Septiembre
Wyman Ford contempló el despacho del doctor Stanton Lockwood tercero, asesor científico del presidente de Estados Unidos, en la calle Diecisiete. Su larga experiencia en Washington le había enseñado que, aunque los despachos estuvieran pensados para mostrar la parte externa y pública de las personas, siempre contenían algún detalle que delataba un secreto del interior. Lo buscó con la mirada.
El despacho estaba decorado en lo que Ford llamaba «estilo CIW» («Cargo Influyente de Washington»). Todo lo antiguo era auténtico y de la mejor calidad, empezando por el escritorio Segundo Imperio (grande y feo como un Hummer), siguiendo por el reloj pórtico francés, dorado, y terminando por la sobria alfombra de Sultanabad. No había ni un solo objeto que no costase una fortuna. Naturalmente, no faltaba la obligada pared llena de títulos, premios y fotos del ocupante del despacho con presidentes, embajadores y miembros del gabinete.
Stanton Lockwood deseaba dar la imagen de alguien importante, rico, poderoso y discreto. Sin embargo, la impresión que tuvo Ford fue de que era un esfuerzo inútil de un hombre decidido a ser algo que no era.
Lockwood esperó a que su visitante se hubiera sentado para acomodarse en el sillón situado al otro lado de la mesa de centro. Cruzó las piernas y se alisó la raya de los pantalones de gabardina con una mano larga y blanca.
—Prescindamos de las formalidades de rigor en Washington —dijo—. Llámame Stan.
—Y tú a mí Wyman.
Apoyado en el respaldo, Ford observó a Lockwood; era bien parecido, rondaba los sesenta, llevaba un corte de pelo de cien dólares y su cuerpo de gimnasio iba perfectamente envuelto en un traje gris marengo. Probablemente jugaba a squash. Hasta la foto de la mesa —tres niños rubios perfectos y una madre atractiva— tenía la misma personalidad que un anuncio de servicios financieros.
—Bien, Wyman —dijo Lockwood, dando inicio a la reunión—, tus antiguos colegas de Langley me han contado maravillas de ti. Lamentaron que te fueras.
Ford asintió con la cabeza.
—Fue horrible lo que le ocurrió a tu mujer… Lo siento muchísimo.
Ford intentó no ponerse tenso. Nunca había encontrado la manera de reaccionar cuando le mencionaban la muerte de su esposa.
—Me han dicho que pasaste algunos años en un monasterio.
Se mantuvo a la espera.
—¿No te gustó la vida monástica?
—Para ser monje hay que ser un tipo de persona especial.
—Así que te fuiste del monasterio y montaste el negocio.
—De algo hay que vivir.
—¿Algún caso interesante?
—De momento no tengo ningún caso. Acabo de abrir. Eres mi primer cliente, si de eso se trata.
—Se trata, se trata. Tengo un encargo especial para que empieces enseguida. Durará entre diez días y dos semanas.
Ford asintió con la cabeza.
—Ante todo, debo poner una condición: una vez te haya descrito el encargo, ya no podrás echarte atrás. Es en Estados Unidos y no entraña riesgo ni dificultad, al menos desde mi punto de vista. Al margen del resultado que obtengas, nunca podrás contárselo a nadie, por lo que lamento decirte que no te servirá para el curriculum.
—¿Y la remuneración?
—Cien mil dólares al contado y libres de impuestos, más un buen sueldo acorde con tu cargo tapadera. —Lockwood arqueó una ceja—. ¿Preparado para saber más?
Ni un solo titubeo.
—Adelante.
—Perfecto. —Sacó otra carpeta—. He visto que eres licenciado en antropología por Harvard. Nosotros necesitamos un antropólogo.
—Pues me temo que no soy tu hombre. Solo me licencié, antes de ir al MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, y doctorarme en cibernética. En la CIA me ocupaba principalmente de criptología y de ordenadores. La antropología me queda muy lejos.
Lockwood quitó importancia al dato con un gesto de la mano que hizo brillar su anillo de Princeton.
—Bueno, da lo mismo. ¿Conoces el proyecto Isabella?
—Lo difícil sería no conocerlo.
—Entonces, perdona si repito cosas que ya sabes. El Isabella acabó de construirse hace dos meses, por cuarenta mil millones de dólares. Es un supercolisionador superconductor, un acelerador de partículas de segunda generación con el que pretendemos investigar los niveles de energía del Big Bang y estudiar algunas ideas bastante peculiares para generar energía. Es el proyecto favorito del presidente. Dado que los europeos acababan de terminar el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, él quería mantener la ventaja de Estados Unidos en la física de partículas.
—Lógico.
