26

Después de un trago amargo, con el que apuró la taza de café, Ford miró su reloj: casi medianoche. La prueba había sido tediosa e interminable, horas y horas de ajustes y manipulaciones que se hacían eternos. Mientras veía trabajar a los demás, se preguntaba si estaría entre ellos el saboteador. Hazelius se acercó.

—Vamos a poner en contacto los dos haces. Permanece atento al visualizador; es aquella pantalla de delante.

El físico murmuró una orden. Al cabo de un momento apareció un punto de luz intensa en el centro de la pantalla, seguido por un parpadeo de colores que irradiaban hacia fuera.

Ford señaló la pantalla con la cabeza.

—¿Qué representan esos colores?

—El ordenador traduce en imágenes las colisiones de partículas en CCero. Cada color representa un tipo de partícula. Las franjas son niveles de energía, y las formas centrífugas son las trayectorias de las partículas al salir de CCero. Así podemos ver de un vistazo todo lo que pasa, sin tener que mirar tantos números.

—Muy inteligente.

—Se le ocurrió a Volkonski.

Hazelius hizo una mueca de tristeza.

Se oyó la voz de Ken Dolby.

—Noventa por ciento de potencia.

Hazelius levantó su taza de café, medio vacía.

—¿Te traigo otra?

Ford hizo una mueca.

—¿Por qué no instaláis una máquina de café como Dios manda?

Hazelius se rio entre dientes. Nadie más hablaba; todos estaban ocupados, a excepción de Innes, que daba vueltas sin nada que hacer, y de Edelstein, sentado en un rincón con su Finnegans Wake. Al lado de la puerta, las cajas de pizza congelada de la cena casi no cabían en la papelera. La botella de Veuve Clicquot todavía estaba apoyada en la pared.

Habían sido doce largas horas, con momentos insoportablemente aburridos puntuados por cortas explosiones de actividad frenética, siempre seguidas de nuevo por el tedio.

—Haz estable y colimado. Luminosidad, catorce coma nueve TeV —dijo Rae Chen, encorvada sobre el teclado, formando una especie de cortina irregular sobre las teclas con su pelo azabache.

Ford caminó un poco por la parte elevada del Puente; al pasar junto a Wardlaw, que tenía su propio puesto de control, le sorprendió una mirada un poco hostil, a la que respondió con una sonrisa fría. Wardlaw esperaba y observaba.

Oyó la voz serena de Hazelius.

—Sube a noventa y cinco, Rae.

Se escuchó un ruido de teclas en el silencio.

—El haz se mantiene estable —dijo Chen.

—Harlan, ¿cómo vamos de corriente?

St. Vincent mostró su cara de duende.

—Entra como una riada, potente y sin sobresaltos.

—¿Michael?

—De momento bien, sin anomalías.

La retahíla de murmullos prosiguió mientras Hazelius pedía el parte a todos, antes de repetir el proceso. Llevaban varias horas de ese modo, aunque Ford se dio cuenta de que empezaba a aumentar la emoción.

—Noventa y cinco por ciento de potencia —dijo Dolby.

—Haz estable, colimado.

—Luminosidad diecisiete TeV.

—Bueno, chicos, nos aproximamos a territorio desconocido —dijo Chen, tocando varios controles.

—Cuidado con los monstruos —dijo Hazelius.

La pantalla, llena de colores como una flor que se abriese sin cesar, hipnotizó a Ford. Echó un vistazo a Kate, que trabajaba silenciosamente a un lado, con un Power Mac en red. Reconoció el programa: el Wolfram Mathematica. En la pantalla había un objeto complicado, envolvente. Se acercó y miró por encima de su hombro.

—¿Interrumpo?

Ella suspiró y se volvió.

—La verdad es que no. Ya estaba a punto de apagarlo y mirar los preparativos finales.

—¿Qué es?

Ford señalaba la pantalla con la cabeza.

—Un espacio de Kaluza-Klein de once dimensiones. Estaba haciendo cálculos sobre mini agujeros negros.

—Me habían dicho que el Isabella investigaría la posibilidad de generar electricidad usando mini agujeros negros.

—Sí, es uno de los cuatro proyectos que tenemos… si conseguimos que funcione la máquina.

—¿Cómo lo haríais?

