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El viernes, al alba, Nelson Begay se apoyó en el marco de la puerta de la casa del Centro Comunitario para ver llegar los primeros remolques de caballos. Los jinetes fueron descargando los caballos, que formaban nubes doradas de polvo al pisar el suelo, y los ensillaron con un tintineo de espuelas y un palmeo de cuero. El de Begay, Winter, ya estaba ensillado y listo para salir. Comía de un morral, atado a la sombra del único pino piñonero vivo que había a la vista. A Begay le habría gustado poder echar la culpa de los pinos muertos a los bilagaana, pero que él supiera tenían razón las noticias de la televisión: los barrenillos y la sequía habían sido los causantes.

Se acercó María Atcitty, la presidenta del Centro.

—Parece que hay una buena asistencia —dijo.

—Mejor de lo que pensaba. ¿Tú vienes?

Atcitty se rio.

—Con tal de salir del despacho, lo que sea.

—¿Y tu caballo?

—¿Estás loco? Yo voy en coche.

Begay volvió a observar la variopinta colección de monturas que se reunía para la cabalgata de protesta. Aparte de un par de buenos ejemplares de cuarto de milla, y de uno árabe, la mayoría eran jamelgos sin herraduras, con los ojos blancos. Recordó la casa de su tío Silvers, en Toh Ateen. Silvers era quien le había enseñado la ceremonia de la Bendición, pero también se dedicaba a los rodeos, y había hecho el circuito Santa Fe-Amarillo antes de lesionarse gravemente. Desde entonces tenía algunos pencos para que los montaran los críos. Todo lo que sabía Begay de caballos, lo había aprendido de él.

Sacudió la cabeza. Parecía un tiempo tan lejano… El tío Silvers había muerto, las viejas costumbres se perdían, y los niños ya no sabían montar a caballo ni hablar su idioma. Begay era el único a quien el viejo tío Silvers había logrado convencer de que aprendiese la ceremonia de la Bendición.

Aquella cabalgata era algo más que una manifestación contra el proyecto Isabella. De lo que se trataba era de recuperar una forma de vida que estaba desapareciendo muy deprisa. Era una manifestación en favor de su idioma y su tierra, sobre responsabilizarse de su propio destino.

Apareció una camioneta Isuzu, que parecía haber salido del desguace, arrastrando un remolque demasiado grande para ella. De un salto y con un grito, bajó de ella un hombre larguirucho, con las mangas de la camisa cortadas. Agitó un brazo huesudo y, después de otro grito, dio la vuelta al remolque para descargar el caballo.

—Ya ha llegado Willy Becenti —dijo Atcitty.

—Nunca pasa inadvertido.

El caballo, que ya estaba ensillado, bajó al suelo de tierra. Becenti lo ató al pitorro del remolque.

—Viene armado.

—Ya lo veo.

—¿Dejarás que la lleve?

Begay se lo pensó un momento. Willy era excitable, pero tenía buen corazón; una persona de una sola pieza, a menos que bebiera, y durante la manifestación no habría alcohol. Begay pensaba aplicar esa norma a rajatabla.

—Por Willy no te preocupes.

—¿Y si se ponen las cosas feas? —preguntó Maria.

—No ocurrirá. Ayer hablé con un par de científicos, y no va a pasar nada.

—¿Cuáles eran? —preguntó Atcitty.

—Uno que dice que es antropólogo, Ford, y la subdirectora, una tal Mercer.

Asintió con la cabeza.

—Los mismos que hablaron conmigo —se quedó callada—. ¿Estás seguro de que esta manifestación es buena idea?

—Bueno, ya lo veremos, ¿no?