Apoyado en el respaldo de su sillón de director, Booker Crawley observó a los cinco hombres sentados en torno a la mesa de reuniones de madera de bubinga. Había aprendido que las apariencias no engañan, al menos en la mayoría de los casos. Miró al que tenía justo enfrente, un tal Delbert Yazzie (¡qué nombre tan ridículo!). Se fijó en sus ojos llorosos, su expresión triste, el traje de confección, el cinturón con la hebilla cargada de plata y turquesas y las botas de vaquero, a las que habían cambiado las suelas en más de una ocasión. En definitiva, se le veía manejable. Era un paleto, un indio de pueblo disfrazado de vaquero, a quien por alguna razón habían elegido nuevo presidente de lo que llamaban «nación navajo». Trabajo anterior: conserje de colegio. Crawley tendría que explicarle que en Washington era costumbre pedir cita, no presentarse por las buenas, y menos un domingo por la mañana.
Los hombres sentados a la izquierda y a la derecha de Yazzie formaban algo llamado «consejo tribal». Había uno que parecía salido de una película de indios: pelo largo con moño, camisa india de terciopelo con botones plateados, y un collar de turquesas. Dos de los otros tres llevaban trajes de JCPenney, y el quinto, sospechosamente blanco, un Armani. Con ese habría que tener cuidado.
—¡Bien! —empezó Crawley—, encantado de conocer al nuevo jefe de la nación navajo. ¡No sabía que estuviera en la ciudad! Felicidades por su elección, a usted y a todos los miembros del consejo tribal. ¡Bienvenidos!
—Encantados de estar aquí, señor Crawley —dijo Yazzie, con voz grave y neutra.
—¡Llámeme Booker, por favor!
Yazzie inclinó la cabeza, pero no lo animó a que lo llamara por su nombre de pila. «No me sorprende —pensó Crawley—. Llamándose Delbert…».
—¿Les apetece algo de beber? ¿Café? ¿Té? ¿Pellegrino?
Todos querían café. Crawley pulsó un botón y lo pidió. Pocos minutos después entró su ayudante, empujando un carrito con una cafetera de plata, una jarrita de leche, un azucarero y varias tazas. Crawley se estremeció al ver cómo Yazzie echaba una cucharada tras otra de azúcar en el café: cinco en total.
—Personalmente ha sido un gran placer colaborar con la nación navajo —prosiguió—. Ahora que el Isabella está a punto de empezar a funcionar, es el momento de que lo celebremos. Para nosotros tiene mucho valor la relación con el pueblo navajo. Nos gustaría seguir colaborando con ustedes durante mucho tiempo.
Se apoyó en el respaldo y esperó, sonriendo amistosamente.
—La nación navajo le da las gracias, señor Crawley.
Gestos de aquiescencia y murmullos en toda la mesa.
—Le agradecemos todo lo que ha hecho —continuó Yazzie—. La nación navajo se siente muy satisfecha de poder hacer una contribución tan importante a la ciencia americana.
Hablaba despacio, como si se lo hubiera aprendido de memoria. Crawley sintió que se formaba un nudo frío en algún lugar de sus vísceras. Quizá pretendían sacar más tajada. Podían intentarlo, pero no tenían ni idea de a quién tenían delante. ¡Menuda pandilla de desarrapados!
—Ha sido usted muy eficiente al buscar un emplazamiento para el Isabella en nuestras tierras y negociar condiciones justas con el gobierno —siguió diciendo Yazzie, dirigiendo hacia Crawley sus ojos soñolientos, pero sin mirarle del todo—. Ha hecho lo que dijo que haría, y eso es algo nuevo en nuestra experiencia con Washington. Ha cumplido sus promesas.
Pero bueno, ¿por qué habían venido?
—Gracias, señor presidente. Es usted muy amable. Me alegro mucho de oírlo. Tiene usted toda la razón; siempre cumplimos. Debo decirle, con toda franqueza, que el proyecto acarreaba mucho trabajo. Si se me permite felicitarme un poco a mí mismo, ha sido una de las campañas de presión más arduas en las que he participado. Pero lo hemos conseguido, ¿verdad?
Crawley sonrió de oreja a oreja.
—Sí. Esperamos que la compensación que ha recibido sea una justa remuneración para su trabajo.
—La verdad es que, en lo que a nosotros respecta, el proyecto ha salido bastante más caro de lo que preveíamos. ¡Mi contable lleva varias semanas de muy mal humor! Pero ayudar a la ciencia americana a la vez que se crean empleos y oportunidades para la nación navajo no es algo que pase cada día.
—Lo cual me lleva al motivo de nuestra visita.
Crowley bebió un sorbo de su taza de café.
—Perfecto. Estaré encantado de escucharle.
—Ahora que ya está todo hecho, y que el Isabella ya funciona, no vemos la necesidad de seguir recurriendo a sus servicios. A finales de octubre, cuando venza nuestro contrato con Crawley & Stratham, no lo renovaremos.
Yazzie había sido tan directo, tan poco sutil, que Crawley tardó un momento en recuperarse. Aun así no dejó de sonreír.
—Vaya, no sabe cuánto lo lamento —dijo—. ¿Es por algo que hayamos hecho o dejado de hacer?
—No, es solo por lo que le he dicho: que ha finalizado el proyecto. ¿Qué sentido tiene seguir presionando?
Crawley respiró hondo y dejó la taza sobre la mesa.
