona, y que ha costado cuarenta mil millones de dólares de los contribuyentes. Es un proyecto que preocupa a mucha gente. Por eso he invitado al doctor Crocker, para que nos explique a la gente normal de qué se trata. —Se volvió hacia su invitado—. Doctor Crocker, usted es físico y profesor, ¿podría decirnos qué es el Isabella?
—Gracias, reverendo Spates. Por supuesto que sí. Básicamente, el Isabella es un acelerador de partículas, un destructor de átomos. Hace chocar los átomos a gran velocidad para romperlos y ver de qué están hechos.
—Dicho así da un poco de miedo.
—En absoluto. De hecho hay bastantes repartidos por el mundo. Fueron decisivos para ayudar a Estados Unidos a diseñar y fabricar armas nucleares, por ejemplo. También contribuyeron a sentar las bases teóricas de la industria de la energía nuclear.
—¿Ve usted algún problema con este acelerador concreto?
Una pausa teatral.
—Sí.
—¿Por qué?
—El Isabella no es como el resto de aceleradores de partículas. No se está usando con una finalidad científica, sino que es objeto de una utilización maniquea al servicio de unos objetivos concretos, de una teoría de la creación promulgada por un núcleo duro de científicos ateos y humanistas seculares.
Spates arqueó las cejas.
—Es toda una acusación.
—No la hago a la ligera.
—Explíquese.
—Con mucho gusto. Este grupo de científicos ateos cree en la teoría de que el universo se creó por sí solo, sin intervención de nada ni de nadie. A esta teoría la llaman el Big Bang. La mayoría de las personas inteligentes, incluidos muchos científicos como yo mismo, saben que esta teoría se apoya en una falta casi absoluta de pruebas científicas. Es una teoría cuyas raíces no están en la ciencia, sino en el sentimiento profundamente anticristiano que impregna actualmente nuestro país.
Crawley tomó otro buen sorbo de calvados. Spates lo estaba consiguiendo una vez más. Era un material excelente: demagogia oculta tras un lenguaje contenido y científico, que por si fuera poco salía de la boca de un físico. Justo las sandeces que creería determinado segmento de la población del país.
—Durante la última década, prácticamente todos los ámbitos del gobierno y del sistema universitario han sido tomados por ateos y humanistas seculares. Controlan las subvenciones, deciden qué se investiga y acallan cualquier voz discordante. Este fascismo científico lo invade todo, desde la física nuclear y la cosmología hasta la biología, y por supuesto el evolucionismo. Son estos los científicos a quienes debemos las teorías ateas y materialistas de Darwin, Lyell, Freud y Jung. Son ellos los que insisten en que la vida no empieza con la concepción. Son los que quieren hacer experimentos horrorosos con células madre, que son embriones humanos vivos. Son los abortistas, y los que se hacen llamar planificadores familiares.
El científico siguió perorando, monótonamente, como si personificase la razón. Crawley se distrajo y empezó a fantasear con el momento en el que Yazzie firmaría un contrato por el que le pagaría el doble de honorarios.
El programa continuó con más preguntas y respuestas, variaciones sobre la misma cuestión seguidas por la habitual petición de dinero. Hablar, pedir, y vuelta a empezar. Las voces no descansaban ni un momento. Eran como un cántico que subía y bajaba.
Crawley pensó que el alma de la televisión cristiana consistía en la repetición: había que metérselo bien en la cabeza, a esos lerdos… y de paso llevarse su dinero.
La cámara se acercó a Spates en el momento en que tomaba la palabra. Crawley solo escuchaba a medias. De momento, Spates lo estaba haciendo bien. Disfrutó pensando que lo estaría viendo el consejo tribal.
—… está claro que Dios está retirando su mano protectora de Estados Unidos.
Se sumió en un agradable estado de calor y de relajación. No veía el momento de recibir la llamada del lunes a las cuatro. Les sacaría millones a aquellos incautos. Millones.
