Booker Crawley se metió el puro Churchill en la boca a la vez que preparaba el taco de billar. Una vez satisfecho con la alineación, golpeó con decisión la bola blanca y observó cómo el resto de bolas se desplazaban.
—No está mal —dijo su compañero de partida al ver caer las tres bolas en la bolsa de cuero trenzado.
El sol se reflejaba en el río por una hilera de ventanas estrechas. Era una bonita mañana de jueves en el club Potomac; la mayoría de los socios estaban en el trabajo. También Crawley estaba trabajando, ya que intentaba agasajar a un posible cliente que tenía una isla cerca del cabo Hatteras; quería que el gobierno se gastara veinte millones de dólares en construir un puente. Una estructura así duplicaría y hasta triplicaría la inversión. Era pan comido para Crawley. El senador júnior por Carolina del Norte le debía un favor desde el viaje para jugar a golf a St. Andrews, y era alguien de fiar en cuanto a lealtad y a proteger sus beneficios. Una llamada telefónica, una provisión introducida en una ley sobre cualquier otra cuestión, y Crawley haría ganar millones de dólares al inversor a la vez que se embolsaría unos honorarios de siete cifras. Si Alaska tenía su puente a ninguna parte, ¿por qué no Carolina del Norte?
Vio cómo el inversor alineaba el taco. Formaba parte de aquella tribu tan especial de sureños con tres apellidos y un número en cifras romanas. Se llamaba Safford, Safford Montague McGrath III, y tenía sangre escocesa e irlandesa; era alto, rubio y delgado, todo un ejemplar de nobleza sureña. Dicho de otro modo, era un incauto.
McGrath se jactaba de ser un experto en los mecanismos de Washington, pero se notaba a la legua que era un paleto de armas tomar. Crawley tenía la corazonada de que discutiría por los honorarios hasta el agotamiento. Era el típico hombre de negocios que tenía que acabar una negociación pudiendo presumir de haber hecho morder el polvo a su contrincante, de lo contrario no se le levantaría en casa.
—¿Y el senador Stratham? ¿Cómo está? —preguntó, como si le conociera de algo.
—Muy bien, muy bien.
Seguro que en aquel momento Stratham estaba disfrutando de una buena comida compuesta de potitos de puré de guisante y un complemento alimenticio Ensure bebido con pajita. Lo cierto era que Crawley jamás había trabajado con el viejo senador; le había comprado la empresa (Stratham & Co.) cuando este se jubiló. De ese modo había adquirido una pátina de respetabilidad, un eslabón que le unía con los viejos tiempos y que le permitía diferenciarse del resto de bufetes de presión de la calle K que habían proliferado tras las últimas elecciones.
La siguiente bola de McGrath rozó la esquina, cambió de trayectoria junto a la tronera y se fue por el fieltro. McGrath se irguió sin decir nada, con los labios apretados.
Crawley era capaz de ganarle con los ojos cerrados, pero no le interesaba hacerlo. No, lo mejor era llevarle una pequeña delantera hasta el final, perder en el último momento, y luego cerrar el acuerdo aprovechando la emoción de la victoria.
Falló la siguiente jugada por el suficiente margen para darle verosimilitud.
—Por poco —dijo McGrath.
Chupó un buen rato el puro, lo dejó en el cenicero de mármol, suspiró, se agachó y apuntó. A continuación tiró. Estaba claro que se consideraba un as del billar, pero le faltaba finura para el snooker. De todos modos, como lo tenía fácil, metió la bola.
—¡Uau! —exclamó Crawley—. Me estás haciendo sudar, Safford.
En ese momento entró un empleado con una nota sobre una bandeja de plata.
—¿Señor Crawley?
Crawley la cogió con una reverencia, sonriendo porque la dirección del club seguía usando a todo un ejército de negros chapados a la antigua que iban arriba y abajo con notas en bandejas de plata. Muy de antes de la guerra de Secesión. Recibir una nota en una bandeja de plata daba mil vueltas a hurgar en el bolsillo en busca de un móvil que sonaba sin parar.
—Perdona, Safford.
Desdobló la nota. Decía: «Delbert Yazzie, presidente de la nación navajo, 11.35 de la mañana. Por favor, llame lo antes posible». Debajo había un número.
Cuando Crawley le hacía la corte a un posible cliente, le gustaba dejar claro que tenía como mínimo otro cliente más importante. Cuando alguien se creía el cliente número uno, le despreciaba.
—Lo siento muchísimo, Safford, pero tengo que contestar a esta llamada. Mientras tanto pide una ronda de martinis.
Entró en una de las cabinas viejas de madera de roble que había en todos los pisos, cerró la puerta y marcó el número. Delbert Yazzie no tardó casi nada en ponerse.
—¿El señor Booker Crawley?
La voz del navajo sonaba débil, vieja y temblorosa, como si llegara de Tombuctú.
—¿Qué tal, señor Yazzie?
Crawley adoptó un tono amistoso, pero claramente frío. Hubo un silencio.
