Cuando Ford volvía de desayunar y estaba a punto de entrar en su casa, Wardlaw apareció por una esquina y le cerró el paso. Ya se esperaba algo por el estilo.
—¿Te importa que hablemos un rato? —dijo Wardlaw con falsa simpatía.
No dejaba de mover la mandíbula, masticando un chicle que le abultaba rítmicamente los músculos de encima de las orejas.
Ford aguardó. No era momento para duelos, pero si Wardlaw lo quería, lo tendría.
—No sé a qué juegas, Ford, ni quién eres en realidad. Doy por supuesto que te han hecho algún encargo medio oficial. Ya lo intuí el primer día.
Ford esperaba.
Wardlaw se acercó tanto que pudo oler su aftershave.
—Mi trabajo es proteger el Isabella, incluso de ti. Supongo que has venido de incógnito porque algún burócrata de Washington tiene que cubrirse las espaldas. Lo cual no te brinda una gran protección, ¿verdad?
Ford siguió sin decir nada. Que se desfogase.
—No voy a contarle a nadie tu excursión de esta noche. Lógicamente, tú informarás a tus jefes. Si sale a relucir ya sabes cuál será mi defensa. Tú habías entrado sin permiso, y mis órdenes son disparar a matar. ¡Ah! Y si crees que Greer se enfadará por la ventana y la mosquitera rotas, ya están arregladas. Esto queda entre nosotros.
Ford estaba impresionado. Wardlaw lo tenía todo muy pensado. Se alegró de que no fuera tonto. Siempre le había parecido más fácil enfrentarse a un adversario inteligente. Los tontos eran imprevisibles.
—¿Ya has acabado el discurso? —preguntó.
La arteria carótida de Wardlaw palpitó en su grueso cuello.
—Vigila tu espalda, poli.
Se apartó para dejar pasar a Ford.
Ford dio un paso y se paró. Estaba tan cerca de Wardlaw que podría haberle dado un rodillazo en la entrepierna. Le miró a la cara, que tenía a pocos centímetros, y dijo afablemente:
—¿Sabes lo gracioso? Que no tengo ni idea de qué me estás hablando.
Mientras Ford se iba, el rostro de Wardlaw delató un asomo de duda.
Ford entró en la casa y dio un portazo. Wardlaw no tenía la certeza absoluta de haberle perseguido a él. Aquella incertidumbre haría que fuese más despacio y con mayor cautela. La tapadera de Ford estaba en peligro, pero no había sufrido un daño irreparable.
Cuando estuvo seguro de que Wardlaw se había ido, se tumbó en el sofá, enfadado y frustrado. Llevaba casi cuatro días en la mesa, pero sabía prácticamente lo mismo que en el despacho de Lockwood.
Le sorprendió haber pensado que sería un encargo fácil.
Era el momento de dar el siguiente paso, el que había tenido la esperanza de evitar desde que Lockwood le había entregado el dossier de Kate.
Una hora más tarde, Ford encontró a Kate en el establo, dando forraje y agua a los caballos. Se quedó en la puerta y la siguió con la mirada mientras ella llenaba cubos de avena, abría una bala de alfalfa y echaba parte de ella en cada box. Observó sus movimientos, cómo su cuerpo esbelto y ágil realizaba tareas banales con seguridad y gracia, a pesar de que saltaba a la vista que estaba cansada. Era como retroceder doce años, cuando la había visto durmiendo debajo de una mesa.
De dentro del establo llegaba música rock a poco volumen. Después de echar la última ración, Kate se volvió y le vio por primera vez.
—¿Vas a dar otro paseo? —preguntó sin levantar la voz.
Ford penetró en la frescura del establo.
—¿Qué tal, Kate?
Ella se puso en jarras. Llevaba guantes.
—No muy bien.
—Lamento lo de Peter.
—Ya.
—¿Puedo ayudarte?
—Ya está todo hecho.
Reconoció la música de fondo.
—¿Blondie?
—Cuando estoy con los caballos, a menudo pongo música. Les gusta.
—¿Te acuerdas de…? —empezó a decir él.
Ella le cortó.
—Sí.
