Desde el dormitorio trasero de su bungalow, Ford vio aparecer a los primeros jinetes de la manifestación, siluetas recortadas por el sol en el acantilado de detrás de Nakai Rock. Miró por los prismáticos y reconoció a Nelson Begay sobre un caballo pinto, con una docena de jinetes más.
Al volver la cabeza notó una punzada de dolor a causa de la caída del día anterior. Desde entonces, él y Kate casi no habían podido hablar, por lo ocupada que estaba ella con los preparativos de la prueba.
El piloto del teléfono vía satélite parpadeó con puntualidad inglesa. Lo cogió.
—¿Alguna noticia? —preguntó Lockwood.
—Nada en particular. Están todos en el Bunker, empezando otra prueba del Isabella. Yo estoy esperando para hablar con los manifestantes.
—Me gustaría que lo hubieras impedido.
—Mejor así, te lo aseguro. ¿Has encontrado algo de Joe Blitz?
—Hay centenares de Joe Blitz: personas, empresas, sitios… Todo lo que puedas imaginar. He seleccionado una lista de los que me parecían más probables. Te los leo, a ver qué opinas.
—Adelante.
—En primer lugar, Joe Blitz es el nombre de un soldado de juguete de la serie G. I. Joe.
—Podría ser una alusión a Wardlaw. Volkonski le odiaba. ¿Qué más?
—Otro es un productor de Broadway de los años cuarenta que produjo Garbage Can Follies y Crater Lake Cut-up; son dos musicales, uno sobre gatos y el otro sobre una colonia nudista. Fracasaron los dos.
—Sigue.
—Joe Blitz, un concesionario de la Ford en Ohio que cerró; Parque Estatal Joe Blitz, en Medford, Oregon; Campo de hockey Joe Blitz, Ontario, Canadá; Joe Blitz, escritor de ciencia ficción de los años treinta y cuarenta; Joe Blitz, el promotor que construyó el edificio Mausleer de Chicago; Joe Blitz, dibujante de cómics…
—Dime algo más del escritor.
—A principios de los años cuarenta, un tal Joe Blitz publicó historietas de ciencia ficción en varias revistas baratas.
—¿Títulos?
—Hay muchos. A ver… Los colmillos del mar y Asesinos del aire, entre otros.
—¿Publicó alguna novela?
—Que sepamos nosotros, solo relatos.
—¿Y el Joe Blitz dibujante de cómics?
—A finales de los años cincuenta publicó una tira sobre un gordo y un caniche miniatura. Un poco al estilo de Garfield, pero lo cierto es que nunca tuvo mucho éxito. A ver… Tengo unos doscientos más, desde el nombre de una funeraria hasta una receta para ahumar pescado.
Ford suspiró.
—Es como buscar una aguja en un pajar, y además sin saber cómo es la aguja. ¿Y la tía Natasha?
—Volkonski no tenía ninguna tía Natasha. Podría ser una broma. Ya sabes que todos los rusos tienen una tía Natasha y un tío Boris.
Ford miró por la ventana, y vio que los jinetes entraban en el valle.
—Parece que la nota es un callejón sin salida.
—Por lo visto sí.
—Tengo que irme. Los jinetes ya están bajando por el valle.
—Llámame en cuanto termine la prueba —dijo Lockwood.
Ford guardó el teléfono vía satélite, cerró el maletín y salió de la casa. Oyó el ruido lejano de un motor. Poco después apareció una vieja camioneta, justo donde la carretera penetraba en el valle; empezó a bajar, seguida por otra camioneta blanca con las letras «KREZ» y una antena parabólica en el techo.
Ford se dirigió hacia los árboles y se quedó allí, al borde de los prados, viendo cómo se acercaban Begay y una docena de jinetes sobre caballos cubiertos de sudor. La camioneta de la cadena de televisión KREZ frenó. Bajaron algunos reporteros, que empezaron a montar las cámaras para filmar a los jinetes. De la primera camioneta salió una mujer corpulenta: Maria Atcitty.
El cámara empezó a rodar cuando los jinetes llegaron a los prados. Uno de ellos se separó del grupo y tomó la delantera con un grito de triunfo, agitando un pañuelo con el puño en alto. Ford reconoció a Willy Becenti, el hombre que le había dejado dinero. Algunos otros jinetes hicieron correr a sus monturas, lo mismo que Begay. Cruzaron los campos a galope tendido, pasaron al lado de la cámara como una exhalación y se pararon en el aparcamiento de tierra que había delante del antiguo almacén, no muy lejos de Ford.
