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El pastor Russ Eddy abandonó la carretera de la mesa y condujo hacia un saliente de arenisca tras el que podía esconder la camioneta. Era una noche clara, con luna llena y estrellas tachonando el firmamento. La camioneta daba tumbos por la roca desnuda. Con cada salto, el guardabarros se soltaba un poco más. Como no pidiera prestado el soldador que tenían en la gasolinera de Blue Gap, pronto se le caería el guardabarros, pero le daba tanta vergüenza pasarse la vida pidiendo prestadas herramientas a los navajos, y mendigando gasolina… Siempre tenía que recordarse que él les ofrecía a ellos el máximo regalo: la salvación. Lástima que no lo aceptasen.

Llevaba todo el día pensando en Hazelius. Cuanto más recordaba sus palabras, más versículos de la Primera Epístola de san Juan le venían a la mente: «Habéis oído que iba a venir un Anticristo… Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo… y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo».

De pronto cruzó sus pensamientos el recuerdo de Lorenzo en el suelo, y de los coágulos de sangre que se resistían a ser absorbidos por la arena. Se estremeció. ¿Por qué volvía constantemente aquella imagen abominable? Gimió en voz alta al expulsarla de sus pensamientos.

Aparcó la camioneta detrás del saliente de arenisca, para que no se viese desde la carretera. El motor traqueteó al apagarse. Puso el freno de mano y bloqueó las ruedas con pedruscos. Después se metió las llaves en el bolsillo, respiró hondo y echó a caminar por la carretera. La luna brillaba lo suficiente para poder orientarse sin linterna.

Estaba más decidido que nunca. Dios le había llamado, y él había respondido. Todo lo sucedido anteriormente, todos los problemas de su vida, eran un simple preludio. Dios le había puesto a prueba, y él había salido airoso. La última había sido Lorenzo. Era la señal que le hacía Dios de que le estaba preparando para algo grande, muy grande.

Era el Señor el que, esa misma tarde, le había llevado hasta Piñón. Primero logró un depósito de gasolina gratis. Después un turista que buscaba Flagstaff le agradeció su ayuda con un billete de diez dólares. Y después, se enteró por el empleado de la gasolinera de que Bia investigaba la muerte del científico como si fuera un asesinato, no un suicidio. ¡Un asesinato!

Un coyote aulló a lo lejos, y otro, desde todavía más lejos, le respondió. Parecían los gritos solitarios y perdidos de los condenados. Al llegar al borde del precipicio, Eddy bajó con ayuda de pies y manos por el camino de Nakai Valley. A su derecha se elevaba la masa oscura de Nakai Rock, como un demonio jorobado. Más abajo, se veían las luces dispersas del pueblo. Las ventanas del antiguo almacén proyectaban rectángulos de luz en la oscuridad.

Fue hacia el almacén sin apartarse de las rocas y de los enebros. No sabía qué buscaba, ni cómo encontrarlo. Su único plan era esperar una señal de Dios. Dios le mostraría el camino.

El aire nocturno del desierto llevó hasta él las notas de un piano. Ya en el fondo del valle, Eddy atravesó las sombras de los álamos y corrió por la hierba hasta la pared trasera del almacén. Por los viejos troncos, salpicados de yeso, se filtraba un rumor de conversaciones. Se acercó con muchísimo cuidado a una ventana y miró. Había unos cuantos científicos sentados alrededor de una mesita. Hablaban con énfasis, como si discutieran. Hazelius tocaba el piano.

Al ver a quien podía ser el Anticristo, Russ sintió miedo y rabia. Escuchó, agazapado tras la ventana, pero Hazelius tocaba tan fuerte que no se entendía nada. De repente, por encima del sonido del piano, atravesando en el aire frío de otoño y el doble cristal, sonó una palabra pronunciada por uno de los científicos: «Dios».

Y por segunda vez, otra voz dijo: «Dios».

