Al llegar a su casa, Ford cerró con llave, corrió las cortinas, sacó el maletín del archivador e introdujo la combinación.
«¡Duerme, hombre, duerme!», le gritaba su cuerpo, pero lo que hizo fue sacar del maletín su ordenador portátil y el mensaje de Volkonski. Cruzó las piernas sobre la cama, apoyando la espalda en el cabezal de madera y con el ordenador sobre las piernas. Después abrió un editor hexadecimal y empezó a teclear números y letras en un archivo de datos. Para trabajar con la misteriosa nota, antes había que introducir el código hexadecimal.
El código podía ser cualquier cosa: un programa corto, un archivo de datos o de texto, una foto pequeña, las primeras notas de la Quinta de Beethoven… Hasta una clave privada RSA, en cuyo caso no serviría de nada, puesto que el FBI se había llevado el ordenador personal de Volkonski.
Al cabo de un rato, vencido por el sueño, se cayó hacia delante y tiró el ordenador. Al despertarse por el sobresalto fue a la cocina para hacer café. Llevaba casi cuarenta y ocho horas sin dormir.
Mientras echaba la última cucharada en el filtro, sintió una punzada en el estómago que le hizo reflexionar sobre la cantidad de café que se estaba metiendo en el cuerpo desde hacía unos días. Entonces apartó la cafetera y buscó en el armario hasta que encontró una caja de té verde orgánico, al fondo de todo. Dos bolsitas, diez minutos en remojo, y volvió al dormitorio con una taza de líquido verde. Tecleó el resto del código entre grandes sorbos de té caliente y amargo.
Tenía ganas de acabar pronto, para poder echar una cabezadita antes de bajar a Blackhorse para su última entrevista con Begay antes de la manifestación, pero se le desenfocaba la vista al pasar de la pantalla al papel, y tenía que corregir constantemente.
Hizo el esfuerzo de ir más despacio.
A las diez y media ya había terminado. Se apoyó en el cabecero y comparó el archivo de datos con la nota. Todo parecía correcto. Guardó el archivo y pulsó el botón de conversión hexadecimal-binario.
El código hexadecimal apareció inmediatamente en forma de archivo binario, un gran bloque de ceros y unos.
Siguiendo una corazonada, activó el módulo de conversión binario-ASCII, y cuál no fue su sorpresa al ver aparecer en la pantalla un mensaje en texto normal:
Felicidades, seas quien seas.
¡Ja, ja! Tienes un cociente intelectual ligeramente superior al de idiota humano normal.
Bueno, me largo del manicomio este y me vuelvo a mi casa. Me sentaré delante de tele con botella de vodka helado y porro y miraré monos dando golpes a barrotes de la jaula.
¡Ja, ja! Y puede que escribo carta larga a tía Natasha.
Sé la verdad, tonto. A mí no me engaña esta locura.
Para demostrarlo solo te doy un nombre: Joe Blitz.
¡Ja, ja!
P.Volkonski
Leyó dos veces el mensaje antes de apoyarse en el cabecero. ¿A qué locura se refería? ¿Al malware? ¿Al Isabella? ¿A los propios científicos? ¿Por qué había escondido el mensaje en clave, en vez de limitarse a dejar una simple nota?
¿Y Joe Blitz?
Al buscar el nombre en Google, aparecieron un millón de respuestas. Echó un vistazo a las primeras, pero no descubrió ninguna relación evidente.
Sacó el teléfono vía satélite del maletín y se quedó mirándolo. Había inducido a Lockwood a error. No, le había mentido. Y ahora le prometía a Hazelius no mencionar el malware.
¡Por todos los demonios! ¿Cómo pudo pensar que después de dos años en el monasterio sería capaz de volver como si nada a las mentiras y engaños de su época en la CIA? Al menos podía explicarle a Lockwood lo de la nota. Quizá Lockwood tuviera alguna idea sobre el misterioso Joe Blitz. Marcó su número.
—Ya han pasado más de veinticuatro horas —contestó irritado Lockwood, saltándose el saludo de rigor—. ¿Qué estabas haciendo?
—La otra noche, en casa de Volkonski, encontré una nota que me ha parecido que podía interesarte.
—¿Por qué no me lo dijiste ayer?
—Solo era un trozo de papel con un código informático. No sabía que fuera importante, pero he conseguido descodificarlo.
—¿Y qué ponía?
Ford leyó la nota por teléfono.
—¿Se puede saber quién es el Joe Blitz este? —preguntó Lockwood.
—Esperaba que tú lo supieras.
—Ordenaré a mi equipo que lo investigue. Y también a tía Natasha.
Ford colgó despacio. También se había fijado en otra cosa: la nota no parecía en absoluto escrita por alguien a punto de suicidarse.