Sorprendió una mirada entre Kate y Hazelius, nerviosa y fugaz.

—Resulta que el Isabella tendría suficiente potencia para crear agujeros negros en miniatura. Stephen Hawking ha demostrado que los mini agujeros negros se evaporan al cabo de algunas billonésimas de segundo, desprendiendo energía.

—Es decir, que explotan.

—Exacto. La idea es intentar aprovechar esa energía.

—¿O sea, que existe la posibilidad de que el Isabella cree un agujero negro que explote?

Kate agitó una mano.

—No exactamente. Los agujeros negros que crearía el Isabella, en el supuesto de que crease alguno, serían tan pequeños que desaparecerían en una billonésima de segundo, por lo que desprenderían mucha menos energía que cuando revienta una pompa de jabón, por ejemplo.

—Pero ¿la explosión podría ser más fuerte?

—Difícilmente. Supongo que es posible que si el agujero negro en miniatura durase aproximadamente un par de segundos, fuera adquiriendo masa y luego… explotase.

—¿Qué fuerza tendría la explosión?

—No sé decírtelo. Quizá como una bomba nuclear pequeña.

En ese momento llegó Corcoran, que se puso al lado de Ford.

—Pero eso no es lo que más miedo da —dijo.

—Melissa…

Miró a Kate con cara de inocencia, arqueando las cejas.

—Creía que a Wyman no le escondíamos nada. —Se volvió hacia Ford—. Lo que da miedo de verdad es que el Isabella cree un mini agujero negro que sea completamente estable, en cuyo caso bajaría hasta el centro de la Tierra y se quedaría allí, devorando cada vez más materia hasta que… ¡chas! Adiós, planeta.

—¿Hay alguna posibilidad de que eso ocurra?

—No —dijo Kate, irritada—. Melissa te está tomando el pelo.

—Noventa y siete por ciento —leyó Dolby.

—Luminosidad a diecisiete coma nueve TeV.

Ford bajó la voz.

—Kate, ¿no crees que hasta el riesgo más ínfimo es demasiado alto? Estamos hablando de la destrucción del planeta.

—La ciencia no puede detenerse por suposiciones descabelladas.

—¿A ti no te preocupa?

Kate se sulfuró.

—¡Joder, Wyman, claro que me importa! Yo también vivo en este planeta. ¿Acaso crees que lo pondría en peligro?

—Si la probabilidad no es exactamente cero, ya lo estás haciendo.

—La probabilidad es cero.

Kate le dio la espalda girando su silla.

Al erguirse, Ford se dio cuenta de que Hazelius seguía mirándole. El físico se levantó de su silla y se acercó, sonriendo afablemente.

—Wyman, permíteme que te facilite un dato tranquilizador: si los agujeros negros en miniatura fueran estables, los veríamos en todas partes, porque serían restos del Big Bang. Habría tantos, que a estas alturas se lo habrían comido todo. Por lo tanto, el hecho de que existamos demuestra que los mini agujeros negros son inestables. Corcoran sonrió, feliz con el resultado de aquellas palabras.

—No sé por qué, pero no estoy totalmente tranquilo.

Hazelius puso una mano en el hombro de Ford.

—Es imposible que el Isabella cree un agujero negro que destruya la Tierra. No puede ser y punto.

—Potencia estable —dijo St. Vincent.

—Haz colimado. Luminosidad, dieciocho coma dos TeV.

Los murmullos de la sala se habían vuelto más fuertes. Ford oyó un sonido nuevo, como de alguien canturreando a lo lejos.

—¿Oyes? —dijo Hazelius—. Es el ruido que hacen billones de partículas moviéndose a toda velocidad por el Isabella. No sabemos exactamente la razón de que hagan ruido, porque los haces están en el vacío. Por algún motivo, crean una vibración simpática que se transmite por los intensos campos magnéticos.

El ambiente del Puente se estaba cargando de tensión.

—Ken, ve aumentando y párate en noventa y nueve —dijo Hazelius.

—Oído.

—¿Rae?

—Luminosidad justo por encima de diecinueve TeV, y en aumento.

—¿Harlan?

—Estable y sin sobrecalentamiento.

—¿Michael?

—Sin anomalías.

