Esa misma mañana, el reverendo Don T. Spates se sentó en el sillón de su despacho, accionó una palanca para ajustar el soporte lumbar y manipuló un rato el resto de controles hasta sentirse cómodo. Se encontraba bien. El proyecto Isabella había resultado ser una cuestión candente, y le pertenecía. Era suya. Llegaba dinero a mansalva, y los teléfonos no daban abasto. La cuestión era cómo abordarla en su programa cristiano del viernes por la noche, América: mesa redonda. En un sermón podía jugar con las emociones y ponerse melodramático, mientras que América: mesa redonda apelaba a la razón. Era un programa respetado. Por eso Spates necesitaba datos sólidos, algo de lo que prácticamente carecía aparte de lo que pudiera conseguir en la página web del proyecto Isabella. Ya había cancelado a los invitados citados con varias semanas de antelación, y había encontrado uno nuevo, un físico capacitado para hablar sobre el proyecto Isabella. Sin embargo, necesitaba algo más. Necesitaba una sorpresa.
Charles, su ayudante, entró en el despacho con las carpetas de cada mañana.
—Los e-mails que solicitó ver, reverendo. Mensajes. Agenda del día.
Las dejó una al lado de la otra, con discreta eficacia.
—¿Dónde está mi café?
Apareció su secretaria.
—¡Buenos días, reverendo! —dijo, animada.
Su pelo, cardado y con mechas, reflejaba el sol matinal. Depositó una bandeja frente a Spates: una cafetera de plata, una taza, azúcar, una jarrita con leche, una galleta de nueces de macadamia y el Virginia Beach Daily Press recién impreso.
—Cierra la puerta al salir.
De nuevo solo, y en plácido silencio, Spates se sirvió un café, se apoyó en el respaldo del sillón, acercó la taza a los labios y tomó el primer sorbo, amargo y delicioso. Tras paladear el café, se lo tragó, expulsó el aire y dejó la taza en su sitio. A continuación cogió la carpeta de los e-mails. Cada día, Charles y tres ayudantes hacían una criba de los miles de e-mails que llegaban, para elegir los de quienes habían hecho, o parecían dispuestos a realizar, donativos del nivel «1000 bendiciones», así como los de políticos y figuras del mundo empresarial a quienes hubiera que dorar la píldora. Ahí estaba la selección, que requería una respuesta personal; generalmente, dar las gracias por el dinero o pedir un donativo.
Cogió el primer e-mail del montón y, tras una lectura somera, redactó una respuesta y la dejó a un lado. Después cogió el segundo mensaje, y así con todos.
Cuando llevaba un cuarto de hora, apareció un e-mail con un post-it de Charles: «Parece interesante».
Dio un mordisco a su galleta y empezó a leer.
Apreciado reverendo Spates:
Saludos en Cristo.
Soy el pastor Russ Eddy, y le escribo desde la misión Reunidos en tu Nombre de Blue Gap, Arizona. Llevo la Buena Nueva a tierras navajo desde 1999, cuando fundé la misión. Es pequeña; de hecho, la llevo en solitario.
Su sermón sobre el Isabella dio en el clavo, reverendo. Voy a explicarle por qué. El Isabella es vecino nuestro; está justo aquí arriba, en Red Mesa, y lo veo por la ventana mientras escribo este mensaje. Mis feligreses me han hablado mucho de él. Corren todo tipo de rumores, a cual peor, y no lo digo por decir. La gente está asustada; tiene miedo de lo que pueda estar pasando allá arriba.
No le molesto más, reverendo; solo quería agradecerle que luche por la causa santa y que alerte a todos los cristianos sobre esta máquina impía que hay en el desierto. Ánimo, y no decaiga.
Suyo en Cristo,
Pastor Russ Eddy,
Misión Reunidos en tu Nombre,
Blue Gap, Arizona
Spates leyó dos veces el e-mail. Después bebió el resto del café, dejó la taza en la bandeja, apretó el pulgar sobre las últimas migas de galleta húmedas y lo chupó. Se apoyó en el respaldo, pensativo. Eran las siete y cuarto en Arizona. Por lo visto, los pastores rurales se levantaban temprano.
Cogió el teléfono y marcó el número que había al final del mensaje. Sonó varias veces antes de que contestara una voz aguda.
—El pastor Russ al habla.