—Entiendo su postura; a fin de cuentas Window Rock está muy lejos de Washington. —Se inclinó y bajó la voz—. Permítame decirle algo, señor presidente: en esta ciudad nunca hay nada acabado. De hecho el Isabella todavía no está en funcionamiento, y ya conoce el refrán: del dicho al hecho hay un trecho. Nuestros enemigos, los de ustedes, nunca se han rendido. En el Congreso todavía hay mucha gente que arde en deseos de enterrar este proyecto. En Washington las cosas funcionan así; no se perdona ni se olvida. Mañana mismo podrían aprobar una ley que cortase el presupuesto del Isabella. También podrían renegociarse los pagos del arrendamiento. Ustedes, señor Yazzie, necesitan un amigo, y ese amigo soy yo. Soy la persona que ha cumplido sus promesas. Si espera hasta que lleguen las malas noticias a Window Rock, será demasiado tarde.
Miró atentamente sus caras, pero no apreció ninguna reacción.
—Les aconsejo encarecidamente que renueven el contrato por lo menos durante seis meses, como una especie de seguro.
El tal Yazzie era más inescrutable que un chino. Crawley lamentó no estar tratando con el anterior presidente, un hombre al que le gustaba la carne poco hecha, los martinis secos y las mujeres con los labios muy pintados. Era una lástima que le hubieran pillado con las manos en la caja de la tribu.
Finalmente Yazzie respondió.
—Tenemos necesidades muy acuciantes, señor Crawley: colegios, empleos, hospitales, espacios donde puedan divertirse nuestros jóvenes. Solo el seis por ciento de nuestras carreteras están asfaltadas.
Crawley conservó la sonrisa, como si le hicieran una foto. Malditos desagradecidos… Ellos cobrarían seis millones al año hasta el día del juicio final, mientras que él no se llevaría ni un céntimo. Además, no había dicho ninguna mentira; aquel encargo había sido durísimo desde el primer momento.
—En caso de que el dicho no se convirtiera en hecho —añadió Yazzie con su voz lenta y adormilada—, volveríamos a recurrir a sus servicios.
—Señor Yazzie, somos un bufete pequeño y exclusivo. Lo llevamos entre mi socio y yo. Aceptamos pocos clientes, y la lista de espera es larga. Si se van, el hueco se llenará enseguida. Y si después ocurre algo y vuelven a necesitar nuestros servicios…
—Nos arriesgaremos —dijo Yazzie con una sequedad que a Crawley le escoció.
—Yo le propongo, o mejor dicho le aconsejo encarecidamente, que alargue seis meses el contrato. Incluso podríamos estudiar la posibilidad de renovarlo rebajando al cincuenta por ciento nuestros honorarios. Al menos así no perderían la silla.
El líder tribal le miró fijamente.
—Han recibido una sustanciosa remuneración. Quince millones de dólares es mucho dinero. Si miramos las horas facturadas y los gastos, surge más de una pregunta, pero de momento eso no nos quita el sueño. Lo han hecho bien, y se lo agradecemos. Con eso está todo dicho.
Yazzie se levantó. También lo hicieron los demás.
—¡Al menos quédense a comer, señor Yazzie! Invito yo, por supuesto. Justo al lado de la calle K hay un nuevo restaurante francés buenísimo, Le Zinc. Lo lleva un antiguo compañero de la universidad, y sirven un bistec au poivre y un dry martini inmejorables.
Nunca había visto a un indio que rechazara una copa.
—Gracias, pero nos queda mucho que hacer en Washington, y no tenemos tiempo.
Yazzie tendió la mano.
Crawley no podía creerlo. Iban a irse así, por las buenas.
Se levantó para acompañarlos, repartiendo flácidos apretones de manos. Cuando se quedó solo, apoyó todo el peso de su cuerpo en la gran puerta de palisandro del despacho. Se le retorcía el estómago de rabia. Ni un aviso, ni una carta, ni una llamada telefónica; ni siquiera una cita. Se habían limitado a presentarse en el despacho, dejarle sin trabajo e irse diciendo: «Ya te apañarás». ¡Y encima insinuaban que les había timado! Después de cuatro años, y de quince millones de dólares, les había conseguido la gallina de los huevos de oro. ¿Y cómo le correspondían? Cortándole la cabellera, y abandonándolo a los buitres. En la calle K, las cosas no se hacían así, no señor. A los amigos se les cuidaba.
Se irguió. Booker Hamlin Crawley no era un hombre al que tumbaran al primer puñetazo. Estaba decidido a contraatacar. Incluso se le estaba ocurriendo una idea. Fue al despacho del fondo, cerró la puerta con llave y sacó un teléfono del último cajón del escritorio. Era una línea de telefonía fija, a nombre de una vieja loca de la residencia de la esquina y que pagaba con una tarjeta de crédito que ni siquiera sabía que tenía. Crawley casi nunca la usaba.
Se paró después de marcar el primer dígito, interpelado por un vago recuerdo, un mero destello sobre el cómo y el porqué de su llegada a Washington, cuando aún era joven y estaba lleno de ideas y esperanzas. Un momento de náuseas dejó paso a otro de rabia. No estaba dispuesto a caer en el único pecado mortal de Washington: la debilidad.
Marcó el resto del número.
—¿Podría ponerme con el reverendo Don T. Spates?
Fue una llamada breve, muy agradable y hecha en el momento justo. Pulsó el botón de colgar regodeándose en su inteligencia. En menos de un mes volvería a tener en su despacho a aquellos salvajes que montaban a pelo, suplicándole que volviera a aceptarlos, y por el doble de sus honorarios.
Sus labios, húmedos y gruesos, temblaron de satisfacción e impaciencia.