Ford llegó al pie de la mesa y siguió el lecho seco en dirección a Blackhorse, seguido por Kate, que se colocó a su lado. A medio camino oyó relinchar un caballo, y se volvió.
—Tenemos a alguien detrás —dijo, tirando de las riendas de Ballew.
Se oyeron cascos al otro lado de un grupo de tamariscos. Poco después apareció un hombre alto, a lomos de un caballo grande. Era Bia. El teniente de la policía tribal se paró y se tocó el ala del sombrero.
—¿De paseo? —preguntó.
—Vamos a Blackhorse —contestó Ford.
Bia sonrió.
—No es mal día; calor soportable, algo de brisa… —Apoyó las manos en el cuerno de la silla—. Supongo que para ver a Nelson Begay.
—Exacto —dijo Ford.
—Es buena persona —dijo Bia—. Si me pareciera una manifestación peligrosa les brindaría protección policial, pero creo que sería contraproducente.
—Estoy de acuerdo —dijo Ford.
—Mejor que se desfoguen. Yo les vigilaré, pero discretamente.
—Gracias.
Bia asintió con la cabeza y se inclinó.
—Por cierto, ¿les importa que les haga un par de preguntas?
—Adelante —concedió Ford.
—Peter Volkonski… ¿se llevaba bien con todos?
Fue Kate quien respondió.
—En general, sí.
—¿No había choques de personalidad o desacuerdos?
—Era un poco nervioso, pero nos lo tomábamos bien.
—¿Era un miembro importante del equipo?
—Uno de los más importantes.
Bia se toqueteó el sombrero.
—Mete un poco de ropa en la maleta y se va. Son las nueve, más o menos, y ya ha salido la luna. Después de diez minutos conduciendo, se sale de la carretera y va por el desierto durante unos cuatrocientos metros. Llega a un barranco muy profundo, frena en una bajada, cerca del borde, echa el freno de mano, apaga el motor y deja el coche en punto muerto. Luego coge una pistola, se apunta a la cabeza con la mano derecha, quita el freno con la izquierda, se pega un tiro en la sien derecha, y el coche cae por el barranco.
Hizo una pausa. La sombra del ala del sombrero le tapaba los ojos.
—¿Es lo que cree que pasó? —preguntó Kate.
—Es la reconstrucción que ha hecho el FBI.
—Pero usted no está de acuerdo —dijo Ford.
Bia le miraba atentamente desde la franja de sombra de debajo de su sombrero.
—¿Usted sí?
—Me parece un poco raro que despeñase el coche después de pegarse un tiro —replicó Ford.
Pensó en la nota. ¿Y si se lo contaba a Bia? No, mejor que se encargase Lockwood.
—Para mí es bastante creíble —dijo Bia.
—¿Le sorprende que hiciera el equipaje?
—Lo hacen algunos suicidas. A menudo el suicidio no es premeditado.
—Entonces, ¿dónde ve el problema?
—Señor Ford, ¿usted cómo supo que había un coche?
—Vi huellas recientes de neumático, y los arbustos estaban aplastados. Y también vi los buitres.
—Pero no vio el barranco.
—No.
—Porque no se ve desde ningún punto del camino. Lo he comprobado. ¿Cómo lo conocía Volkonski?
—Estaba angustiado. Se fue en coche por el desierto para pegarse un tiro y al encontrar el barranco decidió asegurarse todavía más.
Ford no se lo acababa de creer. Se preguntó si Bia sí.
—Esto es lo que piensa el FBI.
—Pero no usted.
Bia se irguió, tocándose el sombrero.
—Ya nos veremos.
—Espere —dijo Kate.
Bia se paró.
—No pensará que pudo matarle alguno de nosotros, ¿verdad?
Se quitó una rama de tamarisco de la pierna.
—Digámoslo así: si no fue un suicidio, fue un asesinato muy, pero que muy inteligente.
Dicho lo cual, volvió a tocarse el ala del sombrero, clavó los talones en los flancos del caballo y se fue.
Ford pensó: «Wardlaw».