—No fue fácil conseguir el dinero para el Isabella. La izquierda se quejaba porque había que destinarlo a los desfavorecidos, y la derecha, porque era otro caso de derroche público. El presidente estaba entre Escila y Caribdis, pero finalmente metió el proyecto con calzador en el Congreso y lo supervisó hasta el final. Lo considera su legado, y está empeñado en que funcione bien.
—Natural.
—El Isabella vendría a ser un túnel circular enterrado noventa metros bajo tierra, con una circunferencia de setenta y cinco, por donde circulan protones y antiprotones casi a la velocidad de la luz, en sentidos opuestos. Cuando se hacen chocar las partículas, se obtienen niveles de energía nunca vistos desde que el universo tenía una millonésima de segundo.
—Impresionante.
—Encontramos el lugar perfecto: Red Mesa, un altiplano de mil trescientos kilómetros cuadrados en la reserva navajo, protegido por precipicios de setecientos metros y sembrado de minas de carbón abandonadas, que reconvertimos en túneles y búnkers subterráneos. El gobierno paga seis millones al año al gobierno tribal navajo de Window Rock, Arizona, solución que dejó muy satisfechas a ambas partes.
»En Red Mesa no vive nadie y solo es accesible por una carretera. Cerca de la base de la meseta hay algunos pueblos navajos; gente tradicional, que en su mayor parte aún habla navajo, y vive de las ovejas y de hacer alfombras y joyas. Hasta aquí los antecedentes.
Ford asintió con la cabeza.
—¿Y cuál es el problema?
—Desde hace unas semanas, un supuesto chamán está poniendo a la gente en contra del Isabella, haciendo correr rumores e informaciones falsas. Tu misión es resolver este problema.
—¿Qué está haciendo el gobierno navajo?
—Nada. El gobierno tribal navajo es débil. Al anterior presidente le acusaron de malversación de fondos, y el nuevo acaba de tomar posesión. Serás tú solo contra el chamán.
—Cuéntame algo más.
—Se llama Begay, Nelson Begay. No está clara su edad. No hemos podido localizar su partida de nacimiento. Dice que el proyecto Isabella profana un antiguo cementerio, que ellos todavía usaban los pastos de Red Mesa, y otras cosas por el estilo. Está organizando una manifestación a caballo. —Lockwood sacó un papel sucio de una carpeta y se lo entregó—. Aquí tienes uno de los folletos.
Era una fotocopia borrosa de un jinete con una pancarta.
¡TODOS A CABALLO A RED MESA! ¡PAREMOS EL ISABELLA!
14 y 15 de septiembre
¡Protejamos la Diné Bikéyah, la Tierra de la Gente! Red Mesa, Dzilth Chíí, es la morada del sagrado Ser del Polen, que hace que se abran las flores y germinen las semillas. El isabella es una herida mortal en su costado, desprende radiaciones y envenena a la Madre Tierra.
Únete a la cabalgata hacia Red Mesa. El encuentro será en el Centro Comunitario de Blue Gap, el 14 de septiembre a las 9.00 de la mañana, para subir hasta el antiguo puesto comercial de Nakai Rock. Acamparemos en Nakai Rock, con temascal y ceremonia de la bendición en una sola noche. Recuperaremos la tierra rezando.
—Tu misión es incorporarte como antropólogo al equipo científico, y establecerte como enlace con la comunidad local —dijo Lockwood—. Escucha sus preocupaciones, haz amistades y serena los ánimos.
—¿Y si no funciona?
—Entonces neutraliza la influencia de Begay.
—¿Cómo?
—Encuentra sus trapos sucios. Emborráchalo, hazle fotos en la cama con un burro… Me da igual.
—Lo consideraré un chiste poco logrado.
—Sí, sí, por supuesto. El antropólogo eres tú; se supone que sabes tratar a esa gente.
La sonrisa de Lockwood era insulsa, genérica.
Tras un momento de silencio, Ford preguntó:
—De acuerdo, pero ¿la auténtica misión?
Lockwood juntó las manos y se inclinó, ampliando su sonrisa.
—Averigua qué demonios pasa.
Ford siguió esperando.
—El trabajo de antropólogo será tu tapadera. Tu auténtica misión debe quedar en el más absoluto secreto.
—Entendido.
—En principio el Isabella tenía que estar calibrado y funcionando hace ocho semanas, pero todavía están haciendo ajustes. Dicen que no consiguen que funcione. Han dado todas las excusas concebibles: fallos de software, bobinas magnéticas defectuosas, goteras en el tejado, cables rotos, problemas de ordenadores… Todo lo que puedas imaginar. Al principio me lo creía, pero ahora estoy seguro de que no dicen la verdad. Algo pasa, y creo que no quieren contárnoslo.
—Háblame del equipo.
Lockwood se echó hacia atrás, inspirando.