Wardlaw dijo algo desde su puesto de control, en la otra punta de la sala. En aquel ambiente casi de total silencio, su voz resonaba mucho.

—Detecto a un intruso.

—¿Qué? —Hazelius se irguió, estupefacto—. ¿Dónde?

—Arriba, en la valla, cerca del ascensor. Le estoy enfocando.

Hazelius se aproximó deprisa, rápidamente seguido por Ford. En una de las pantallas de Wardlaw apareció una imagen verdosa de la cerca desde la perspectiva de una cámara montada en la punta de un mástil, sobre el ascensor. Un hombre paseaba inquieto a lo largo de la valla.

—¿Puedes acercar la imagen?

Wardlaw pulsó un botón, tras lo cual apareció otra perspectiva desde el nivel de la cerca.

—¡Es el predicador!

La forma de Russ Eddy, enjuta como un espantapájaros, dejó de caminar e introdujo los dedos por la tela metálica para mirar al otro lado, con una mueca de recelo. Detrás, la luna bañaba con una luz verdosa la mesa desolada.

—Ya me encargo yo —dijo Wardlaw, levantándose.

—Ni se te ocurra —le prohibió Hazelius.

—Está entrando sin permiso.

—Déjale, es inofensivo. Si intenta trepar por la cerca, dile algo por los altavoces y ordénale que se largue.

—De acuerdo.

Hazelius se volvió.

—¿Ken?

—Estable en noventa y nueve.

—¿Cómo está el superordenador, Rae?

—De momento bien, siguiendo el flujo de partículas.

—Una décima más, Ken.

La flor de la pantalla aumentó, parpadeando con todos los colores del arco iris. Ford la miraba, fascinado.

—Empiezo a ver el límite inferior de la resonancia —dijo Michael Cecchini—. Es muy potente.

—Sube otra décima —ordenó Hazelius.

La temblorosa flor de la pantalla cobró más intensidad, a la vez que a cada lado del punto central aparecía el vago resplandor de sendos lóbulos que se extendían y encogían hacia el exterior, como manos queriendo coger algo.

—Sistemas al máximo de su potencia —dijo St. Vincent.

—Una décima más —dijo Hazelius.

Chen pulsó unas teclas.

—Empiezo a verlo. Curvatura espacio-tiempo extrema en CCero.

—Una décima más.

La voz de Hazelius era firme y serena.

—¡Ahí está! —dijo Chen, haciéndose oír en todo el Puente.

—¿Lo ves? —le dijo Kate a Ford—. Aquel punto negro justo en CCero. Es como si el chorro de partículas saliera un momento de nuestro universo y volviera a entrar enseguida.

—Veintidós coma cinco TeV.

Incluso Chen, siempre tan relajada, parecía tensa.

—Estable en noventa y nueve coma cuatro.

—Una décima más.

La flor se retorcía y palpitaba, derramando veladuras y chorros de color. El agujero negro del centro aumentó de tamaño; sus bordes deshechos temblaban. De pronto la resonancia salió disparada por los lados de la pantalla.

Ford vio que por la mejilla de Hazelius caía una gota de sudor.

—Es el origen del chorro cargado a veintidós coma siete TeV —dijo Kate Mercer—. Parece que es cuando rompemos la brana.

—Una décima más.

El agujero aumentó. Su pulsación, extraña, recordaba un corazón. En medio era negro como la noche. Ford miraba fijamente, sintiendo su atracción.

—Curvatura infinita en CCero —dijo Chen.

El agujero se había vuelto tan grande que ocupaba casi todo el centro de la pantalla. De repente Ford vio destellos en su interior, como un banco de peces surcando aguas profundas.

—¿Cómo está el ordenador? —preguntó Hazelius, algo bruscamente.

—Un poco raro —dijo Chen.

—Una décima más —dijo Hazelius en voz baja.

Las chispas aumentaron, a la vez que el canto, que había aumentado paulatinamente, adquiría un tono sibilante, como de serpiente.

—El ordenador empieza a delirar —dijo Chen con voz tensa.

—¿En qué sentido?

—Mira.

Ya estaban todos reunidos frente a la gran pantalla, todos menos Edelstein, que seguía leyendo. En el agujero central estaba apareciendo algo, con destellos de color que aumentaban deprisa, cobrando forma y luminosidad desde profundidades infinitas. Era todo tan extraño que Ford no estaba seguro de interpretarlo correctamente.

