Ken Dolby miró su reloj. Las seis de la tarde. Se volvió hacia la pantalla y consultó la temperatura del imán defectuoso. De momento aguantaba sin salirse ni un milímetro del rango de tolerancia. Fue abriendo páginas de controles del software del Isabella con el ratón. Todos los sistemas estaban en buen estado. Todo funcionaba a la perfección. La potencia estaba al ochenta por ciento.
Era una noche perfecta para una prueba. Teniendo en cuenta que el Isabella desviaba un porcentaje notable de los megavatios de la red regional para uso propio, hasta la más ínfima perturbación (un rayo, el fallo de un transformador o de las líneas) podía provocar un efecto dominó, pero las temperaturas eran moderadas en la mayor parte del sudoeste, y los aires acondicionados estaban apagados; no había tormentas, y el viento apenas soplaba.
Tuvo una corazonada; esa noche solucionarían el problema, esa noche el Isabella brillaría en toda su perfección.
—Ken, sube a ochenta y cinco —dijo Hazelius desde su sillón de cuero del centro del Puente.
Dolby lanzó una mirada a St. Vincent, que era quien vigilaba el suministro eléctrico. St. Vincent levantó el pulgar y le hizo un guiño con su cara de duende.
—Oído.
Dolby captó en el umbral de sus sentidos una leve vibración, único indicio de la potencia descomunal que se estaba empleando. Los dos haces de protones y antiprotones, que circulaban en sentidos opuestos a una velocidad inimaginable, todavía no habían establecido contacto, ni lo harían hasta el noventa por ciento de potencia. Una vez producido el contacto, se requería mucha más electricidad, tiempo y sutileza en los ajustes para llevar el sistema hasta el cien por cien.
Los indicadores de potencia subieron sin sobresaltos hasta el ochenta y cinco.
—Una noche preciosa para una prueba —dijo St. Vincent.
Dolby asintió con la cabeza, satisfecho de ser él quien regulase el suministro eléctrico. Era un hombre callado y afable, que casi nunca abría la boca, pero que manejaba la electricidad como un director de orquesta, con precisión y gran finura. Y sin una gota de sudor.
—Ochenta y cinco por ciento —informó Dolby.
—¿Alan? —preguntó Hazelius—. ¿Qué tal los servidores?
—Por aquí todo bien.
Hazelius dio la que debía de ser su quincuagésima vuelta a la sala, solicitando respuestas al equipo. De momento se estaba desarrollando como una prueba de manual.
Dolby pasó revista a sus sistemas. Todo funcionaba dentro de las previsiones. El único fallo era el imán caliente, aunque en aquel caso «caliente» solo significaba unas tres centésimas de grado más de como debería haber estado.
Mientras el Isabella se estabilizaba en el ochenta y cinco por ciento, Rae Chen hizo una serie de ajustes muy sutiles en los haces. Como no tenía nada que hacer, Dolby miró a su alrededor, pensando en el grupo que había formado Hazelius. Edelstein, por ejemplo. Dolby sospechaba que podía ser incluso más inteligente que Hazelius, pero se trataba de una inteligencia un poco rara. Daba un poco de miedo, como si tuviera un cerebro medio extraterrestre. ¿Y qué decir de las serpientes de cascabel? ¡Menuda afición de locos! Por no hablar de Corcoran, que se parecía a Darryl Hannah. Tan alta y brusca; la verdad, no era su tipo. Demasiado guapa y demasiado rubia para ser tan inteligente. Formaban un grupo brillante, incluido el robot de Cecchini, que siempre parecía a punto de estallar. Todos menos Innes. Era un tipo profesional, que se esforzaba, pero no tenía bastantes luces para brillar de forma destacada. ¿Cómo era posible que Hazelius se lo tomara tan en serio, a él y a sus charlas? A menos que solo lo hiciera para cumplir las normas del Departamento de Energía. ¿Todos los psicólogos eran como Innes, fabricantes de teorías sin la menor base empírica? Innes era un hombre que lo veía todo pero no entendía nada. A Dolby le recordaba al camionero con ínfulas de psicólogo con quien había salido su madre después de quedarse viuda; no era mala persona, pero casi te mataba de aburrimiento con sus consejos acerca de los últimos best sellers de autoayuda.
Después estaba Rae Chen, que a pesar de ser brillante, actuaba con una naturalidad increíble. Alguien había dicho que era ex campeona infantil de skateboard. Parecía la típica chica de mente abierta de Berkeley, divertida, fácil y sin complicaciones. ¿Las tenía o no? Con los asiáticos nunca se sabía. En todo caso, a Dolby le encantaría montárselo con ella. La miró de reojo, y al verla encorvada hacia la consola, con el pelo negro colgando como una catarata, se la imaginó desnuda…
Le interrumpió la voz de Hazelius.
—Ya estamos listos para subir hasta noventa, Ken.
—Vamos allá.
—¿Alan? Cuando nos hayamos estabilizado en noventa, quiero que estés preparado para activar de golpe todos los p5 595 en cadena.
Edelstein asintió con la cabeza.
Dolby movió los controles deslizantes y observó la reacción del Isabella. Ahora sí. Era esa noche. Toda su vida había sido únicamente un preludio de aquel momento. Sintió cómo aumentaba la profunda vibración de la electricidad. Parecía que se electrizase toda la montaña. Ronroneaba como un Bentley. ¡Cuánto quería a aquella máquina, por Dios! Su máquina.