—Supongo que sabes que el Isabella fue idea de Gregory North Hazelius, que está al frente de un equipo cuidadosamente seleccionado; las mentes más brillantes de Estados Unidos. No hay que preocuparse por su lealtad al país, porque a todos los ha investigado el FBI. Por si fuera poco, también hay un responsable de seguridad nombrado por el Departamento de Energía, y un psicólogo.
—¿El Departamento de Energía? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Uno de los principales objetivos del Isabella es investigar nuevas formas de energía: fusión, agujeros negros en miniatura, materia-antimateria… En principio depende del Departamento de Energía, aunque, para serte franco, esa parte la llevo yo.
—¿Y el psicólogo? ¿A qué se dedica?
—El Isabella es como el proyecto Manhattan: aislamiento, seguridad absoluta y muchas horas muertas sin poder ver a la familia. Un entorno de mucho estrés. Queríamos asegurarnos de que nadie se volviera loco.
—Ya.
—Hace diez semanas que subió el equipo que debía poner en marcha el acelerador. Se suponía que tardarían como máximo dos semanas, pero siguen en ello.
Ford asintió con la cabeza.
—De momento, lo que hacen es consumir mucha electricidad; a la potencia máxima, el Isabella gasta lo mismo que una ciudad mediana. No dejan de poner la maldita máquina al cien por cien de potencia, pero siempre dicen lo mismo, que no funciona. Cada vez que presiono a Hazelius para que me dé algún dato, se escabulle con alguna respuesta. Te seduce y te halaga hasta convencerte de que lo negro es blanco, pero pasa algo raro, y lo están encubriendo. Podría ser un problema mecánico, un problema de software… o un problema humano, por qué no. En todo caso, no podría ser más inoportuno. Ya estamos en septiembre. Faltan dos meses para las elecciones a la presidencia. Sería muy mal momento para un escándalo.
—¿Por qué se llama Isabella?
—Es el nombre que le puso Dolby, el ingeniero jefe, que dirigió el equipo de diseño. Sonaba mucho mejor que el designado oficialmente: SSCII. Supongo que será el nombre de su novia, o algo así.
—Has dicho que hay un responsable de seguridad. ¿De dónde procede?
—Se llama Tony Wardlaw, y tiene experiencia en las Fuerzas Especiales. Se distinguió en Afganistán antes de entrar en la Oficina de Inteligencia del Departamento de Energía. Un primer espada.
Ford reflexionó un momento antes de hablar.
—Stan, lo que aún no veo claro es por qué crees que no dicen la verdad. Quizá tengan los problemas que has mencionado.
—Wyman, tengo el mejor detector de mentiras de toda la ciudad, y lo de Arizona no me huele a Chanel número 5. —Lockwood se inclinó—. En el Congreso hay gente que está afilando los cuchillos, de uno y otro lado. La primera vez perdieron, y ahora ven una segunda oportunidad.
—Parece muy propio de Washington: construir una máquina que cuesta cuarenta mil millones y después cortar el presupuesto.
—Tú lo has dicho, Wyman. La única constante de esta ciudad es la estupidez. Tu misión es averiguar qué ocurre, e informarme a mí personalmente. Nada más. No actúes por tu cuenta. Ya lo gestionaremos desde aquí.
Fue al escritorio para sacar algunos informes de un cajón y dejarlos al lado del teléfono.
—Hay uno acerca de cada científico. Historial médico, evaluaciones psicológicas, creencias religiosas… Incluso aventuras extraconyugales. —Sonrió sin alegría—. Proceden de la Agencia Nacional de Seguridad, y ya sabes lo exhaustivos que son.
Ford miró el primer dossier y lo abrió. La primera página llevaba grapada una foto de Gregory North Hazelius, con una mirada enigmática de diversión en sus ojos azules y brillantes.
—Hazelius… ¿Le conoces personalmente?
—Sí. —Lockwood bajó la voz—. Y quería ponerte en guardia.
—¿En qué sentido?
—Domina el arte de seducir a las personas; las deslumbra y hace que se sientan especiales. Su cerebro funciona a tal velocidad, con una intensidad tan increíble, que es como si hipnotizara a la gente. Hasta sus comentarios más espontáneos parecen contener secretos importantes. Le he visto señalar algo tan común como una piedra cubierta de liquen y dar unas explicaciones que te convencían de que era algo prodigioso, milagroso. Te presta toda su atención. Te trata como si fueras la persona más importante del mundo, y el efecto es irresistible, pero es algo que no se puede explicar en un dossier. Te parecerá raro, pero… es casi como enamorarse. Tiene una manera de envolverte, de sacarte de la rutina… Tendrás que vivirlo para entenderlo. Hombre precavido vale por dos. Mantén las distancias.
Hizo una pausa y miró a Ford. En el silencio se filtraba un rumor de coches, bocinas y voces de la calle. Ford juntó las manos detrás de la cabeza y miró a Lockwood.