—… a los paganos y a los abortistas, a las feministas y a los homosexuales, a la Unión por las Libertades Civiles, a todos los que intentan secularizar este país, les señalo con el dedo y les digo: «Cuando se produzca el próximo ataque terrorista, será por vuestra culpa»…
Quizá hasta podría triplicar los honorarios. ¡Cómo impresionaría a sus amigos del club Potomac!
—… y ahora han construido una Torre de Babel, este Isabella, para desafiar a Dios en su trono. Pero Dios no se amedrentará; contraatacará, y…
Justo cuando Crawley se hundía aún más en sus deliciosas ensoñaciones, le despertó una palabra. Era la palabra «asesinato».
Se incorporó. ¿De qué estaba hablando Spates?
—En efecto —dijo Spates—. Me he enterado por una fuente confidencial de que hace cuatro noches uno de los principales científicos del proyecto Isabella, un ruso, Volkonski, supuestamente se suicidó, aunque mi fuente señala que algunos investigadores de la policía no están tan seguros de que fuera un suicidio. Cada vez cobra más fuerza la teoría de que fue un asesinato cometido desde dentro. Un científico asesinado por sus colegas. ¿Por qué? ¿Para hacerle callar?
Crawley se inclinó, prestando toda su atención, con la mirada fija en la pantalla. ¡Qué golpe maestro reservarse la noticia para el final del programa!
—Tal vez yo pueda decirles por qué. Tengo otra noticia de la misma fuente que pone los pelos de punta. Incluso a mí me cuesta creerla.
Con un movimiento lento y teatral de una mano muy cuidada, Spates cogió un papel y lo enseñó. Crawley reconoció ese truco (el pionero había sido Joseph McCarthy, en los cincuenta): la información adquiría la solidez de la veracidad por el mero hecho de estar escrita en un papel.
Spates lo agitó un poco.
—Aquí lo pone.
Otra pausa teatral. Crawley se incorporó sin acordarse de la copa. ¿Adonde pretendía ir a parar Spates?
—En principio, el Isabella debería funcionar desde hace meses, pero no es así. Hay un problema. Nadie sabe por qué… excepto mi fuente y yo. Y ahora ustedes.
Otra sacudida dramática al papel.
—Esta máquina que se llama Isabella tiene como cerebro el superordenador más rápido de la historia. Y dice ser… —hizo otra pausa—. Dios.
Dejó el papel, mirando fijamente a la cámara. Hasta su invitado parecía atónito.
El silencio se prolongó mientras Spates miraba fijamente a la cámara, extremadamente serio. Conocía el poder del silencio, sobre todo por televisión.
Crawley estaba sentado en el borde del sofá, intentando digerir aquella bomba. Su finísimo radar interno para los problemas políticos estaba detectando algo grande que había surgido de sopetón. Era una locura. A fin de cuentas, quizá no había sido tan inteligente pasarle la pelota a Spates y dejar que se la llevara corriendo. Quizá habría sido mejor enviarle a Yazzie un fax por la mañana, con un nuevo contrato para que lo firmara inmediatamente.
Spates se decidió a hablar.
—Amigos, yo nunca haría una afirmación de este tipo sin estar totalmente seguro de los datos que manejo. Mi fuente, cristiano devoto y pastor, como yo, está allí mismo, y recibió esta información de los propios científicos. Sí, en efecto; esta máquina gigante que se llama Isabella pretende ser Dios. Me han oído bien. Pretende ser Dios. Si mi información es errónea, les desafío públicamente a ellos a que lo desmientan.
Spates se levantó de la silla, el dramatismo del gesto quedó acentuado por la habilidad del cámara. El reverendo se erguía ante los espectadores como una columna de furia controlada.
—Le pido, le exijo a Gregory North Hazelius, el director del proyecto, que comparezca ante el pueblo americano para explicarse. Se lo exijo. Los americanos hemos pagado cuarenta mil millones de dólares para construir una máquina infernal en el desierto, una máquina creada específicamente para demostrar que Dios miente. ¡Y ahora es ella la que pretende ser Dios!
»¿Qué blasfemia es esta, amigos míos? ¿Qué blasfemia es esta?