29

De camino a casa, Ford oyó que le llamaban por su nombre y se volvió. La silueta baja y delgada de Hazelius se acercó rápidamente.

—Lo de esta noche debe de haberte impresionado bastante —dijo el director al alcanzarle.

—Sí.

—¿Tú qué opinas?

Hazelius ladeó un poco la cabeza, mirando a Ford de soslayo. Le observaba como a través de un microscopio.

—Creo que no informar enseguida fue meterse en camisa de once varas.

—Lo hecho, hecho está. Me alivia que Kate te lo contase todo. No me gustaba engañarte. Espero que entiendas la razón de que no nos hubiéramos sincerado contigo.

Ford asintió con la cabeza.

—Sé que le prometiste a Kate guardar el secreto.

Hazelius hizo una pausa elocuente.

Ford no se atrevió a decir nada. Ya no se fiaba de que supiera mentir.

—¿Tienes un momento? —le preguntó Hazelius—. Quiero enseñarte las ruinas indias del valle que están causando la polémica. De paso podremos hablar un poco.

Cruzaron la carretera y subieron por un camino entre los álamos que les hizo ascender rápidamente por el cauce seco de un arroyo que salía de Nakai Wash. Ford sintió que su cuerpo y sus sentidos revivían después de una noche agotadora. A ambos lados del cauce, las paredes de arenisca se fueron estrechando hasta que fue posible tocar los sinuosos dibujos dejados en la piedra blanda por el antiguo paso de las aguas. Por encima del borde pasó volando un águila real, de una envergadura igual a la estatura de Ford. Se pararon a mirarla. Cuando se hubo ido, Hazelius tocó el hombro de Ford y señaló hacia arriba. A unos quince o veinte metros, sobre una repisa en la ladera de arenisca del cañón, había una pequeña ruina anasazi, a la que se accedía por un antiguo camino cortado en la piedra.

—De joven —dijo Hazelius en voz baja— yo era muy arrogante. Me tenía por más inteligente que los demás, y pensaba que eso me hacía mejor persona, más valioso que los que nacían con una inteligencia normal. No sabía en qué creía, ni tampoco me importaba. Vivía al día, acumulando pruebas de mi valor: un Nobel, la Fields, doctorados honoris causa, honores, dinero a espuertas… Veía a los demás como figurantes en una película protagonizada por mí. Hasta que conocí a Astrid.

Hizo una pausa al llegar al pie del antiguo camino que ascendía por la roca.

—Astrid es la única persona del mundo de la que me he enamorado de verdad, la única que me sacó de mí mismo —prosiguió—. Y un día murió. Tan joven y tan llena de vida, y murió en mis brazos. Cuando me quedé sin ella creí que era el fin del mundo.

Hizo otra pausa.

—Es difícil que lo entienda alguien que no lo ha vivido.

—Yo sí lo he vivido —dijo Ford, casi sin querer.

Una vez más, el cruel frío de la pérdida envolvió su corazón, estrujándolo.

Hazelius apoyó una mano en la arenisca.

—¿Perdiste a tu mujer?

Ford asintió con la cabeza, sorprendido de contarle a Hazelius cosas que no le confesaba ni a su propio psicoanalista.

—¿Y cómo lo superaste?

—No lo hice. Me escondí en un monasterio.

Hazelius se acercó un poco más.

—¿Eres creyente?

—Pues… no lo sé. La muerte de mi esposa hizo que mi fe se tambaleara. Tenía que averiguar cuál era mi situación. En qué creía.

—¿Y?

—Cuanto más me esforzaba, menos convencido estaba. Pero fue positivo descubrir que nunca estaría seguro. Que no era un verdadero creyente.

—Es posible que ninguna persona racional e inteligente pueda estar totalmente segura de su fe —dijo Hazelius—. O en mi caso, de su falta de fe. Quién sabe si el Dios de Eddy existe; un ser vengativo, sádico, genocida y dispuesto a quemar a todos los que no crean en él.

—Cuando murió tu mujer —preguntó Ford—, ¿cómo lo superaste?

—Decidí devolver al mundo algo de lo que me había dado; como era físico, se me ocurrió la idea del Isabella. Mi mujer siempre decía: «Si la persona más inteligente de la tierra no puede averiguar de dónde venimos, ¿quién podrá?». El proyecto Isabella es mi tentativa de contestar a esa pregunta, y a muchas otras. Es mi profesión de fe.

Ford vio una cría de lagartija aferrada a la pared de piedra en una mancha de sol. El águila seguía volando, aunque no se la viera, y sus gritos agudos reverberaban en los precipicios.

—Wyman —dijo Hazelius—, si se divulgase el problema con el hacker, el proyecto Isabella se vendría abajo, arruinaría nuestras carreras y retrasaría una generación la ciencia americana. Te das cuenta, ¿verdad?

Ford no dijo nada.

—Te pido por favor, de todo corazón, que no divulgues el problema hasta que hayamos tenido la oportunidad de resolverlo. Nos destruiría a todos, incluida Kate.

Ford le miró incisivamente.

—Sí, me he dado cuenta de que hay algo entre vosotros —añadió Hazelius—, algo bueno; algo sagrado, si me permites la palabra. «Ojalá fuera verdad», se dijo Ford.

—Danos cuarenta y ocho horas más para solucionar el problema y salvar el proyecto Isabella. Te lo suplico.

Ford se preguntó si aquel hombre menudo y ardoroso sabía o intuía su auténtica misión. Casi lo parecía.

—Cuarenta y ocho horas —repitió Hazelius en voz baja.

—De acuerdo —otorgó Ford.

—Gracias —dijo Hazelius, ronco de emoción—. Vamos, sigamos subiendo.

Ford apoyó las manos en los escalones y siguió despacio a Hazelius por el camino traicionero. Los escalones estaban tan desgastados por las inclemencias, que había que hacer un gran esfuerzo para que no resbalasen los dedos y los pies.

Cuando llegaron a las ruinas se detuvieron a tomar aliento en la repisa que había delante de la puerta.

—Mira.

Hazelius señaló el punto en el que un antiguo habitante del lugar había alisado una capa de barro sobre la pared de piedra. Casi se había caído todo el revoque, pero cerca del dintel de madera, sobre el barro seco, quedaban huellas de manos.

—Si te fijas, verás las volutas de las huellas dactilares —dijo Hazelius—. Tienen mil años, pero es lo único que queda de aquella persona.

Volvió el rostro hacia el horizonte azul.

—La muerte es así. Un día… ¡pum! Ya no queda nada. Recuerdos, esperanzas, sueños, casas, amores, propiedades, dinero… Nada. Nuestros parientes y amigos lloran un poco, organizan una ceremonia y siguen viviendo su vida. Nos convertimos en fotos descoloridas dentro de un álbum. Luego, mueren las personas que quisimos, y las que las quisieron a ellas, y en poco tiempo ya no queda ningún recuerdo de nosotros. Seguro que has visto esos álbumes que suelen tener las tiendas de antigüedades, llenos de gente vestida con ropa del siglo XIX: hombres, mujeres, niños… Ahora ya nadie sabe quiénes eran. Como la persona que dejó esta huella. Muertos y olvidados. ¿Para qué?

—Me gustaría saberlo —dijo Ford.

A pesar de que el calor iba en aumento, Ford sintió un escalofrío al bajar por el camino, afectado hasta la médula por el sentimiento de su mortalidad.