La mosquitera se cerró con un portazo. Los oídos de Eddy captaron dos voces a la vuelta de la esquina, una de ellas aguda y tensa, y la otra lenta y comedida.

Se deslizó sigilosamente por la oscuridad, con el pulso acelerado. Se paró casi en la esquina, conteniendo la respiración, y prestó atención.

—… quería pedirte una cosa, Tony; algo confidencial, como quien dice…

El hombre bajó la voz. Eddy no entendió el resto, pero era demasiado peligroso acercarse más.

—… los dos únicos de aquí que no somos científicos…

Se alejaron por la oscuridad. Eddy retrocedió. Las voces se fundieron en un murmullo indiferenciado. Vio que por la carretera se movían dos siluetas oscuras. Tras una breve espera, corrió hacia los árboles, al otro lado de la carretera, y se escondió detrás del tronco nudoso de un álamo.

Sintió cómo el aire azotaba su cara. Quizá era el Espíritu Santo, que, transformado en brisa, llevaba hasta él las voces de las siluetas.

—… lo de la responsabilidad penal, pero yo no tengo nada que ver con el funcionamiento del Isabella.

Respondió la voz más grave.

—No te hagas ilusiones. Insisto en que te meterían en el mismo saco que a los demás.

—Pero yo solo soy el psicólogo…

—Pero también formas parte del engaño.

¿Engaño? Eddy se movió un poco por la oscuridad.

—¿… cómo diablos nos hemos metido en este lío del copón? —preguntó la voz aguda.

La respuesta no fue lo bastante fuerte para que Eddy la oyese.

—No puedo creer que el ordenador se presente como Dios… Parece salido de una película de ciencia ficción.

Otra respuesta en voz baja. Eddy contenía la respiración intentando escuchar.

Los dos hombres llegaron a la zona de luces dispersas que señalaban las viviendas. Eddy avanzó sigilosamente, mientras las frases iban y venían con la brisa.

—… Deus ex machina… que desquició a Volkonski…

Otra vez la voz aguda.

—… perder el tiempo con teorías —fue la respuesta, malhumorada.

La conversación prosiguió en voz baja. Eddy creía que si no lograba oírla se volvería loco. Se arriesgó a acercarse un poco más. Los dos hombres se habían parado al final del camino que llevaba a una de las casas, bajo una luz débil y amarilla. El más alto parecía impaciente, como si quisiera despedirse del hombre nervioso. Las voces se distinguían mejor que antes.

—… diciendo cosas que no diría ningún Dios. Sandeces supersticiosas. «La existencia soy yo pensando». ¡Por favor! Y va Edelstein y se lo cree. Claro que es matemático, y los matemáticos son raros por definición. Porque no me dirás que tener serpientes de cascabel en casa…

La voz aguda se hizo más fuerte, como si así la voz pudiera evitar que el más alto de los dos se fuese.

El alto cambió de postura, lo que permitió a Eddy verle la cara. Era el encargado de seguridad.

Su voz grave dijo algo acerca de «dar una vuelta antes de meterme en el sobre». Después de un apretón de manos, el más bajo se fue a su casa por el camino, mientras el de seguridad miraba fijamente en ambas direcciones de la carretera, y luego hacia los álamos, como si echase un vistazo para decidir por dónde empezaba la ronda.

«Por favor, Dios, por favor…». A Eddy le latía con tal fuerza el corazón que lo notaba en sus oídos. Al final, el encargado de seguridad se fue por el otro lado de la carretera. Con enorme cautela, para no pisar ninguna rama seca, Eddy cruzó despacio la alameda y salió del valle yendo a tientas por el sendero oscuro.

No se permitió gritar de euforia hasta que estuvo otra vez en la Dugway, al volante de la camioneta. Tenía exactamente lo que necesitaba el reverendo Spates. En Virginia era de noche, pero seguro que a Spates no le importaría que le despertara. Seguro que no.