Wyman Ford miró por la ventanilla de la Cessna Citation durante la maniobra de aproximación a Red Mesa, al otro lado de las montañas de Lukachukai. Era una formación geológica muy peculiar, una isla en el cielo rodeada de precipicios y compuesta de franjas amarillas, rojas y marrones de arenisca. Justo cuando miraba, el sol consiguió agujerear las nubes e iluminó la mesa, como incendiándola. Parecía un mundo perdido.
Al acercarse aparecieron más detalles. Vio dos pistas de aterrizaje que se cruzaban como dos tiritas negras, con varios hangares y un helipuerto. Del norte y del oeste llegaban dos grandes líneas de alta tensión, sobre torres de una altura de treinta pisos, que convergían al borde de la mesa en una zona de seguridad protegida por una doble cerca. A una distancia inferior a dos kilómetros se veía un grupo de casas en un valle de álamos, con campos verdes y un edificio de troncos: el antiguo almacén de Nakai Rock. Una carretera nueva asfaltada cruzaba la mesa de oeste a este.
La mirada de Ford se deslizó por los acantilados. A unos cien metros por debajo de la avioneta, vio un enorme cuadrado recortado en la roca y cerrado con una puerta metálica. La avioneta siguió ladeándose, y Ford vio la única carretera que subía a la mesa; daba vueltas por el precipicio como una serpiente pegada al tronco de un árbol. Era la Dugway.
La Cessna se inclinó, iniciando el descenso. Desde aquel punto se descubría que la superficie de Red Mesa estaba resquebrajada por cauces secos, valles y extensiones rocosas. Los enebros, dispersos, alternaban con esqueletos grises de pinos piñoneros. También había pastos, campos de artemisa y pedregales salpicados de dunas.
La Cessna tocó la pista y rodó hasta la terminal, un semicilindro de metal prefabricado. Detrás había varios hangares que brillaban al sol. El piloto abrió la puerta. Ford, que solo llevaba el maletín de Lockwood, pisó el asfalto caliente. No había nadie para recibirle.
El piloto se despidió con la mano, antes de remontar el vuelo. La avioneta tardó muy poco en desaparecer en el cielo azul, como un simple reflejo de aluminio.
Tras ver cómo desaparecía, Ford caminó tranquilamente hacia la terminal.
En la puerta había un cartel pintado a mano, con tipografía de película de vaqueros.
PROHIBIDO EL PASO SE DISPARARÁ A LOS INTRUSOS
¡ESO VA POR TI, FORASTERO!
G. HAZELIUS, SHERIFF
Lo empujó con un dedo, y oyó que crujía al balancearse. Al lado había un letrero del gobierno, intensamente azul, clavado con postes en un bloque de cemento, donde ponía más o menos lo mismo pero en jerga burocrática. Las ráfagas de viento formaban remolinos de polvo en la pista.
Intentó abrir la puerta de la terminal. Estaba cerrada.
Retrocedió y miró a su alrededor con la sensación de haberse colado en la primera escena de El bueno, el feo y el malo.
El ruido del cartel rascando la puerta y los gemidos del viento le recordaron otro momento: cuando volvía del colegio, se descolgaba la llave del cuello, abría la cerradura de su casa de Washington y se quedaba solo en la mansión, llena de ecos. Su madre siempre estaba en alguna recepción o en algún acto benéfico, y su padre cumpliendo algún encargo del gobierno.
El ruido de un coche lo devolvió al presente; un jeep Wrangler que subía por una cuesta, desapareció al otro lado de la terminal y reapareció sobre el asfalto a una velocidad endemoniada. El jeep giró con un chirrido de neumáticos y frenó en seco justo delante de Ford. Después bajó un hombre muy sonriente, con la mano tendida: Gregory North Hazelius. Estaba igual que en la foto del informe, pletórico de energía.
—¡Yá'át'ééh shi éí, Gregory! —dijo al estrechar la mano de Ford.