Cuando Begay bajó de su caballo, el reportero de la KREZ se acercó a él, chocó los cinco con él y empezó a montar el equipo para la entrevista.
Ya empezaban a llegar los demás. Hubo más saludos. Se encendieron las luces de las cámaras, y el reportero empezó a entrevistar a Begay. El resto se quedó a su alrededor, mirando.
Ford salió tranquilamente de entre los árboles y se acercó caminando por la hierba.
Todas las miradas convergieron en él. El reportero se acercó con el micro en alto.
—¿Cómo se llama?
Ford vio que la cámara estaba en marcha.
—Wyman Ford.
—¿Es científico?
—No, soy el enlace entre el proyecto Isabella y las comunidades locales.
—Pues parece que no lo está haciendo muy bien —dijo el reportero con sorna—. Le han montado una manifestación en toda regla.
—Ya lo sé.
—¿Y qué le parece?
—Pues que el señor Begay tiene razón.
Hubo un breve silencio.
—¿Razón en qué?
—En mucho de lo que dice: que el Isabella está asustando a la gente del lugar, que su presencia no es la panacea económica que prometían y que los científicos han guardado demasiado las distancias.
Otro silencio, breve y perplejo.
—¿Y cómo piensa solucionarlo?
—Para empezar, les escucharé. A eso he venido. Después haré cuanto pueda para mejorar las cosas. Hemos empezado con mal pie con la comunidad, pero le prometo que eso cambiará.
—¡Mentira! —gritó alguien.
Era Willy Becenti, que se acercaba a grandes pasos desde el prado, donde había atado a su caballo.
—¡Corten! —El reportero se volvió—. Oye, Willy, si no te importa, estoy intentando hacer una entrevista.
—Este tipo está mintiendo como un bellaco.
—Si hablas así no podré emitir nada de lo que digas.
Becenti se quedó mirando a Ford, y puso cara de reconocerle.
—¡Eh, si es usted!
—Hola, Willy —dijo Ford, tendiendo la mano.
Willy hizo caso omiso.
—¡Es uno de ellos!
—Sí.
—Pues me debe veinte pavos.
Ford sacó la cartera.
—Guárdese el dinero, no lo quiero —rechazó Becenti triunfalmente.
—Willy, me gustaría resolver estos problemas trabajando juntos.
—Y una mierda. ¿Ve lo de allá arriba? —El brazo huesudo de Becenti señalaba vagamente hacia el valle, dejando a la vista un tatuaje—. En aquellas rocas hay ruinas. Tumbas. Están profanando las tumbas de nuestros antepasados.
La cámara volvía a estar en marcha.
—¿Qué contesta a eso, señor Ford? —preguntó el reportero, poniéndole otra vez el micro en la cara.
Ford reprimió las ganas de puntualizar que eran ruinas anasazi.
—Si alguien nos ayudase a identificar exactamente dónde están las tumbas, podríamos proteger…
—¡Están por todas partes! Y los espíritus de los muertos vagan descontentos. Va a ocurrir algo malo. Lo noto. ¿Vosotros no? —Becenti miró a su alrededor—. ¿No lo notáis?
Hubo gestos de asentimiento y murmullos.
—Hay chindii por todas partes, espíritus malignos. Desde que la Peabody Coal le quitó el alma a Red Mesa, se ha convertido en un sitio muy malo.
—Un sitio malo —repitieron varios.
—Esto es solo otro ejemplo de cómo los blancos vienen y quitan las tierras a los indios. Eso es lo que es. ¿Verdad que sí?
Se oyeron murmullos más fuertes, y gestos de aquiescencia.
—Willy, tiene todo el derecho a sentirse así —dijo Ford—, pero permítame decir en nuestra defensa que parte del problema es que el gobierno tribal navajo hizo este trato sin consultar a la gente de aquí.
—Los del gobierno tribal navajo son una pandilla de imbéciles contratados por los bilagaana para hacerles de criados, como siempre. Antes de que llegasen los bilagaana, no teníamos ningún «gobierno tribal navajo».