Hazelius se acercó el teclado y escribió una orden.

—Al Isabella le está costando gestionar el flujo de bits. Rae, apaga las rutinas de checksum para descongestionar la CPU.

—Eh, un momento —dijo Dolby—, ese es nuestro sistema de alarma preventiva.

—Es un backup de un backup. Haz lo que te he dicho, Rae, por favor.

Chen aporreó las teclas.

—El ordenador sigue haciendo cosas raras, Gregory.

—Yo estoy de acuerdo con Ken. Creo que deberías reactivar las rutinas de checksum —dijo Kate.

—Todavía no. Súbelo una décima, Ken.

Un titubeo.

—Una décima.

—Está bien —dijo Dolby dubitativamente.

—¿Harlan?

—Suministro eléctrico potente y sin altibajos.

—¿Rae?

La voz de Chen era aguda.

—Vuelve a pasar lo mismo. El ordenador se está atontando, como le ocurrió a Volkonski.

Los brillos se intensificaron.

El siguiente en hablar fue Cecchini.

—Los haces siguen colimados. Luminosidad, veinticuatro coma nueve. Por ese lado todo está en su sitio.

—Noventa y nueve coma ocho —dijo Chen.

—Una décima más.

El tono lacónico de Dolby parecía más forzado de lo normal.

—Gregory, ¿estás seguro de que…?

—Una décima más.

—El ordenador se me está escapando de las manos —dijo Chen—. Se me está yendo. Vuelve a pasar lo mismo.

—No puede ser. ¡Sube una décima!

—Acercándose a noventa y nueve coma nueve —dijo Chen, con un ligero temblor en la voz.

El canto se había vuelto más fuerte. A Ford le recordó el del monolito de la película 2001, un coro de voces.

—Súbelo a noventa y nueve coma noventa y cinco.

—¡Ya no funciona! ¡Ya no acepta ningún input!

Chen sacudía la cabeza; su pelo formaba una nube negra y furiosa.

Ford estaba con los demás, justo detrás de Hazelius, Cecchini, Chen y St. Vincent; todos ellos pegados a sus teclados. La imagen, la cosa del centro del visualizador, había adquirido solidez y palpitaba más deprisa, con flechas moradas y granates que entraban y salían: un enjambre de colores profundo y tridimensional.

Casi parecía vivo.

—Dios mío —le salió sin querer—, ¿qué es?

—Una bomba lógica —dijo Edelstein con ironía, sin apartar tan siquiera la vista del libro.

En aquel momento se apagó el visualizador.

—Oh, no… No, por favor —gimió Hazelius.

Apareció una palabra en el centro.

«Saludos».

Hazelius dio un golpe al teclado.

—¡Hijo de puta!

—El ordenador no responde —dijo Chen.

Dolby se volvió hacia ella.

—Baja la potencia, Rae. Ahora mismo.

—¡No! —le espetó Hazelius—. ¡Auméntala al cien por cien!

—¿Estás loco? —exclamó Dolby.

Hazelius recuperó la calma de inmediato.

—Ken, tenemos que encontrar el malware. Parece un programa bot. Se mueve. En el ordenador principal no está. Entonces, ¿dónde? Los detectores tienen microprocesadores incorporados. Se está moviendo por los detectores, así que podemos encontrarlo. Podemos aislar el output de cada detector y arrinconarlo. ¿Es correcto lo que digo, Rae?

—Sí, es correcto. Muy buena idea.

—¡Pero, por Dios! —exclamó Dolby, con la cara sudorosa—. Vamos a ciegas. Si se descolimaran los haces, podrían cortarlo todo, entrar aquí y no dejar a nadie vivo. Por no hablar de los doscientos cincuenta millones de dólares que valen los detectores.

—¿Kate? —consultó Hazelius.

—Cuenta conmigo, Gregory.

—Ponlo a cien, Rae —dijo Hazelius con calma.

—Ahora mismo.

Dolby se lanzó hacia el teclado, pero Hazelius le cortó el paso.

—Escúchame, Ken —rogó—. Si el ordenador estuviera a punto de estropearse, ya lo habría hecho. El software controlador todavía funciona en segundo término. Lo que ocurre es que no lo vemos. Dame diez minutos para buscarlo.