Se miraron en silencio. Cuando estaban en el MIT, Kate solía empezar el día en el LEES, el laboratorio de electrónica, poniendo «Atomic» a todo volumen. Se oía por todo Kilian Court. Cuando llegaba Ford, solía encontrársela bailando por la sala con los auriculares puestos y una taza de café en la mano, montando un espectáculo. La Kate de entonces era muy dada a los espectáculos, como cuando vertió medio litro de gasolina en la fuente Murphy y le prendió fuego. Ford sintió el brusco aguijonazo de los recuerdos, de lo que había pasado para siempre. ¡Qué ingenua era entonces! ¡Qué segura estaba de que la vida sería una fiesta continua! Pero tarde o temprano la vida te daba una paliza, particularmente a Kate.
Se centró en la misión, dejando a un lado los recuerdos. Con Kate, la mejor manera siempre era la más directa. Odiaba a los que mareaban la perdiz. ¿Alguna vez podría perdonarse Ford por lo que estaba a punto de hacer?
—Bueno, ¿qué estáis escondiendo? —preguntó a bocajarro.
Ella le miró fijamente, sin falsa sorpresa, protesta ni ignorancia fingida.
—A ti no te importa.
—Sí que me importa. Formo parte del equipo.
—Pues entonces pregúntaselo a Gregory.
—Sé que tú me dirás las cosas claras, mientras que Hazelius… Aún no le tengo calado.
La expresión de Kate se suavizó.
—Hazme caso, Wyman; es mejor que no lo sepas.
—Pero quiero saberlo. Lo necesito. Es mi trabajo. Tú no eres de las que guardan secretos.
—¿Por qué crees que guardamos secretos?
—Desde que he llegado, tengo la sensación de que escondéis algo. Volkonski lo insinuó. Tú también. Es algún problema grave con el Isabella, ¿verdad?
Kate sacudió la cabeza.
—¡Por Dios, Wyman! Siempre igual. Siempre con tu maldita curiosidad.
Se miró la camisa, se quitó unas briznas de paja de un hombro y frunció el entrecejo.
Otro largo silencio. Después Kate miró a Ford con sus ojos marrones e inteligentes, y él vio que había tomado una decisión.
—Sí, hay un problema con el Isabella, pero no es lo que imaginas. No tiene interés. Es una tontería. No tiene nada que ver ni contigo ni con lo que haces aquí. No quiero que lo sepas porque… porque podría causarte problemas.
Ford no dijo nada. Esperó.
Kate soltó una risita amarga.
—Está bien, tú lo has querido, pero no esperes ninguna gran revelación.
Ford tuvo un momento atroz de culpabilidad, pero lo dejó para más tarde.
—Cuando me hayas oído, entenderás que lo hayamos mantenido en secreto. —Kate le miró a los ojos—. Han saboteado el Isabella. Algún hacker nos está tomando el pelo.
—¿Cómo?
—Alguien ha implantado malware en el superordenador. Parece una especie de bomba lógica que se dispara justo cuando el Isabella está a punto de llegar al cien por cien de su potencia. Primero genera una imagen extraña en el visualizador y luego apaga el superordenador y hace aparecer un mensaje ridículo. No te imaginas lo frustrante que puede llegar a ser; frustrante y peligrosísimo. Con esa potencia de energía, si los haces se tuercen o salen de su trayectoria, podríamos saltar todos por los aires, o algo aún peor: que una fluctuación brusca de energía creara partículas peligrosas o agujeros negros en miniatura. Es la Gioconda de los hackers, una auténtica obra maestra, de un programador increíblemente refinado. No conseguimos encontrarlo.
—¿Cuál es el mensaje?
—Lo habitual: «saludos», «hola», o «¿hay alguien»?
—¿Como aquel ejercicio de programación que dice «hola, mundo»?
—Exacto. Un chiste para entendidos.
—¿Y luego?
—Ya está.
—¿No dice nada más?
—No tiene tiempo. Al fallar el ordenador, no tenemos más remedio que hacer una desconexión de emergencia del sistema.
—¿No habéis mantenido ninguna conversación? ¿No habéis hecho que hable?
