Tras dormir un poco, y comer tarde, Ford fue al establo. Tenía cosas importantes de las que tratar con Kate. Ella se había sincerado con él. Ahora le tocaba a él decirle la verdad.
La encontró llenando los abrevaderos con una manguera. Kate levantó la cabeza. Seguía tan pálida a causa de la preocupación que tenía la piel casi traslúcida.
—Gracias por responder de mí —dijo Ford—. Siento haberte puesto en una situación incómoda.
Ella sacudió la cabeza.
—No pasa nada. La verdad es que es un alivio no tener que seguir escondiéndotelo.
Ford se quedó en la puerta, invocando el coraje necesario para decírselo. Kate no se lo tomaría nada bien. Le faltó valor. Ya se lo diría más tarde, cuando montaran a caballo.
—Gracias a Melissa, todos creen que nos estamos acostando. —Kate le miró—. Es incorregible. Primero persigue a Innes, después a Dolby, y ahora a ti. Lo que necesita es un buen polvo. —Sonrió sin fuerzas—. Quizá sería mejor que os reunierais los tres y lo echaseis a suertes.
—No, gracias.
Ford se sentó sobre una bala de heno. Dentro del establo se estaba fresco. Flotaban motas de polvo en el aire. En el altavoz volvía a sonar Blondie.
—Wy man, perdona por haber estado tan desagradable cuando llegaste. Me alegro de que estés aquí. Nunca me gustó cómo rompimos.
—Fue bastante horrible.
—Éramos jóvenes y tontos. Desde entonces he madurado mucho, y cuando digo mucho, quiero decir mucho.
Ford deseó no haber leído su dossier, consciente de lo mucho que debía de haber sufrido todos aquellos años.
—Yo también.
Kate levantó los brazos y los dejó caer.
—Pues nada, aquí estamos. Otra vez.
Se la veía tan esperanzada, allí entre el polvo del establo, con briznas de paja en el pelo… Y tan arrebatadoramente guapa…
—¿Vienes a dar un paseo a caballo? —preguntó él—. Voy a hacerle otra visita a Begay.
—Es que tengo mucho trabajo…
—La última vez formamos un buen equipo.
Kate se echó el pelo hacia atrás y le miró; fue una mirada larga, inquisitiva.
—De acuerdo —dijo finalmente.
Montaron y salieron hacia el oeste, hacia los precipicios de arenisca del borde del valle. Kate iba en cabeza; su cuerpo esbelto se fundía con el del caballo con naturalidad, acompañando el vaivén de la montura de una manera rítmica casi erótica. Llevaba un sombrero australiano de vaquero desgastado, y el viento jugaba con su pelo negro.
«¿Cómo se lo digo, Dios mío?».
Al acercarse al borde de la mesa, donde el Camino de Medianoche bajaba por un corte en la roca, Ford se puso al lado de Kate. Se pararon a seis metros del borde del precipicio. Kate contemplaba el horizonte con preocupación. De abajo llegaban bruscas ráfagas de viento, que llevaban consigo una nube invisible de arena. Ford escupió la arena y cambió de postura en la silla de montar.
—¿Todavía piensas en lo sucedido anoche? —le preguntó.
—No puedo quitármelo de la cabeza. Wyman, ¿cómo pudo adivinar los números?
—No lo sé.
Kate miraba el gran desierto rojo, que se extendía hasta las montañas azules coronadas de castillos de nubes.
—Viendo esto —murmuró— no es muy difícil creer en Dios. Quién sabe, quizá sí estamos hablando con Él.
Se apartó el pelo y sonrió a Ford, avergonzada.
Ford estaba sorprendido. Aquella Kate no se parecía en nada a la convencida atea del doctorado. Volvió a preguntarse qué le habría sucedido durante aquellos dos años en los que había desaparecido.