—Ni hablar.

—Pues cinco minutos. Por favor. No es una decisión arbitraria. La subdirectora está de acuerdo, y aquí mandamos nosotros dos.

—El único que manda en mi máquina soy yo.

Dolby miró un buen rato a Hazelius y a Mercer, jadeando, hasta que finalmente les dio la espalda con los puños apretados.

Sin volverse, Hazelius dijo:

—Kate, vamos a intentar lo que habíamos comentado: teclea una pregunta, la que sea, para ver si conseguimos que hable.

—¿De qué sirve hacer preguntas? —Dolby se volvió otra vez—. Total, es un programa chatterbot.

—Quizá podamos seguir el output hacia su origen, hasta la bomba lógica.

Dolby se lo quedó mirando.

—Rae —dijo Hazelius—, si hay output, busca tú la señal por los detectores.

—De acuerdo.

Chen saltó de la consola y fue a otra terminal, donde empezó a pulsar teclas.

Los demás casi parecían paralizados de miedo. Ford vio que Edelstein había dejado finalmente el libro para observar con vago interés.

El duelo, mientras tanto, continuaba. Hazelius impedía que Dolby llegara hasta el panel eléctrico.

«Igualmente», tecleó Kate.

La pantalla led de encima de la consola parpadeó y se puso negra. Después apareció una respuesta:

«Me alegro de hablar contigo».

—¡Ha respondido! —exclamó Kate.

—¿Lo tienes, Rae? —vociferó Hazelius.

—Sí —dijo Chen, agitada—. Me sale una cadena en el flujo de salida. ¡Tenías razón! ¡Viene de un detector! ¡Ya lo tenemos! ¡Seguid!

«Yo también me alegro», tecleó Kate.

—Oye, ¿qué más le digo?

—Pregúntale quién es —dijo Hazelius.

«¿Quién eres?», tecleó Kate.

«A falta de una palabra mejor, Dios».

Se oyó un bufido desdeñoso de Hazelius.

—¡Qué hackers tan poco originales!

«Si de verdad eres Dios —tecleó Kate—, demuéstralo».

«No tenemos mucho tiempo para demostraciones».

«Estoy pensando en un número del uno al diez. ¿Cuál es?».

«Estás pensando en el número trascendental e

Kate despegó los dedos del teclado y se apoyó en el respaldo.

—¿Qué tal, Rae? —le preguntó Hazelius a Chen.

—¡Lo estoy localizando! ¡Vosotros seguid tecleando!

Kate irguió los hombros y se inclinó para volver a escribir.

«Ahora estoy pensando en un número entre cero y uno».

«La constante de Chaitin: Omega».

Esta vez Kate se levantó de golpe, tapándose la boca.

—¿Qué pasa? —preguntó Ford.

—¡Seguid tecleando! —ordenó Chen, encorvada.

Kate, pálida y con la mano en la boca, se apartó de la máquina sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué demonios nadie introduce nada? —bramó Chen.

Hazelius se volvió hacia Ford.

—Wyman, sustituye a Kate.

Ford se acercó al teclado.

«Si eres Dios… —¿Qué podía preguntar? Tecleó rápidamente—: ¿Cuál es el sentido de la vida?».

«Desconozco su sentido último».

—¡Casi lo tengo! —exclamó Chen—. ¡Así, así! ¡Seguid!

«Pues menudo Dios —tecleó Ford—, si no sabes el sentido de la vida».

«Si lo supiera, la vida no tendría sentido».

«¿Cómo que no?».

«Si el final del universo estuviera presente en sus inicios, si no estuviéramos más que en pleno despliegue determinista de una serie de condiciones iniciales, el universo sería un ejercicio fútil».

—Bueno —dijo Dolby en voz baja y amenazadora—, se te ha acabado el tiempo. Quiero recuperar el Isabella.

—Ken, necesitamos más tiempo —pidió Hazelius.

Dolby intentó esquivarle, pero el físico le cerró el paso.

—Todavía no.

—¡Casi lo tengo! —vociferó Chen—. ¡Dadme un minuto más, por el amor de Dios!

—¡No! —gritó Dolby—. ¡Voy a bajar la potencia ahora mismo!

