21

Subido a su vieja camioneta Ford, el pastor Russ Eddy miraba atentamente la aguja de la gasolina, calculando si tendría bastante para subir y bajar de la mesa, cuando vio en el horizonte la espiral de polvo que delataba la proximidad de un vehículo. Bajó de la camioneta y esperó apoyado en ella.

Al cabo de un momento frenó delante de él un coche patrulla de la policía tribal navajo, y el viento se llevó la cinta de polvo. Cuando se abrió la puerta, apareció una bota de vaquero polvorienta, seguida por un hombre alto que tras lograr salir del interior se puso derecho.

—Buenos días, pastor —saludó, tocándose el sombrero.

—Buenos días, teniente Bia —dijo Eddy con toda la soltura y naturalidad que pudo.

—¿Iba a alguna parte?

—No, solo miraba cómo está el depósito —contestó Eddy—. Aunque, la verdad es que me estaba planteando subir a la mesa y presentarme a los científicos. Me preocupa lo que pasa allá arriba.

Bia miró a su alrededor; en sus gafas de sol se reflejó el horizonte combado e interminable.

—Hace tiempo que no veo a Lorenzo. ¿Y usted?

—No —dijo Eddy—. No le he visto desde el lunes por la mañana.

Bia se subió los pantalones, haciendo tintinear los accesorios como un amuleto gigante.

—Lo curioso es que el lunes, sobre las cuatro, hizo autoestop hasta Blue Gap y dijo que venía hacia aquí para acabar el trabajo. Le vieron caminando por la carretera de la misión, y desde entonces parece que ha desaparecido.

Eddy dejó pasar un momento.

—Pues yo no llegué a verle. Bueno, sí, por la mañana, pero se fue hacia mediodía, o quizá antes, y no he vuelto a verle. Tenía que hacerme unas faenas, pero…

—Qué calor hace hoy, ¿verdad?

Bia se volvió y le sonrió, mirando la caravana de reojo.

—¿Me invitaría a una taza de café? —preguntó.

—Claro que sí.

Bia siguió a Eddy hasta la cocina y se sentó a la mesa. Eddy llenó de agua la cafetera y encendió el fogón. Los navajos solían usar varias veces el mismo café. Supuso que a Bia no le importaría.

El teniente dejó el sombrero sobre la mesa; su pelo, aplastado y húmedo, formaba un anillo en su cabeza.

—En realidad no he venido por Lorenzo. Personalmente, creo que ha vuelto a irse. En Blue Gap dicen que cuando pasó por allí el lunes estaba bastante borracho.

Eddy asintió con la cabeza.

—Sí, ya me fijé que había empezado a darle a la botella. Bia sacudió la cabeza.

—Lástima, porque lo tenía prácticamente todo a su favor. Como no se presente pronto, le revocarán la libertad condicional y volverá a Alameda.

Eddy volvió a asentir con la cabeza.

—Lástima.

Empezó a salir el café. Eddy aprovechó la oportunidad para sacar las tazas, el azúcar y la leche condensada y dejarlo todo encima de la mesa. Sirvió dos tazas y volvió a sentarse.

—En realidad —prosiguió Bia— vengo por otra cosa. Ayer estuve hablando con el tendero de Blue Gap, y me contó el… problema que tuvo usted con el dinero de la colecta.

—Sí, es verdad.

Eddy bebió un sorbo de café y se quemó la lengua.

—Me dijo que usted marcó una parte del dinero y le pidió que lo vigilase.

Eddy esperó.

—Por lo visto, ayer aparecieron algunos billetes.

—Ya.

Tragó saliva. ¿Ayer?

—Es una situación un poco incómoda —dijo Bia—. Por eso el tendero me lo explicó a mí en vez de llamarle a usted. Espero que entienda lo que voy a decirle. No quiero darle una importancia que no tiene.

—Claro, claro.

—¿Conoce a la vieja Benally? ¿Elizabeth Benally?

—Sí, por supuesto, va a mi iglesia.

—Antes, cada verano llevaba sus ovejas a pastar a la mesa. Tenía una vieja cabaña cerca de Piute Spring. Las tierras no eran de su propiedad, por lo que no tenía ningún derecho sobre ellas, pero las había usado casi toda la vida. Cuando el gobierno tribal expropió la mesa para el proyecto Isabella, la señora Benally perdió los pastos y tuvo que vender las ovejas.

—Me sabe mal.

—Tampoco es que saliera perdiendo. Ya tiene más de setenta años, y le dieron una casa de protección oficial en Blue Gap, que no está nada mal. El problema es que con una casa así de repente te llegan facturas de electricidad, de agua… Me entiende, ¿verdad? Ella nunca había tenido que pagar una factura, y ahora que ya no tiene ovejas sus ingresos se reducen a la pensión del gobierno.

Eddy lo entendía.

—Pues bien, esta semana su nieta cumple diez años, y ayer la vieja Benally le compró una Gameboy en el almacén; se la envolvieron para regalo y todo. —El policía hizo una pausa, mirando fijamente a Eddy—. La pagó con los billetes marcados por usted.

Eddy se quedó mirando a Bia.

—Sí, es sorprendente, ya lo sé. —El teniente sacó un billetero del bolsillo de atrás. Su mano, grande y manchada de polvo, cogió un billete de cincuenta y lo empujó sobre la mesa—. No tiene sentido armar un escándalo.

Eddy no podía moverse.

Bia se levantó y se guardó el billetero.

—Si vuelve a pasar, dígamelo y cubriré las pérdidas. Repito que no tiene sentido que intervengan las fuerzas del orden. De hecho, ni tan siquiera estoy seguro de que la buena mujer esté en plena posesión de sus facultades.

Cogió el sombrero y volvió a encajárselo sobre la marca de sudor de su pelo gris.

—Gracias por su comprensión, pastor.

Se volvió, y cuando ya iba a marcharse se paró.

—Si ve a Lorenzo, llámeme, ¿de acuerdo?

—Desde luego, teniente.

El pastor Russ Eddy se quedó mirando al teniente Bia, que salió por la puerta, desapareció y reapareció a través de la ventana, dando zancadas por el patio justo encima de donde estaba enterrado el cadáver, levantando polvo con sus botas de vaquero.

Al posar la vista en el billete sucio de cincuenta dólares, sintió náuseas. Luego rabia, mucha rabia.