Una hora después, cuando Ford entró a desayunar, se encontró con el olor tonificante del café, el beicon y los panqueques. Miró desde la puerta. Había poca gente. Varios miembros del equipo estaban en el Búnker, y otros prestaban declaración al FBI en la sala de descanso. Como siempre, Hazelius presidía la mesa.
Respiró hondo y entró. Si hasta entonces los científicos tenían mala cara, ahora parecían zombis comiendo en silencio, con los ojos rojos y la mirada perdida. El que tenía peor aspecto era Hazelius.
Se sirvió una taza de café. Pocos minutos después, cuando entró Wardlaw, Ford le observó de reojo. En contraste con los demás, se le veía descansado, impasible y más simpático de lo habitual, saludando con la cabeza mientras iba hacia su asiento.
Kate iba y venía de la cocina con bandejas de comida. Ford hizo lo posible por no mirarla. Todos hablaban con desgana. Nadie quería comentar nada de Volkonski. Cualquier tema de conversación era bueno para evitarlo.
Corcoran se sentó a su lado. Sintiéndose observado, Ford se volvió y se encontró con una sonrisa cómplice.
—¿Dónde estabas esta noche? —le preguntó en voz baja inclinándose hacia él.
—Paseando.
—Ya.
Corcoran miró hacia Kate con una sonrisita.
«Cree que me acuesto con Kate».
Después se volvió hacia el grupo y dijo:
—Esta mañana salimos en todas las noticias. ¿Os habéis enterado?
Todos dejaron de comer.
—¿No, nadie? —Corcoran miró a su alrededor con aire triunfal—. No es lo que os pensáis. Peter Volkonski no sale, al menos por ahora.
Volvió a mirar al grupo, disfrutando de su atención.
—Se trata de algo bastante extraño. ¿Sabéis aquel telepredicador que tiene una iglesia enorme en Virginia? ¿Spates? Pues en el Times digital de esta mañana hay un artículo sobre él y sobre nosotros.
—¿Spates? —Innes se inclinó al otro lado de la mesa—. ¿El predicador al que pillaron con aquellas putas? ¿Qué tiene que ver con nosotros?
La sonrisa de Corcoran se volvió más amplia.
—Su sermón del domingo pasado fue un monográfico sobre nosotros.
—Pues no puedo imaginar por qué —dijo Innes.
—Dijo que éramos una pandilla de científicos impíos que estábamos desmintiendo el libro del Génesis. El sermón está disponible en versión completa como podcast en su página web. «Os saludo en nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» —recitó Corcoran, haciendo una imitación casi perfecta del acento sureño de Spates, en una nueva demostración de su talento como imitadora.
—No puedes decirlo en serio —dijo Innes.
Corcoran tocó a Ford con la pierna por debajo de la mesa.
—¿Tú no te habías enterado?
—No.
—Pero ¿acaso alguien tiene tiempo de leer las noticias? —preguntó Thibodeaux con voz aguda, irritada—. A mí ya me cuesta bastante acabar mi trabajo.
—No lo entiendo —dijo Dolby—. ¿En qué sentido estamos desmintiendo el Génesis?
—Estamos investigando el Big Bang, esa teoría humanista secular que dice que el universo se creó al margen de la mano de Dios. Formamos parte de una guerra contra la fe. Odiamos a Cristo.
Dolby sacudió la cabeza, irritado.
—Según el Times, el sermón ha armado un gran revuelo. Ya hay varios congresistas del sur que piden una investigación y que amenazan con cerrar el grifo del dinero.
Innes se volvió hacia Hazelius.
—¿Tú lo sabías, Gregory?
Hazelius asintió cansadamente.
—¿Y qué vamos a hacer?
Dejó su taza de café y se frotó los ojos.
—La prueba de Stanford-Binet demuestra que el setenta por ciento de los seres humanos tienen una inteligencia igual o por debajo de la media. Dicho de otra manera, más de dos tercios de la población mundial está dentro de la media, que ya es ser bastante tonto, o bien son imbéciles clínicos.
—No estoy seguro de ver por dónde vas —dijo Innes.
—Estoy diciendo que el mundo es así, George. Resígnate.
—Pero tendremos que emitir un comunicado para refutar esta acusación —opinó Innes—. Por lo que a mí respecta, la teoría del Big Bang es perfectamente compatible con creer en Dios. Lo uno no excluye lo otro.
Edelstein levantó la vista del libro con una chispa de diversión en la mirada.
—Si eso es realmente lo que piensas, George, es que no entiendes ni a Dios ni el Big Bang.