—Eso ya no tiene vuelta atrás. Ni usted ni yo podemos evitarlo, pero sí podemos colaborar para mejorar las cosas. ¿Qué le parece?
—¿Sabe qué le contesto? ¡Que se joda!
Becenti se acercó con actitud amenazante. Ford no cedió terreno. Se plantaron cara. Los jadeos de Becenti hacían subir y bajar su estrecha caja torácica. Dobló unos brazos fibrosos.
Ford mantuvo la calma, sin crisparse.
—Willy, yo estoy de su lado.
—¡A mí no me vengas con paternalismos, bilagaana!
Su estatura era aproximadamente dos tercios de la de Ford, y su peso la mitad, pero parecía a punto de empezar a descargar puñetazos en cualquier momento. Al mirar a Begay de reojo y ver su expresión indiferente, Ford se dio cuenta de que iba a dejar que las cosas siguieran su curso.
La cámara seguía filmando.
Becenti hizo un gesto amplio con el brazo.
—Mira. Los bilagaana nos habéis quitado nuestra mesa y habéis agujereado la roca miles de metros para poder regar vuestros malditos campos, mientras mi tía Emma tiene que hacer cincuenta kilómetros en coche, solo de ida, cada vez que quiere agua para sus nietos y sus ovejas. ¿Cuánto crees que tardarán en secarse los pozos de Blue Gap y de Blackhorse? ¿Y el hantavirus? Todo el mundo sabe que no había hantavirus hasta que algo ocurrió en Fort Wingate.
Varios jinetes manifestaron su acuerdo con la vieja teoría de la conspiración.
—De hecho es muy posible que el Isabella ya nos esté envenenando. Cualquier día de estos empezarán a morir nuestros hijos. —Clavó un dedo manchado de polvo en el pecho de Ford, justo debajo del esternón—. ¿Y sabes en qué te convertirá eso, bilagaana? En un asesino.
—No perdamos la calma, Willy. Paz y respeto.
—¿Paz? ¿Respeto? ¿Para eso quemasteis nuestras cabañas y nuestros campos de maíz? ¿Para eso violasteis a nuestras mujeres? ¿Para eso nos mandasteis a Fort Summer en la Larga Marcha? ¿Para tener paz y respeto?
Ford sabía, por su estancia en Ramah, que los navajo todavía hablaban de la Larga Marcha de la década de 1860, aunque para el resto del país ya fuera historia antigua y olvidada desde hacía muchos años.
—Qué más quisiera que poder borrar la historia —dijo con más emoción de lo que pretendía.
En la mano de Becenti apareció una pistola barata de calibre veintidós, que había salido de sus vaqueros. Ford se tensó, listo para actuar deprisa.
Begay intervino enseguida.
—Apaga la cámara, Daswood —ordenó enérgicamente.
El reportero le hizo caso.
—Guarda la pistola, Willy.
—Vete a la mierda, Nelson. He venido a pelear, no a hablar.
—Vamos a montar un temascal en el campo —contestó Begay con voz grave—. Nos quedaremos toda la noche realizando ceremonias pacíficas. Recuperaremos esta tierra espiritualmente, con nuestras plegarias. Es el momento de la oración y la contemplación, no del enfrentamiento.
—Creía que veníamos a protestar, no a practicar bailes folclóricos —dijo Becenti.
Sin embargo, guardó la pistola en el bolsillo de los pantalones.
Begay señaló los cables de alta tensión que convergían al borde de la mesa, a un kilómetro de donde estaban.
—Nuestro enemigo no es este hombre. Es aquello.
Los cables zumbaban y chisporroteaban con un sonido débil pero claramente perceptible.
—Parece que la máquina está en marcha —dijo Begay, volviéndose hacia Ford con una mirada neutra—. Imagino que sería un buen momento para que nos dejara seguir con lo nuestro.
Ford asintió con la cabeza, se volvió y se fue hacia el Bunker.
—¡Eso, vete —le gritó Becenti—, antes de que te meta una bala en tu culo de bilagaana!
A medida que Ford se aproximaba a la entrada de seguridad del Isabella, el zumbido y el chisporroteo de las líneas de alta tensión se hacían más fuertes. Era un ruido inquietante, que casi parecía vivo, y que le dio escalofríos.