—Ni se te ocurra —amenazó Hazelius—. ¡Vamos, Wyman, escribe de una vez!

«Explícate», tecleó rápidamente Ford.

«¿Qué sentido tiene viajar si ya estás en tu destino? ¿De qué sirve hacer una pregunta si ya sabes la respuesta? Por eso el futuro está, y tiene que estar, profundamente oculto, incluso para Dios. De lo contrario la existencia no tendría sentido».

«Eso es un argumento metafísico, no físico», tecleó Ford.

«El argumento físico es que ninguna parte del universo puede calcular las cosas más deprisa que el propio universo. El universo está “prediciendo el futuro” tan deprisa como puede».

Dolby intentó pasar al lado de Hazelius, pero el físico se echó a un lado para impedírselo de nuevo.

—¡Haced que siga hablando, me falta muy poco! —gritó Chen, casi pegada al teclado, tecleando frenéticamente.

«¿Qué es el universo? —escribió Ford, haciendo preguntas al azar—. ¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí?».

Dolby apartó a Hazelius por la fuerza. Hazelius recuperó inmediatamente el equilibrio y se lanzó hacia la espalda del ingeniero, apartándole de la consola con una fuerza increíble.

—¿Estás loco? —exclamó Dolby, intentando quitárselo de encima—. ¡Vas a estropear mi máquina!

Empezaron a pelearse. El físico, aunque menudo, se aferraba como un mono a la ancha espalda del ingeniero, hasta que ambos cayeron pesadamente al suelo, derribando la silla.

Todos los demás estaban paralizados, sin saber qué hacer.

—¡Maldito loco! —gritó Dolby, rodando por el suelo, pero sin lograr zafarse del pegajoso abrazo del físico.

La bomba lógica seguía enviando datos a la pantalla del visualizador.

«El universo es un cálculo enorme e irreductible que se encamina a un estado que no conozco ni puedo conocer. El sentido de la existencia es llegar a ese estado final, pero dicho estado es para mí un misterio; como debe ser, ya que ¿cuál sería el sentido de todo, si yo conociese la respuesta?».

—¡Suéltame! —exclamó Dolby.

—¡Que alguien me ayude! —pidió Hazelius—. ¡No le dejéis tocar el teclado!

«¿A qué te refieres con cálculo? —escribió Ford—. ¿Qué pasa, acaso estamos todos dentro de un ordenador?».

«Por cálculo me refiero a pensar. Toda la existencia, todo lo que ocurre (una hoja que cae, una ola en la playa, la caída de una estrella) no es nada más que yo pensando».

—¡Ya lo tengo! —exclamó Chen, triunfante—. ¡Ya he…! ¡Un momento, un momento! ¡Pero bueno! ¿Ahora qué…?

«¿Qué estás pensando?», escribió Ford.

Finalmente Dolby se quitó a Hazelius de encima y se abalanzó hacia la consola.

—¡No! —gritó Hazelius—. ¡No la apagues! ¡Espera!

Dolby se quedó sentado, respirando con dificultad.

—Secuencia de desconexión iniciada.

El sonido musical que llenaba la sala se atenuó y la pantalla que Ford estaba mirando parpadeó, al mismo tiempo que se desvanecían las palabras. Ford apenas tuvo tiempo de entrever una forma muy extraña que se agitaba en la pantalla, antes de reducirse a un punto en el centro, que se oscureció.

Hazelius encogió los hombros, se alisó la ropa y se volvió hacia Chen.

La mirada de Chen era fija e inexpresiva.

—¿Rae?

—Sí —dijo ella—, lo he encontrado.

—¿Y qué? ¿De qué procesador salía?

—De ninguno.

Se hizo el silencio.

—¿Cómo que de ninguno?

—Procedía de CCero mismo.

—¿Qué dices?

—Pues eso, que el output procedía directamente del agujero espacio temporal de CCero.

Ford buscó a Kate con la mirada, en un silencio atónito; la encontró al fondo del Puente, sola y muy quieta. Se acercó rápidamente y le dijo en voz baja:

—Kate, ¿te encuentras bien?

—Lo ha sabido —susurró ella, extremadamente pálida—. Lo ha sabido.

Su mano buscó la de Ford y la apretó; estaba temblando.