—Yá'át'ééh. No me diga que habla navajo —contestó él.
—Solo unas palabras que aprendí de un ex alumno. Bienvenido.
Según el breve examen al que Ford había sometido el expediente de Hazelius, se suponía que hablaba doce idiomas, entre ellos el persa, dos dialectos del chino y el swahili. Del navajo no se decía nada.
Con su metro noventa de estatura, Ford estaba acostumbrado a bajar la vista para mirar a los ojos de los demás. Esta vez tuvo que hacerlo más de lo habitual. Hazelius medía un metro sesenta y cinco, e iba vestido con una mezcla de informalidad y elegancia: pantalones de color caqui bien planchados, camisa de seda color crema… y mocasines indios. Sus ojos eran tan azules que parecían trozos de cristal coloreado iluminados por detrás. Su nariz aguileña partía de una frente ancha y lisa, rematada por un pelo castaño ondulado, muy peinado. Un envoltorio pequeño, con una energía descomunal en su interior.
—No esperaba al gran jefe en persona.
Se rio.
—Aquí todos somos pluriempleados. Yo soy el chófer oficial. Sube, por favor.
Ford encajó su cuerpo en el asiento del copiloto, mientras Hazelius se sentaba al volante con una agilidad de pájaro.
—He preferido reducir al mínimo el personal de apoyo mientras poníamos a punto el Isabella. —Hazelius se volvió y lo miró con una sonrisa luminosa—. Además, quería conocerte personalmente. Eres nuestro Jonás.
—¿Jonás?
—Éramos doce, y ahora tú eres el que hace trece. Es posible que por tu causa tengamos que echar a alguien por la borda.
Se rio entre dientes.
—Veo que sois supersticiosos.
Volvió a reírse.
—¡Si supieras! Yo nunca salgo sin mi pata de conejo. —Sacó del bolsillo una extremidad amputada, vieja, asquerosa y casi sin pelos—. Me la dio mi padre a los seis años.
—Preciosa.
Hazelius pisó a fondo el acelerador. El jeep salió disparado, hundiendo a Ford en el asiento. El Wrangler voló por el aeródromo y entró chirriando en una carretera recién asfaltada, que dibujaba curvas entre los enebros.
—Esto es como un campamento de verano, Wyman. Lo hacemos todo nosotros: cocinar, limpiar, conducir… Todo lo que imagines. Tenemos un físico de cuerdas que cocina la carne al punto, un psicólogo que nos ayudó a montar una bodega estupenda, y otros muchos talentos polifacéticos.
Ford se cogió a la manilla, mientras los neumáticos del jeep chirriaban en una curva.
—¿Nervioso?
—Despiértame cuando lleguemos.
Hazelius se rio.
—No puedo resistirme a estas carreteras vacías: ni un solo poli, y varios kilómetros de visibilidad. ¿Y tú, Wyman? ¿Qué talentos especiales tienes?
—Friego los platos como nadie.
—¡Fantástico!
—Y sé cortar leña.
—¡Maravilloso!
Hazelius conducía como un loco; seguía una trayectoria recta a la máxima velocidad con una absoluta falta de respeto a la raya continua.
—Perdona que no me hayas encontrado al bajar del avión. Estábamos acabando una prueba del Isabella. ¿Damos una vuelta rápida?
—Por mí perfecto.
El jeep cruzó a toda velocidad un cambio de rasante, y por unos instantes Ford no sintió el peso de su cuerpo.
—Nakai Rock —dijo Hazelius, señalando la columna de piedra que Ford había visto desde la avioneta—. Le pusieron su nombre al antiguo almacén. Nosotros también llamamos a nuestro pueblo Nakai Rock. Nakai… ¿Qué significa? Siempre he querido saberlo.
—«Mexicano» en navajo.
—Gracias. Me alegro muchísimo de que hayas podido venir tan deprisa. Desgraciadamente, nos las hemos arreglado para enemistarnos con la gente de aquí. Lockwood habla muy bien de ti.
