Ford entró en el salón de su casa y se acercó a la ventana para contemplar la silueta torcida de Nakai Rock sobre los álamos. Ya había cumplido su misión. Ahora tenía por delante una decisión: ¿informar o no de ella?
Se echó en un sillón, con la cabeza entre las manos. Kate tenía razón: si llegaba a saberse, los daños para el proyecto serían irreparables. Destrozaría la carrera de todos ellos, incluida la de Kate. En el campo de la ciencia, cualquier sospecha de encubrimiento o mentira era fatal.
«¿Satisfecho?», volvió a preguntarse.
Se levantó y empezó a pasear por el salón, enfadado. Lockwood sabía desde el principio que averiguaría la respuesta si preguntaba a Kate. Si le habían contratado, no era por ser un ex agente brillante de la CIA convertido en investigador privado, sino por la simple casualidad de haber salido doce años atrás con una mujer determinada. Debería haber rechazado la oferta de Lockwood cuando aún podía, pero le había intrigado el encargo. Intrigado y halagado. Y a decir verdad, le seducía demasiado la idea de volver a ver a Kate.
Añoró fugazmente su vida en el monasterio, aquellos treinta meses en los que la vida parecía tan sencilla y limpia; una estancia durante la que casi había olvidado la terrible insustancialidad del mundo, y las elecciones morales imposibles que imponía. Pero no tenía madera de monje. Había ingresado en el monasterio con la esperanza de recuperar la certeza y la fe, pero había sido todo lo contrario.
Inclinó la cabeza e intentó rezar, pero solo eran palabras. Palabras en medio del silencio.
Quizá ya no existiera el bien y el mal. La gente hacía lo que hacía. Tomó una decisión. No estaba dispuesto a hacer nada que perjudicase la carrera de Kate. Bastante accidentada había sido su vida. Les daría dos días para localizar el malware, y les ayudaría. Tenía la firme sospecha de que el saboteador era alguien del equipo. Nadie más podía tener el acceso necesario, ni los conocimientos.
Salió y dio una vuelta a la casa como si estuviera tomando el aire, para asegurarse de que Wardlaw no anduviera cerca. Después fue a su dormitorio, abrió un archivador y sacó su maletín. Introdujo el código de apertura y marcó el número.
La respuesta fue tan rápida que Ford pensó que Lockwood debía de estar esperando al lado del teléfono.
—¿Algo nuevo? —preguntó sin aliento el asesor científico.
—No gran cosa.
Un brusco suspiro de exasperación.
—Ya han pasado cuatro días, Wyman.
—No consiguen que el Isabella funcione, pero nada más. Empiezo a pensar que te equivocas, Stan. No esconden nada. Es lo que dicen ellos: no logran que la máquina funcione bien.
—¡No, Ford, no me lo creo!
Ford oía la agitada respiración de Lockwood en el auricular. Él también se jugaba su carrera, pero lo cierto era que a Ford aquel hombre no le importaba en absoluto. Que se hundiera. Lo importante era Kate. Si les conseguía un par de días más para encontrar el malware, Lockwood no tenía por qué saberlo.
Lockwood siguió hablando.
—¿Te has enterado de lo del predicador Spates y su sermón?
—Sí.
—Ahora tenemos menos margen de tiempo. Dispones de dos días, a lo sumo tres, antes de que le demos carpetazo a todo esto. Averigua qué esconden, Wyman. ¿Me oyes? ¡Averígualo!
—Lo he entendido.
—¿Ya has registrado la casa de Volkonski?
—Sí.
—¿Encontraste algo?
—Nada en particular.
Lockwood se quedó callado unos instantes.
—Acabo de recibir el informe forense preliminar sobre Volkonski. Cada vez tiene más pinta de suicidio —dijo finalmente.
—Ajá.
Ford oyó un ruido de papeles a través del teléfono.
—También he hecho algunas de las averiguaciones que me encargaste. Por lo que respecta a Cecchini… la secta se llamaba «La Puerta de los Cielos». ¿Te acuerdas de aquella secta que se suicidó colectivamente en 1997 porque creían que sus almas subirían a una nave espacial extraterrestre que se estaba acercando a la Tierra por detrás del cometa Hale-Bopp? Pues Cecchini ingresó en 1995, se quedó menos de un año y se fue antes del suicidio.
—¿Algún indicio de que él aún se lo crea? Parece un tío un poco robótico.
—La secta ya no existe, y no hay pruebas de que Cecchini todavía crea en esas ideas. Desde entonces su vida ha sido muy normal, aunque algo solitaria. No bebe, no fuma, no se le conoce ninguna novia, y tiene muy pocos amigos o ninguno. Vive para el trabajo. Es un físico brillante, totalmente dedicado a su carrera.
—¿Y Chen?
—Según el informe, su padre era un peón analfabeto que murió antes de que ella y su madre emigrasen de China, pero no es cierto; era físico y estuvo en la base de pruebas china de armamento nuclear de Lop Nor. De hecho está vivo y sigue en China.
—¿De dónde sale la información falsa del dossier?
—De los archivos de inmigración y de la entrevista con la propia Chen.
—O sea, que miente.
—No necesariamente. Su madre se la llevó de China a los dos años, y podría ser ella quien mintiera. Aunque también podría haber una explicación más sencilla: si la madre hubiera dicho la verdad, no le habrían dado el visado para Estados Unidos. Quizá Chen no sabe que su padre sigue vivo. No hay pruebas de que esté pasando información.
—Hum.
—Se nos está acabando el tiempo, Wyman. Tú insiste. Sé que esconden algo gordo. Estoy seguro.
Lockwood colgó.
Ford volvió a la ventana y siguió mirando Nakai Rock. Ahora era uno de ellos, de los que escondían el secreto. La diferencia era que él tenía más de uno.