—¡Ah, pastor Russ! Soy el reverendo Don T. Spates, de la Iglesia de Dios en Máxima Audiencia, en Virginia Beach. ¿Cómo está, pastor?
—Muy bien, gracias. —El tono era de duda, e incluso de recelo—. ¿Quién ha dicho que era?
—¡El reverendo Don T. Spates! ¡Ya sabe, de Dios en Máxima Audiencia!
—¡Ah, reverendo Spates! ¡Qué sorpresa! Deduzco que ha recibido mi e-mail.
—Pues sí, y lo he encontrado muy interesante.
—Gracias, reverendo.
—Llámeme Don, por favor. Creo que su proximidad a la máquina y su conocimiento de este experimento científico podrían ser un regalo de Dios.
—¿En qué sentido?
—Necesito una fuente de información, de alguien in situ, y tal vez Dios quiera que sea usted esa fuente. No creo que le haya impulsado a escribir este e-mail por nada, ¿verdad, Russ?
—Sí, claro. Quiero decir que no. Yo escucho su sermón cada domingo. Aquí no llega la televisión, pero tengo una conexión de internet por satélite, y escucho el webcast sin falta.
—Me alegro, Russ. Da gusto saber que nuestro webcast tiene público. Russ, en su mensaje hablaba de rumores. ¿Qué tipo de rumores ha oído?
—De todo: experimentos con radiación, explosiones, malos tratos a niños… Dicen que allí arriba están creando monstruos y que el gobierno está probando un arma nueva para destruir el mundo.
Spates tuvo una punzada de desilusión. El supuesto pastor parecía un chalado. Qué se podía esperar de alguien que vivía en medio del desierto con los indios.
—¿No tiene algo un poco más… sólido?
—Ayer, arriba, hubo un asesinato. Uno de los científicos fue encontrado con una bala en la cabeza.
—¿En serio?
Eso ya estaba mucho mejor. ¡Gracias a Dios!
—¿Cómo lo sabe?
—En una zona rural como esta los rumores corren deprisa. La mesa estaba llena de agentes del FBI.
—¿Usted les ha visto?
—¡Desde luego! El FBI solo viene a la reserva si ha habido un homicidio. Casi todos los otros delitos los lleva la policía tribal.
Spates sintió un hormigueo en la espalda.
—Uno de mis feligreses tiene un hermano en la policía tribal, y el último rumor es que ha sido un suicidio. Todo se lleva de forma confidencial.
—¿Cómo se llamaba el científico muerto?
—No lo sé.
—¿Está seguro de que era uno de los científicos, Russ?
—Hágame caso. Si fuera un navajo lo sabría. Esta comunidad está muy unida.
—¿Se ha encontrado con alguno de los científicos del equipo?
—No. Apenas salen.
—¿Habría alguna manera de que se pusiera en contacto con ellos?
—Sí, claro. Supongo que podría subir y presentarme amablemente como el pastor local.
—¡Qué buena idea, Russ! Me interesaría saber algo más del hombre que dirige el Isabella. Creo que se llama Hazelius. ¿Sabe quién es?
—Me suena el nombre.
—Declaró que era el hombre más inteligente del mundo. Dijo que todos los demás estaban por debajo de él, y nos llamó a todos imbéciles. ¿Se acuerda?
—Creo que sí.
—Un poco fuerte decir eso, ¿no cree? Sobre todo si es alguien que no cree en Dios.
—A mí no me sorprende, reverendo. Vivimos en un mundo que rinde culto al mal.
—Tiene usted mucha razón, hijo mío. Entonces, ¿cuento con usted?
—Sí, reverendo, por supuesto.
—Hay algo que es importante: necesito la información en dos días, para usarla en America: mesa redonda el viernes. ¿Ha escuchado alguna vez el programa?
—Desde que se puede seguir por internet, no me pierdo ni uno.
—Este viernes vendrá al programa un físico para hablar a fondo del proyecto Isabella, desde una perspectiva cristiana. Necesito urgentemente más información; no lo que le dicen a la prensa, sino trapos sucios de verdad, como esta muerte. Necesito saber qué ha pasado. Hable con el policía navajo. ¿Me ha entendido, Russ?
—Sí, reverendo, sí, perfectamente.
Spates colgó el auricular y miró por la ventana, pensativo. Todo empezaba a cuadrar. El poder de Dios no tenía límites.