—¿Lo dices en serio? ¿Con una máquina de cuarenta mil millones a punto de explotar? Además, no serviría de nada; solo soltaría más chorradas. Si el superordenador no responde, tener el Isabella en marcha es como conducir a ciento sesenta por una carretera mojada, de noche y sin faros. Sería una locura sentarse a hablar.
—¿Y la imagen?
—Es muy extraña. No podría describírtela. Es muy espectacular, profunda y luminosa como un fantasma. El que lo hizo, a su manera, era un artista.
—¿Y no encontráis el malware?
—No. Es de una inteligencia diabólica. Parece que se mueva por todo el sistema, borra sus propias huellas y evita que lo detecten.
—¿Por qué no se lo explicáis a Washington y pedís un equipo especializado que lo arregle?
Kate guardó silencio.
—Ya es demasiado tarde. Si se enteran de que nos ha paralizado un hacker, el escándalo sería mayúsculo. El proyecto Isabella fue aprobado en el Congreso de milagro. Sería el final.
—¿Por qué no informasteis enseguida? ¿Por qué lo escondéis?
—¡Queríamos informar! —Kate se atusó el pelo con la mano—. Pero luego decidimos que sería mejor borrar antes el malware, para poder decir que ya lo habíamos resuelto. Sin embargo, fueron pasando los días, y no había manera de localizarlo. Luego ya había transcurrido una semana, diez días… Hasta que nos dimos cuenta de que habíamos esperado demasiado. Si informábamos, nos acusarían de haberlo encubierto.
—Fue un error.
—¡Por supuesto! No sé muy bien cómo pasó. Estábamos bajo mucho estrés, y todo el ciclo de una prueba del Isabella exige como mínimo cuarenta y ocho horas.
Kate sacudió la cabeza.
—¿Sospecháis de alguien?
—Según Gregory, podría ser un grupo de hackers expertos que han planeado a conciencia un sabotaje, pero aunque no lo diga nadie, siempre existe el miedo de que el hacker sea uno de nosotros. —Se calló y suspiró—. Ya ves cómo estamos, Wyman.
Un caballo relinchó suavemente en la penumbra.
—Debido a ello Hazelius cree que la muerte de Volkonski fue un suicidio —conjeturó Ford.
—¡Pues claro que fue un suicidio! Como ingeniero de software, la humillación de ser víctima de un hacker le pesaba como una tonelada de ladrillos. Pobre Peter, era tan frágil… Emocionalmente tenía doce años; como un crío hiperactivo e inseguro, con camisetas que le iban demasiado grandes. —Kate sacudió la cabeza—. No pudo soportar la presión. Nunca dormía. Estaba día y noche delante del ordenador, pero no encontraba la bomba lógica. Era algo que le desesperaba. Empezó a beber, y no me extrañaría que tomase algo más fuerte.
—¿Y qué pasa con Innes? ¿No se supone que es el psicólogo del grupo?
—Innes. —La frente de Kate se arrugó—. Tiene buenas intenciones, pero intelectualmente está a años luz. Quizá esas sesiones semanales de «charla» y toda esa palabrería de que hay que hablar funcione con la gente normal, pero con nosotros no. Cuesta tan poco adivinar sus trucos, sus preguntas capciosas, sus pequeñas estrategias… Peter le aborrecía. —Se secó una lágrima con el dorso del guante—. Todos queríamos mucho a Peter.
—Menos Wardlaw —precisó Ford—. Y Corcoran.
—Wardlaw… Bueno, la verdad es que no aprecia a nadie del grupo, menos a Hazelius. Pero ten en cuenta que en su caso la presión todavía es mayor. Es el responsable de inteligencia del grupo, el que en principio se ocupa de la seguridad. Si llega a saberse todo esto, le mandarán a la cárcel.
«Visto así, no sorprende que esté un poco tenso».
—En cuanto a Melissa, se ha peleado con bastantes integrantes del equipo. No era solo Volkonski. Yo de ti tendría cuidado con ella.
Ford se acordó de la nota, pero no dijo nada. Kate se quitó los guantes y los tiró en una cesta colgada en la pared.
—¿Satisfecho? —preguntó con cierta dureza. Al volver a su casa, Ford se repetía interiormente la pregunta: «¿Satisfecho?».