Ken Dolby vio cómo la gran puerta de titanio del Bunker bajaba y quedaba sellada con un impacto sordo. El rostro de Dolby recibió una oleada de aire húmedo que olía a cueva, piedra mojada, aparatos electrónicos calientes, aceite de motor y polvo de carbón. Lo respiró. Era un olor embriagador, el olor del Isabella.
Los científicos fueron dirigiéndose hacia el Puente. Cuando pasó Hazelius, Dolby le interpeló.
—Hay una luz roja en el imán 140 —dijo—. He recibido un aviso, pero no es nada grave. Voy a controlarlo.
—¿Cuánto crees que tardarás? —preguntó Hazelius.
—Menos de una hora.
Hazelius le dio una palmada cariñosa en la espalda.
—Bien, Ken. Luego me informas. No pondré en marcha el Isabella hasta tener noticias tuyas.
Dolby asintió con la cabeza. Se quedó en la gran cueva mientras los demás desaparecían en el Puente. La puerta se cerró con un ruido metálico que reverberó en aquella especie de hangar.
Poco a poco regresó el silencio. Dolby respiró otra vez la fragancia del aire. Todo el equipo de diseño del Isabella había trabajado a sus órdenes: una docena de ingenieros y casi un centenar de empresas que habían diseñado los planos de subsistemas específicos y del superordenador. A pesar de la gran cantidad de personas implicadas, Dolby lo había llevado todo con mano firme, sin perder el contacto con ninguna parte del proceso. Conocía cada centímetro cuadrado del Isabella, absolutamente todas sus debilidades, sus curvas y sus recovecos. El Isabella era su creación, su máquina.
El paso ovalado al túnel del Isabella (parecido a un donut seccionado) brillaba con un suave resplandor azul. Al salir por la abertura, la condensación tomaba caminos sinuosos que serpenteaban antes de evaporarse. Justo en el interior del túnel, al otro lado del paso, Dolby veía la gruesa pared gris azulada de blindaje de uranio empobrecido; tras ella se hallaba CCero, el palpitante corazón del Isabella.
CCero. Coordenada Cero. Era el minúsculo espacio, no mayor que una cabeza de alfiler, donde se unían los haces de materia y antimateria a la velocidad de la luz para aniquilarse en una explosión de energía pura. Cuando el Isabella funcionaba al cien por cien, era el lugar más caliente y luminoso de todo el universo: un billón de grados. A menos, pensó Dolby con una sonrisa, que en algún planeta hubiera seres inteligentes con un acelerador de partículas mayor que aquel.
Él creía que no.
La mayor parte de la energía de la explosión materia-antimateria en CCero se reconvertía inmediatamente en masa, siguiendo la célebre fórmula de Einstein, E = mc2, y daba lugar a una extraordinaria y exótica difusión de partículas subatómicas, algunas de las cuales no se habían visto desde la creación del universo con el Big Bang, trece mil setecientos millones de años atrás.
Cerró los ojos e imaginó ser uno de los protones que circulaban por el anillo, dando vueltas y vueltas mientras los superimanes lo aceleraban hasta el 99,999 por ciento de la velocidad de la luz. Recorrió el circuito de setenta y cinco kilómetros cuatro mil veces por segundo. Se vio lanzado a una velocidad inimaginable por el túnel curvo, donde recibía un empujón de cada imán; más de tres millones de empujones por segundo, más y más deprisa… Le emocionaba imaginárselo. Y a algo más de un centímetro, dentro del tubo, el haz de antiprotones se cruzaba con el suyo a la misma e increíble velocidad.
Se imaginó el momento del contacto. Su haz se desviaba hacia el que llegaba en el otro sentido, con el objetivo de obtener una colisión frontal en CCero. Materia chocando con antimateria a la velocidad de la luz. Montado en la partícula de CCero, sintió la colisión, la aniquilación pura, absoluta y exaltante que significaba. Sintió que renacía en extrañas partículas nuevas que salían despedidas en todas las direcciones, chocando con las numerosas capas de detectores que registraban, contaban y examinaban cada partícula.
Dolby abrió los ojos y salió de sus ensoñaciones con cierta sensación de ridículo. Tras comprobar que no llevara monedas ni otros objetos ferromagnéticos en los bolsillos, cruzó la zona de carga y descarga en dirección a la hilera de carritos de golf eléctricos. Los imanes superconductores del Isabella eran miles de veces más potentes que los que se usaban en los aparatos médicos de resonancia magnética. Podían hacer que una pequeña moneda atravesase el cuerpo de una persona o que la hebilla del cinturón le extrajera las vísceras.
El Isabella era peligroso, y exigía respeto. Se puso al volante, pulsó un botón para embragar y arrancó en primera.
Lo había diseñado él mismo, y era un coche bonito. Aunque no pasara de los cuarenta kilómetros por hora, casi había costado lo mismo que un Ferrari Testarossa, sobre todo porque tenía que estar hecho totalmente con materiales no magnéticos: plástico, cerámica y metales con poco diamagnetismo. Llevaba un sistema de comunicaciones, un ordenador integrado, sensores y controladores por radar delante, detrás y en los lados, detectores de radiación, alarmas ferromagnéticas y un maletero antivibraciones especial para transportar instrumentos científicos delicados.