—Normalmente, este tipo de investigación la haría el FBI o la sección de inteligencia del Departamento de Energía. ¿Por qué yo?
—¿No es evidente? Faltan dos meses para las elecciones, y el presidente quiere solucionar el problema deprisa y con discreción, sin dejar ningún rastro de papeles. Si fracasas, no te conoceremos. En realidad no te conoceremos ni siquiera si tienes éxito.
—Ya, pero ¿por qué concretamente yo? Lo único que tengo es una licenciatura en antropología.
—Reúnes todos los requisitos: antropología, informática, ex miembro de la CIA… —Lockwood sacó un expediente de un montón—. Y también tenemos otra baza.
A Ford no le gustó el cambio brusco de tono.
—¿Cuál?
Lockwood empujó el dossier sobre la mesa. Al abrirlo, Ford se quedó mirando la foto grapada en la portada: una mujer de pelo negro brillante y ojos de color caoba le sonreía.
Cerró de golpe la carpeta, la empujó hacia Lockwood y se levantó.
—¿Me haces venir un domingo por la mañana para un truco así? Perdona, pero yo no mezclo el trabajo con la vida privada.
—Es demasiado tarde para retirarte.
Dibujó una sonrisa fría.
—¿Vas a impedir que me vaya?
—Tú has estado en la CIA, Wyman. Sabes de qué somos capaces.
Dio un paso, dominando a Lockwood con su estatura.
—Mira cómo tiemblo.
El asesor científico levantó la vista, sonriendo ligeramente con las manos juntas.
—Lo siento, Wyman. Ha sido una tontería decirlo. En todo caso, si alguien debería entender la importancia del proyecto Isabella eres tú. Abrirá las puertas a una nueva comprensión del universo, del momento mismo de la creación. También podría ofrecernos una fuente ilimitada de energía sin carbono. Sería una tragedia enorme para la ciencia norteamericana que tirásemos esta inversión a la basura. Acepta, por favor; si no lo haces por el presidente, ni por mí, hazlo por tu país. Con toda franqueza, el Isabella es lo mejor que ha hecho este gobierno. Es nuestro legado. Cuando se haya calmado todo el embrollo político, será lo que perdurará. —Devolvió la carpeta a Ford—. Es la subdirectora del Isabella. Treinta y cinco años, doctorada por Stanford y una experta en teoría de cuerdas. Lo que hubo entre vosotros es cosa del pasado. La he conocido, y es una persona muy inteligente, profesional, y todavía soltera, aunque dudo que tenga alguna importancia. Podrás romper el hielo, hablar con alguien. Nada más.
—Querrás decir que es una fuente de información.
—Está en juego el experimento científico más importante de la historia. —Lockwood dio un golpecito al dossier y miró a Ford—. ¿Qué me dices?
Ford le miró y se dio cuenta de que acariciaba nerviosamente con la mano izquierda un guijarro que estaba sobre la mesa.
Lockwood siguió su mirada y sonrió avergonzado, como si acabaran de pillarle.
—¿Esto?
De pronto, Ford vio que se ponía a la defensiva.
—¿Qué es? —preguntó.
—Mi piedra de la suerte.
—¿Puedo verla?
Lockwood se la dio a regañadientes. Al girarla, Ford vio que tenía un pequeño fósil de trilobite en un lado.
—Interesante. ¿Algún significado especial?
Lockwood pareció vacilar.
—Lo encontró mi hermano gemelo el verano en el que cumplíamos nueve años, y me lo dio. Este fósil es lo que me puso en el camino de la ciencia. Unas semanas después… mi hermano se ahogó.
Ford palpó la piedra, pulida tras años de caricias. Ya había encontrado al hombre interior, e inesperadamente le caía bien.
—Necesito que aceptes la misión. De verdad, Wyman.
«Yo también». Dejó suavemente la piedra sobre la mesa.
—De acuerdo, acepto, pero yo trabajo a mi manera.
—Perfecto. Pero no lo olvides: nada de actuar por tu cuenta.
Lockwood se levantó, sacó un maletín de su escritorio, guardó los informes y lo cerró con llave.
—Aquí dentro hay un teléfono vía satélite, un ordenador portátil, documentación para ponerte en antecedentes, un billetero, dinero y tu tapadera oficial. Hay una avioneta esperando. Te acompañará el vigilante que hay a la salida de mi despacho. La ropa y los efectos personales te los enviarán por separado. —Hizo girar la combinación del maletín—. La clave son las cifras del siete al diez del número pi.
Sonrió, orgulloso de su inteligencia.
—¿Y si no estamos de acuerdo en lo que significa «actuar por mi cuenta»?
Empujó el maletín sobre la mesa.
—Acuérdate de que no te conocemos de nada.