—Parece que ha habido un imprevisto. ¿Se ha enterado de lo del predicador, Don T. Spates?
—¡Desde luego!
—Incluso los nuestros están revolucionados con el sermón. Ya sabe usted que en la nación navajo hay mucha actividad misionera. Ahora me han dicho que en Washington también puede estar causando problemas.
—Es cierto. Los está causando —reconoció Crawley.
—Lo considero una grave amenaza para el proyecto Isabella.
—Totalmente de acuerdo.
Crawley sintió el sabor de la victoria. No hacía ni una semana que había llamado a Spates. Sería uno de los golpes maestros de su carrera.
—¿Y qué podríamos hacer, señor Crawley? Dejó que el silencio se prolongara.
—Pues… No sé si puedo hacer algo. Tenía la impresión de que ya no necesitaban mis servicios.
—Nuestro contrato con usted no vence hasta dentro de seis semanas. Le hemos pagado hasta el 1 de noviembre.
—Señor Yazzie, esto no es el alquiler de un piso. En Washington las cosas no van así. Lo siento. Desgraciadamente, nuestro trabajo en el proyecto Isabella ha terminado.
Ruidos en la línea.
—Perder las compensaciones del gobierno por el proyecto Isabella sería un duro golpe para la nación navajo.
Crawley sostuvo el auricular sin decir nada.
—Me han dicho que Spates volverá a atacar el proyecto en su programa de mañana por la noche, y corren rumores de que el Isabella tiene problemas. Uno de los científicos se ha suicidado. Señor Crawley, consultaré al consejo tribal para ver si es posible renovar su contrato. Creo que necesitaremos su ayuda.
—Lo siento mucho, señor Yazzie, pero ya hemos llenado el hueco con otro cliente. De verdad que lo lamento. No se lo tome mal, pero ya se lo advertí. No se imagina cuánto lo siento, personal y profesionalmente. Deberían encontrar algún otro bufete que se encargue del caso. Yo le podría recomendar algunos.
La línea telefónica escupía ruidos al silencio. Crawley oyó un murmullo de conversaciones en la estática. Por Dios, ¿qué sistema de telefonía utilizaban? Seguro que aún usaban las líneas de telégrafo tendidas por Kit Carson.
—Cualquier otro bufete tardaría demasiado en ponerse al día. Necesitamos a Crawley & Stratham. Le necesitamos a usted.
«Le necesitamos a usted». Le sonaba a música celestial.
—Lo siento muchísimo, señor Yazzie, pero este tipo de trabajo implica mucho trato directo con el cliente; es muy intenso, y a nosotros no nos queda un solo hueco. Volver a… Requeriría contratar a más personas, quizá incluso alquilar otro local.
—Estaríamos encantados de…
Crawley interrumpió a Yazzie.
—Lo siento mucho, señor Yazzie, de verdad, pero me ha pillado justo antes de una comida importante de trabajo. ¿Sería tan amable de llamarme el lunes por la tarde, digamos que a las cuatro, hora del este? Ardo en deseos de ayudarles, se lo aseguro. Le prometo pensarlo detenidamente. Mañana por la noche miraré el programa de Spates. Les aconsejo que hagan lo mismo, usted y el consejo tribal, para poder formarnos una idea más clara de con qué nos enfrentamos. Ya hablaremos el lunes.
Al salir de la cabina, se paró a encender otra vez el puro, y a darle una larga calada. Su perfume era dulce y embriagador. Todo el consejo tribal mirando el programa… ¡Fantástico! Más le valía a Spates hacerlo bien.
Volvió al salón de billar dejando un rastro de humo, con la sensación de medir más de dos metros, pero al ver a Safford inclinado sobre la mesa, examinando todos los ángulos, tuvo una punzada de irritación. Era el momento de cortar por lo sano.
Le tocaba a Crawley. Safford había cometido la tontería de poner la bola blanca donde se podía hacer snooker.
La partida terminó en cinco minutos. Safford se llevó una paliza.
—¡Vaya! —dijo el inversor, sonriendo deportivamente—. Me lo pensaré mucho antes de jugar otra partida de billar contigo, Booker. —Soltó una risita artificial—. Bueno, hablemos de los honorarios —dijo, cambiando al modo Solo ante el peligro—. Las cantidades que exponías en tu carta no podemos planteárnoslas de ninguna manera. No entran en nuestro presupuesto. Y para serte franco, tampoco parecen ajustadas a la cantidad de trabajo necesario.
Crawley guardó el taco y tiró el puro al cubo de arena. Pasando al lado del martini sin tomarse la molestia de cogerlo, dijo sin mirar hacia atrás:
—Lo lamento, Safford, pero no puedo comer contigo. Me ha surgido algo urgente.
Entonces sí que se volvió, para regodearse con la expresión del promotor. Con su taco, su puro y su martini, parecía que le hubieran dado una colleja.
—Llámame si cambiáis de opinión sobre los honorarios —añadió al salir.
Aquella noche, seguro que a Safford Montague McGrath III no se le levantaría.