Las tres de la mañana. Ford abrió la puerta trasera de su casa y salió a la oscuridad con una mochila en la espalda. Las estrellas brillaban en el cielo. Un coro de aullidos de coyote se apagó a lo lejos. Casi había luna llena, y el aire del desierto era tan puro que la luz daba un tono plateado hasta al último detalle del paisaje. Pensó que era una noche muy bonita. Lástima que no tuviera tiempo para apreciar su belleza.
Examinó el pequeño asentamiento. Las demás casitas estaban a oscuras, menos la última del final de la curva: la de Hazelius; una luz amarilla, en el dormitorio trasero, se filtraba por las cortinas.
La casita de Volkonski quedaba al otro lado, a cuatrocientos metros por la curva.
Cruzó corriendo el patio iluminado por la luna, hasta cobijarse en las sombras de los álamos. Se movía despacio, esquivando las manchas de luz. Al llegar a la casa de Volkonski, echó un vistazo al terreno, pero no vio ni oyó nada.
Ya en la parte trasera, se pegó a la oscuridad de la pared, junto a la puerta, precintada por la policía. Metió la mano en la mochila y sacó unos guantes de cabritilla y un cuchillo. Giró el pomo. Estaba cerrado, por supuesto. Sopesó brevemente las consecuencias de romper el precinto y decidió que valía la pena.
Cortó la cinta. Después sacó una toalla de la mochila, envolvió una piedra y la apretó contra el cristal hasta que este se partió con una vibración. Tras retirar los trozos, introdujo una mano, abrió el cerrojo y entró.
Recibió de lleno el olor de la desesperación de Volkonski: humo viejo de cigarrillos y marihuana, alcohol de garrafa, cebollas hervidas y aceite de freír pasado. Sacó de la mochila una linterna led y barrió el suelo. La cocina estaba hecha un desastre; un moho verde y gris se extendía por una bandeja de papel con col hervida y pimientos en miniatura, que debían de llevar varios días en el mismo sitio. La papelera de reciclaje estaba tan llena que se habían caído varias botellas de cerveza y botellines de vodka. Algunos se habían roto en el suelo de baldosas de Saltillo, y los trozos estaban recogidos en un rincón.
Pasó al salón comedor. La alfombra crujía de suciedad, y el sofá estaba manchado. El único adorno eran un par de dibujos infantiles pegados con celo a una puerta: en el primero había una nave espacial, y en el segundo la nube en forma de seta de una bomba atómica. Aparte de eso no había fotos de mujer ni de hijos. Ni un solo detalle sentimental.
¿Por qué Volkonski no se había llevado los dibujos? Probablemente no fuera un padre ejemplar. De hecho, a Ford incluso le costaba imaginárselo en aquel papel.
La puerta del dormitorio, que daba al pasillo, estaba abierta. Aun así, en el interior olía a cerrado. La cama tenía el triste aspecto de las que nunca se hacen, con sábanas que no se cambian. La cesta de la ropa sucia estaba a rebosar. En el armario, medio lleno de ropa, Ford encontró un traje. Palpó la tela: lana de calidad. Pasó la mano por el resto de las prendas. Volkonski había llevado mucha ropa al desierto, ropa que en su línea (entre cutre y con estilo) no carecía de elegancia. Seguro que no sabía dónde se metía, al menos socialmente. Pero ¿por qué no llevársela?
Salió al pasillo y entró en el segundo dormitorio, convertido en despacho. Faltaba el ordenador, pero aún estaban los cables USB y FireWire, desconectados, así como una impresora, un módem de alta velocidad y una estación base wifi. Había discos de ordenador por todas partes, como si los hubiera seleccionado apresuradamente.
Al abrir el primer cajón de la mesa del ordenador, encontró más desorden: bolígrafos que perdían tinta, lápices mordisqueados y fajos impresos de programación en lenguaje ensamblador, del tipo que se tardaría años en analizar. En el siguiente cajón encontró un montón de carpetas desordenadas. Les echó un vistazo: más lenguaje de programación impreso, notas en ruso y diagramas de flujo. Levantó el fajo. Debajo había un sobre, cerrado y con sello, pero sin dirección, y partido por la mitad.
Sacó los dos trozos y, al desdoblarlos, no encontró una carta sino una página en código informático hexadecimal. Escrita a mano. La fecha era del lunes, el día que Volkonski se había ido. Nada más.
Se le acumulaban las preguntas. ¿Por qué lo había escrito si después lo había roto? ¿Por qué había puesto el sello, pero no la dirección? Y, por encima de todo, ¿por qué lo había escrito a mano? Nadie escribía un código a mano. Era muy farragoso, y con un índice de errores absurdamente elevado.
Tuvo una idea: en un entorno informático tan protegido como el del proyecto Isabella, no se podían copiar, imprimir, transmitir ni enviar datos por e-mail sin que quedase registrado. Con una copia a mano, en cambio, al ordenador no le quedaba constancia de nada. Guardó los fragmentos de cana en el bolsillo. En cualquier caso eran importantes.