Una curva muy pronunciada los llevó a un valle frondosamente poblado de álamos, con precipicios de arenisca roja alrededor. A un lado había diez o quince casas de falso adobe, distribuidas con acierto entre los álamos, con pequeñas extensiones de césped y vallas de madera. El campo de béisbol, a la altura del centro de la curva, ofrecía un contraste vibrante con los precipicios. Al fondo del valle se erguía como un juez la alta roca misteriosa.
—A la larga haremos casas para un máximo de doscientas familias. Será un pueblo de científicos visitantes, con sus familias y el personal de apoyo.
El jeep pasó al lado de las casas, dibujando una curva muy amplia.
—La pista de tenis —dijo Hazelius, señalando a la izquierda—. Y un establo con tres caballos.
Llegaron a un edificio pintoresco, hecho de troncos y adobe, a la sombra de unos álamos enormes.
—El antiguo almacén, reconvertido en comedor, cocina y sala de juegos: mesa de billar, ping-pong, futbolín, cine, biblioteca y bar.
—¿Qué hace aquí arriba un almacén?
—Antes de que los echase la compañía de carbón, los navajos tenían rebaños de ovejas en Red Mesa. En el almacén se comerciaba con comida y material para las alfombras que hacían con la lana. Las alfombras de Nakai Rock no tienen la fama de las de Two Grey Hills, pero son igual de buenas, o mejores. —Hazelius se volvió hacia Ford—. ¿Dónde hiciste tu trabajo de campo?
—En Ramah, Nuevo México.
Ford no añadió que solo había sido un verano, antes de licenciarse.
—Ramah… ¿No es donde investigó el antropólogo Clyde Kluckhohn para aquel libro tan famoso, Los brujos navajo?
Los conocimientos de Hazelius sorprendieron a Ford.
—Exacto.
—¿Tú hablas el navajo? —preguntó Hazelius.
—Lo justo para arreglármelas. Posiblemente es el idioma más difícil del mundo.
—Por eso siempre me ha interesado. Nos ayudó a ganar la Segunda Guerra Mundial.
El jeep frenó ruidosamente ante una casita muy pulcra, con un césped vallado (y artificialmente verde), un porche, una mesa de picnic y una barbacoa.
—La residencia Ford —anunció Hazelius.
—Encantadora.
En realidad no tenía ningún encanto. Con su falso estilo de pueblo, su aspecto era deprimentemente suburbano. Lo espléndido era el marco.
—Las casas del gobierno son iguales en todas partes —dijo Hazelius—, pero estarás cómodo.
—¿Y los demás?
—Abajo, en el Bunker. Es como llamamos al complejo subterráneo donde está el Isabella. A propósito, ¿no llevas equipaje?
—Llegará mañana.
—Debían de tener mucha prisa en enviarte aquí.
—No me han dado tiempo ni de coger el cepillo de dientes.
Hazelius aceleró y tomó el último tramo de la curva a una velocidad que hizo humear los neumáticos. Después frenó, cambió a conducción cuatro por cuatro y sacó el vehículo de la calzada, siguiendo dos rodadas desiguales entre los arbustos.
—¿A dónde vamos?
—Ahora lo verás.
Derrapando en zanjas, y saltando por las rocas, el jeep ascendió por un extraño bosque de enebros retorcidos y pinos piñoneros muertos. Recorrieron unos cuantos kilómetros de baches, hasta que apareció una larga cuesta de arenisca, roja y desnuda.
Hazelius paró el jeep y se bajó.
—Es aquí arriba.
Ford, que empezaba a sentir curiosidad, le siguió por la extraña loma de arenisca. En la cumbre le esperaba una enorme sorpresa. De repente, sin esperárselo, se vio al borde de Red Mesa, con una caída en vertical de seiscientos o setecientos metros. Nada le había hecho pensar que estuvieran cerca del borde de la mesa. No había ningún letrero que anunciara la proximidad del despeñadero.