—Un momento, Alan —le interrumpió Ken Dolby—. Se puede tener una teoría puramente física, como la del Big Bang, y seguir creyendo que detrás está Dios.
Los ojos oscuros de Edelstein se enfocaron en él.
—Si la teoría lo explica todo, como debe hacer una buena teoría, entonces Dios sería innecesario, un simple espectador. ¿Qué sentido tiene un Dios inútil?
—¿Por qué no nos dices lo que piensas de verdad, Alan? —dijo sarcásticamente Dolby.
Innes habló en voz alta, adoptando su tono profesional.
—Seguro que el mundo es bastante grande para que quepan Dios y la ciencia.
Corcoran puso los ojos en blanco.
—Yo me opondría a cualquier declaración que se hiciera en nombre del proyecto Isabella en el que se mencionase a Dios —objetó Edelstein.
—Basta de discusiones —interrumpió Hazelius—. No habrá ningún comunicado. Que lo resuelvan los políticos.
En ese momento se abrió la puerta de la sala y tres científicos salieron seguidos por los agentes especiales Greer y Álvarez, y el teniente Bia. Se hizo el silencio.
—Quería darles las gracias por su colaboración —dijo Greer fríamente, con el portapapeles en la mano, dirigiéndose al grupo—. Ya tienen mi tarjeta. Si necesitan algo más o si se acuerdan de algo útil, llámenme, por favor.
—¿Cuándo sabremos algo? —preguntó Hazelius.
—En dos o tres días.
Después de un silencio, Hazelius dijo:
—¿Puedo hacerle un par de preguntas?
Greer esperó.
—¿Encontraron la pistola en el coche?
—Sí —respondió después de vacilar.
—¿Dónde?
—En el suelo, en el lado del conductor.
—Tengo entendido que el doctor Volkonski recibió un disparo a bocajarro en la sien derecha cuando estaba sentado al volante. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Había alguna ventanilla abierta?
—Todas estaban cerradas.
—¿Estaba puesto el aire acondicionado?
—Sí.
—¿Y los seguros de las puertas?
—También.
—¿La llave de contacto?
—También.
—¿Los tests de la mano derecha del doctor Volkonski han dado positivo en restos de pólvora?
Un silencio.
—Aún no han llegado los resultados.
—Gracias.
Ford se dio cuenta de la importancia de las preguntas. Estaba claro que Greer también. Cuando los agentes salieron de la sala, se reanudó la comida en un silencio tenso. Parecía flotar en el aire la palabra «suicidio», sin que la pronunciase nadie.
Al final de la comida, Hazelius se levantó.
—Desearía pronunciar unas palabras. —Sus ojos cansados recorrieron toda la sala—. Ya sé que estáis tan afectados como yo.
Varias personas cambiaron de postura, incómodas. Ford miró a Kate con disimulo. Más que afectada, parecía destrozada.
—Los problemas del Isabella se cebaron particularmente en Peter, por razones que todos conocemos. Hizo un esfuerzo sobrehumano por arreglar las dificultades con el software del proyecto, y supongo que acabó rindiéndose. Me gustaría recitar unos versos en su memoria, de un poema de Keats sobre el momento trascendental del descubrimiento.
Recitó de memoria:
Y supe qué se siente al otear
nuevos planetas en el firmamento,
o qué sintió Cortés al contemplar,
águila audaz, el Pacífico inmenso
(y entre sus hombres todo era dudar),
en lo alto del Darién, en gran silencio.
Hazelius hizo una pausa y alzó la vista.
—Ya lo he dicho otras veces: en este mundo, ningún descubrimiento que valga la pena es fácil. Cualquier gran exploración de lo desconocido es peligrosa, física y psicológicamente. No hay más que pensar en el viaje de Magallanes alrededor del mundo o en el descubrimiento de la Antártida por el capitán Cook; por no hablar del programa Apollo, o el del transbordador espacial. Ayer sufrimos una baja a causa de los rigores de la investigación. Al margen del resultado que obtengamos (y creo que la mayoría ya adivina cuál será), siempre consideraré a Peter un héroe.
Hizo una pausa, con un nudo en la garganta, y al cabo de un momento carraspeó.
—La siguiente prueba del Isabella empezará mañana a mediodía. Todos sabéis qué debéis hacer. Los que aún no estemos en la montaña nos reuniremos aquí, en la sala de descanso, a las once y media, y saldremos en grupo. A las doce menos cuarto se cerrarán las puertas del Bunker. Esta vez, señoras y señores, prometo que contemplaremos el Pacífico, como Cortés.
A Ford le impresionó el fervor de su voz: el fervor del auténtico creyente.