En el porche de atrás oyó que crujía la arena.
Apagó la linterna y se quedó como una estatua. Silencio. Después, un ligerísimo crac crac entre la suela de un zapato y el suelo de la cocina.
No podía salir por ninguna puerta, la de la cocina y la principal, sin que le vieran.
Otro crujido casi imperceptible, más cerca. El intruso sabía que Ford estaba allí, e iba en su busca avanzando muy despacio, sin duda para tenderle una emboscada.
Sin hacer ruido, Ford cruzó la alfombra, se acercó a la ventana trasera y levantó las manos. Giró el pestillo circular, cogió el panel superior y empujó un poco hacia arriba. Estaba atascada.
Casi no tenía tiempo.
Con un fuerte empujón, el panel corredero cedió. Décimas de segundo después entró corriendo el intruso. Ford se lanzó por la ventana, desgarrando la mosquitera justo en el momento en que dos disparos muy seguidos de una pistola de poco calibre con silenciador resquebrajaban el cristal un poco más arriba. Ford rodó por el suelo entre una lluvia de cristales.
Inmediatamente se levantó y corrió, zigzagueando entre los álamos, en la oscuridad. Al llegar al final de los árboles, subió corriendo por el valle en campo abierto. La luna brillaba tanto que veía correr su sombra.
Sus oídos captaron el zumbido sordo de unas balas de velocidad inicial baja. Tenía que ser Wardlaw; era el único que podía tener un silenciador, o disparar así.
Al llegar al bulto oscuro de Nakai Rock, volvió a la izquierda y corrió por el camino que subía a los riscos. Pasó otra bala por su izquierda, con un zumbido de avispa. Rápidamente abandonó el camino y escaló hacia el borde por las rocas, siempre a cubierto. Poco después llegó a la cima, con las piernas agarrotadas por el esfuerzo, y se paró a mirar hacia atrás. Una silueta le perseguía por las rocas a doscientos metros.
Corrió por un caballón de piedra desnuda, que no le ofrecía ninguna protección, pero en el que al menos no quedarían marcadas sus pisadas. Delante había varios pequeños barrancos que zigzagueaban hacia el borde de la mesa. Tardó muy poco en llegar al primero. Saltó y bajó corriendo por el cauce seco del fondo, hasta donde este se torcía bruscamente al acercarse al borde de la mesa. Entonces se escondió en un saliente de piedra y miró hacia atrás. Su perseguidor se había quedado en el borde, examinando la arena del suelo con la linterna.
Era Wardlaw, con absoluta certeza.
El jefe de seguridad se levantó y movió el haz de la linterna por el cauce. Después bajó, ayudándose con las manos, y se dirigió hacia donde estaba Ford, con la pistola preparada.
Ford trepó por la parte que quedaba oculta. Justo cuando llegaba al final del barranco, y quedaba fugazmente a la vista, se sucedieron rápidamente dos disparos, uno de los cuales descascarilló la piedra que estaba más cerca de él.
Echó a correr por un tramo desprotegido de arena, con la esperanza de llegar al fondo antes de que Wardlaw alcanzase el punto más alto del cañón. El esfuerzo era tan grande, que parecía que le estuvieran clavando cuchillos en los pulmones. Poco antes del final, cambió de dirección y fue hacia un llano de roca desnuda y erosionada. La falta de vegetación lo hacía arriesgado, pero al fondo había un conjunto de pilares que le brindaría protección, y una posible escapatoria. Saltó de la última duna y empezó a correr por el llano, que, de momento, Wardlaw no podía ver.
De repente vio algo que le hizo cambiar de planes. A medio camino se hundía un poco la roca, y quedaba un espacio suficientemente oscuro para esconderse. Volvió de golpe y se dejó caer. No era un gran escondrijo; bastaba con que Wardlaw enfocase correctamente la linterna, pero probablemente daría por supuesto que Ford había corrido hacia el magnífico refugio de los pilares del fondo.
Minutos después oyó que Wardlaw corría por la roca, hasta que sus jadeos se alejaron.
Contó hasta sesenta y asomó la cabeza con precaución. Vio que la linterna de Wardlaw se movía por las rocas del fondo, escudriñando a conciencia el laberinto de piedra.
Saltó y volvió corriendo a Nakai Valley.
Después de dar un amplio rodeo, Ford llegó a la parte trasera de su casita. Se cercioró de que Wardlaw no hubiera apostado a alguien para vigilar, y entró furtivamente. Empezaba a amanecer por el este. En la mesa resonó el grito lejano de un puma.
Fue al dormitorio con la esperanza de poder dormir un poco antes del desayuno, pero al llegar se quedó mirando la cama.
Había un sobre encima de la almohada. Lo cogió y sacó la nota. «Siento no haberte encontrado», rezaba en una letra generosa y redondeada. Lo firmaba «Melissa».
Lo dejó otra vez sobre la almohada, diciéndose con ironía que los riesgos de aquella misión apenas empezaban a desvelar su verdadera magnitud.