—Impresionante, ¿verdad? —preguntó Hazelius.
—Escalofriante. Podrías despeñarte sin ni siquiera darte cuenta.
—Hay una leyenda sobre un vaquero navajo que subió a caballo, persiguiendo a un ternero sin marcar, y se cayó. Dicen que su chindii, su espíritu, todavía galopa por el borde algunas noches de tormenta.
La vista quitaba la respiración. A sus pies se extendía una orografía de cerros y pilares de piedra color sangre, en los que el viento había esculpido extrañas formas. Al fondo había otras mesetas, y montañas hasta donde alcanzaba la vista. Podrían hallarse en el borde de la propia Creación, donde Dios, finalmente, se hubiera rendido, desesperando de poner orden en una tierra ingobernable.
—Aquella mesa aislada del fondo —dijo Hazelius— es No Man's Mesa, de quince kilómetros de largo y casi dos de ancho. Dicen que se sube por un camino secreto que todavía no ha descubierto ningún hombre blanco. A la izquierda está Piute Mesa. La de delante es Shonto Mesa, y más al fondo, los Goosenecks del río San Juan, Cedar Mesa, las Bears Ears y las montañas Manti-La Sal.
Dos cuervos subieron siguiendo una corriente de aire, y se internaron de nuevo planeando por la oscuridad. Sus graznidos reverberaron entre los cañones.
—Solo se puede subir a Red Mesa por dos caminos: la Dugway, que tenemos detrás, y un sendero que arranca a unos tres kilómetros de aquí. Los navajos lo llaman el Camino de Medianoche. Acaba en Blackhorse, aquella aldea de allá.
Cuando se volvieron, Ford observó unas marcas en una roca enorme que se había partido por el plano de estratificación.
Hazelius siguió su mirada.
—¿Ves algo?
Ford se acercó y tocó con la mano la superficie irregular.
—Gotas de lluvia fosilizadas. Y… el rastro fósil de un insecto.
—Vaya, vaya… —dijo en voz baja el científico—. Todos han subido a ver el panorama, pero eres el primero que se fija en esto. Aparte mí, claro. Gotas fosilizadas de una lluvia caída en la era de los dinosaurios. Más tarde, cuando dejó de llover, pasó un escarabajo por la arena mojada, y aunque parezca inverosímil, ese pequeño momento de la historia quedó fosilizado. —Hazelius lo tocó con gran respeto—. De todo lo que hemos hecho los seres humanos, de todas nuestras grandes obras, la Gioconda, la catedral de Chartres, e incluso las pirámides de Egipto, nada durará tanto como este rastro de escarabajo en la arena húmeda.
La idea conmovió profundamente a Ford.
Hazelius pasó el dedo por la senda del insecto. Después se incorporó.
—¡Fantástico! —dijo, poniendo una mano en el hombro de Ford y sacudiéndolo afectuosamente—. Veo que seremos amigos.
Ford recordó la advertencia de Lockwood.
Hazelius se volvió hacia el sur, señalando con gestos la cima de la mesa.
—En el paleozoico, todo esto eran marismas, que nos han dejado algunas de las mayores vetas de carbón del país. Las explotaron en los años cincuenta. Los viejos túneles eran perfectos para instalar el Isabella.
El sol iluminó la cara casi sin arrugas de Hazelius, que se volvió hacia Ford con una sonrisa.
—No podríamos haber encontrado mejor lugar, Wyman; es aislado, tranquilo e inhabitado, aunque para mí lo más importante era la belleza del paisaje, porque en física, la belleza y el misterio desempeñan un papel central. Como dijo Einstein: «La experiencia más hermosa que se puede tener es la de lo misterioso. Está en la raíz de la verdadera ciencia».
Ford vio cómo se ponía lentamente el sol en los profundos cañones del oeste, como oro derritiéndose en cobre.
—¿Listo para meterte debajo del suelo? —preguntó Hazelius.