Circuló por el suelo de cemento hasta acceder al túnel del Isabella por el paso ovalado. Era una curva muy cerrada, por lo que frenó al máximo.
—Hola, Isabella.
Se introdujo en el carril de cemento que seguía por el fondo del túnel, junto al montón curvado de tuberías. En cuanto el vehículo estuvo encarrilado, aceleró sin que las ruedas se salieran de los surcos. Todo estaba bañado por la luz verde azulada de la doble hilera de fluorescentes del techo. Al pasar echó un vistazo al tubo más grueso, hecho de aleación de aluminio de la serie 7000; un tubo reluciente, con brida, fijado mediante tornillos a intervalos de dos metros. Dentro había un vacío superior al de la superficie de la luna. Tenía que ser hermético, porque un solo átomo suelto que penetrase en CCero sería como un caballo en el circuito de Daytona. Una catástrofe.
Aceleró al máximo. Los neumáticos de goma susurraron en los surcos. Cada treinta metros pasaba un imán enroscado en el tubo como un donut gigante. Cada imán, superrefrigerado hasta los cuatro grados y medio por encima del cero absoluto, desprendía una bruma de condensación. Dolby atravesaba las nubes a máxima velocidad, dejando remolinos, mientras los tubos iban alejándose.
De vez en cuando pasaba al lado de una puerta de acero, a la izquierda del túnel, por la que se accedía a los antiguos túneles de carbón; eran salidas de emergencia, por si ocurría algo, aunque no ocurriría. El Isabella no les haría eso.
El imán 140 estaba a doce kilómetros por el túnel: veinte minutos de trayecto. Nada grave. Dolby casi se alegraba, porque le gustaba estar a solas con su máquina.
—No está mal para el hijo de un mecánico de Watts, ¿verdad, Isabella? —dijo en voz alta.
Pensó en su padre, capaz de reconstruir cualquier motor de coche del planeta. Se había pasado toda la vida subsistiendo; era un crimen que un mecánico como él nunca hubiera tenido una oportunidad. Dolby se había propuesto vengarle, y lo había conseguido. A los siete años, su padre le regaló un equipo de radio para que lo montara. Parecía un milagro juntar trozos de plástico y metal a base de tornillos y un soldador, y que de todo aquello saliera una voz. A los diez ya construía su primer ordenador. Después montó un telescopio, le puso un par de chips CCD, lo conectó al ordenador y empezó a buscar asteroides. También se construyó un acelerador de sobremesa a partir del cañón de electrones de un televisor viejo, cumpliendo así el sueño de los alquimistas, algo que ni el mismísimo Isaac Newton había conseguido: bombardear con electrones un poco de lámina de plomo y convertir en oro unos centenares de átomos. Su pobre padre, que en paz descansara, se gastaba hasta el último dólar sobrante de su triste sueldo para comprarle prototipos, equipo y piezas. El sueño de Ken Dolby era construir la máquina más grande, reluciente y cara de la historia. Y allí estaba.
Su máquina era perfecta, aunque algún maldito hacker hubiese entrado en el software del ordenador.
Apareció el imán 140. Dolby pisó a fondo el freno, sacó un portátil especial del maletero y lo conectó a un panel lateral del imán. Después, hablando solo, se puso en cuclillas para empezar a trabajar con el portátil. Desenroscó una placa metálica de un lado de la caja del imán y conectó un aparato con dos cables (uno rojo y otro negro) a dos terminales del imán.
Consultó el ordenador e hizo una mueca.
—Maldita sea. —Estaba fallando la bomba criogénica que formaba parte del sistema de aislamiento—. Suerte que la he pillado a tiempo.
Guardó las herramientas en silencio. Después metió el portátil en su maletín de neopreno y se puso al volante del carrito. Por último cogió una radio del tablero y pulsó un botón.
—Dolby a Puente.
—Aquí Wardlaw —dijo una voz metálica a través del altavoz.
—Pásame a Gregory.
Al cabo de un rato se puso Hazelius.
—Ya podéis poner en marcha el Isabella.
—La alarma de alta temperatura del tablero todavía está encendida.
Hubo un silencio.
—Ya sabes que yo nunca pondría mi máquina en peligro, Gregory.
—Lo sé. Ahora mismo la enciendo.
—Tendremos que instalar una nueva bomba criogénica, pero nos sobra tiempo. Como mínimo resistirá dos pruebas más.
Dolby cortó la comunicación, cruzó las manos en la nuca y se arrellanó con los pies en el tablero. Primero el silencio parecía absoluto, pero al cabo de un momento empezó a distinguir algunos ruidos: el susurro del aire acondicionado, el murmullo de las bombas criogénicas, el silbido del nitrógeno líquido al circular por los aislantes externos, los pequeños crujidos del motor del carrito de golf que se enfriaba, y los de la montaña.
Cerró los ojos y esperó, hasta que oyó algo nuevo: una especie de canto muy grave, un murmullo profundo y melódico.
Habían puesto en marcha el Isabella.
Tuvo el escalofrío inefable de siempre, el asombro de haber diseñado una máquina capaz de asomarse al momento de la creación; una máquina que, en realidad, recreaba el momento de la creación.
Una máquina Dios.
El Isabella.