Cuando llegó la policía tribal navajo, Ford ya había visto cómo se ponía el sol en un remolino de nubes de color bourbon. Cuatro coches patrulla y una camioneta llegaron zumbando por el asfalto brillante, con las luces encendidas; frenaron con sendos chirridos de neumáticos perfectamente calibrados.
Del primer coche bajó un detective navajo fuerte y huesudo, de unos sesenta años, con el pelo gris muy corto, seguido por una patrulla de policías de la nación navajo. El detective, que calzaba botas de vaquero polvorientas y tenía las piernas arqueadas, siguió el rastro de los neumáticos hasta el borde del barranco. Los demás, que le seguían, empezaron a delimitar y a precintar el lugar del crimen.
Hazelius y Wardlaw llegaron en un jeep y aparcaron a un lado de la carretera. Primero observaron en silencio la labor policial. Después Wardlaw se volvió hacia Ford.
—¿Dices que ha sido un disparo?
—A bocajarro en la sien izquierda.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque las marcas de pólvora eran considerables.
Wardlaw le dedicó una mirada de recelo, con los ojos entornados.
—¿Ves mucho CSI por la tele? ¿O es que tu hobby es recoger pruebas forenses?
El detective navajo, que ya había precintado la zona, se acercó con una grabadora de voz en la mano. Caminaba muy pausadamente, como si le doliera hacer cada movimiento. En su placa ponía bia, y tenía el rango de teniente. Llevaba unas gafas de sol de espejo, que le daban aspecto de tonto. Aunque Ford intuyó que de tonto no tenía un pelo.
—¿Quién ha descubierto a la víctima? —preguntó.
—Yo.
Las gafas se volvieron hacia Ford.
—¿Nombre?
—Wyman Ford.
Ford percibía suspicacia en su tono, como si ya hubieran empezado las mentiras.
—¿Cómo le ha encontrado? Describió las circunstancias.
—Es decir, que al ver los buitres y las rodadas ha decidido caminar medio kilómetro por el desierto con un calor de treinta y ocho grados para investigar, porque sí.
Ford asintió con la cabeza.
—Hum… —Bia tomó unas notas, apretando los labios, hasta que sus gafas se volvieron hacia Hazelius—. ¿Y usted es…?
—Gregory North Hazelius, director del proyecto Isabella. Y este es el señor Wardlaw, responsable de seguridad. ¿Dirigirá usted la investigación?
—Solo del lado tribal. La iniciativa correrá a cargo del FBI.
—¿El FBI? ¿Cuándo llegarán?
Bia señaló el cielo con la cabeza.
—Ahora.
Por el sudoeste apareció un helicóptero; el ruido de rotores se fue haciendo más fuerte. Cuando estaba a unos trescientos metros, descendió entre una nube de polvo y aterrizó en la carretera. Bajaron dos hombres. Los dos llevaban gafas de sol, camisas de manga corta y cuello abierto, y gorras de béisbol con las letras FBI cosidas por delante. A pesar de las diferencias de color de piel y estatura, casi parecían gemelos.
Llegaron con paso decidido. El alto sacó la placa.
—Agente especial Dan Greer —se presentó—, de la oficina de Flagstaff, al mando de la operación. Y el agente especial Franklin Álvarez. —Volvió a meterse la placa en el bolsillo y saludó a Bia con la cabeza—. Teniente…
Bia le devolvió el saludo.
Hazelius se acercó.
—Yo soy Gregory North Hazelius, director del proyecto Isabella. —Dio la mano a Greer—. La víctima era un científico de mi equipo. Quiero saber qué ha pasado, y quiero saberlo ahora mismo.
—Lo sabrá en cuanto haya terminado nuestra investigación. —Greer se volvió hacia Bia—. ¿Ya está todo precintado?
—Sí.
—Muy bien. Escúchenme: los del proyecto Isabella que hagan el favor de volver a su base. Doctor Hazelius, ocúpese de reunir a todo el mundo en algún sitio a las… —Miró el cielo, y después su reloj—. Siete. Les tomaré declaración a todos.
—Lo siento, pero no podrá ser —dijo Hazelius—. No podemos prescindir de todo el personal al mismo tiempo. Tendrá que tomar declaración en dos turnos.
Greer se quitó las gafas y le miró muy fijamente.
—Espero a todo el mundo en el mismo lugar a las siete, ¿me explico?
Hablaba con precisión, marcando las sílabas.
Hazelius sostuvo su mirada afablemente, sin asomo de amenaza.
—Señor Greer, dirijo una máquina de cuarenta mil millones de dólares que se encuentra en el interior de esta montaña, y estamos en pleno experimento, un experimento científico clave. Seguro que no querrá que salga nada mal, y menos si tengo que decir a los investigadores del Departamento de Energía que la máquina se ha quedado sin vigilancia porque usted ha insistido. Esta noche tengo que quedarme en la montaña con tres miembros del equipo. Estarán disponibles para el interrogatorio mañana por la mañana.
—De acuerdo —asintió secamente Greer tras una larga pausa.
—Estaremos a las siete en el antiguo almacén —dijo Hazelius—. Es el edificio viejo de troncos. No tiene pérdida.
Ford volvió al jeep y subió, seguido por Kate. Arrancó y volvieron a la carretera.
—No puedo creerlo —dijo Kate con voz temblorosa. Estaba pálida. Hurgó en un bolsillo, sacó un pañuelo y se lo pasó por los ojos—. Es horrible —dijo—. Realmente, no puedo creerlo.
Mientras el jeep se alejaba por la carretera, Ford vio por última vez a los dos coyotes, que, terminada la comida, merodeaban al margen, donde no pudieran dispararles, con la esperanza de repetir más tarde.
Pensó que a pesar de su belleza, Red Mesa era una tierra inhóspita.
A las siete en punto, el teniente Joseph Bia entró detrás de Greer y Álvarez en el antiguo almacén de Nakai Rock. Lo recordaba de su infancia, cuando el encargado era el viejo Weindorfer; tuvo un momento de nostalgia. Aún veía la tienda: el cubo de harina, los montones de tuberías en venta, los cabestros y lazos, los tarros de caramelos… Al fondo solían estar amontonadas las alfombras que Weindorfer recibía como pago. La sequía de 1954-1955 había matado a la mitad de las ovejas de la mesa, no sin que antes lo dejaran todo pelado. Era la época en la que la Peabody Coal sacaba casi veinte mil toneladas de carbón al día. Con el dinero de la compañía, el consejo tribal había indemnizado a todos los habitantes de la mesa, y les había realojado en los bloques de protección oficial de Blue Gap, Piñón y Rough Rock. Los padres de Bia estaban entre los desplazados al llano. Era la primera vez que volvía en cincuenta años, y lo vio totalmente distinto; aun así, reconoció el antiguo olor a humo de leña, polvo y lana de oveja.
Los científicos ya estaban reunidos. Eran nueve; estaban tensos y a la espera. Su aspecto era pésimo. Bia tuvo la corazonada de que sucedía algo más aparte de la muerte de Volkonski, y de que ese algo pasaba desde hacía cierto tiempo. Lamentó que fuera Greer quien estuviese al frente de la investigación. Había sido un buen agente, al menos hasta alcanzar el destino de todos los buenos agentes: ser puestos al mando, y a una vez allí, echarse a perder dedicando la mayoría del tiempo a enviar papeles del punto A al punto B.
—Buenas tardes a todos —dijo Greer, quitándose las gafas de sol y avisando a Bia con la mirada de que hiciera lo mismo.
Bia se las dejó. No le gustaba que le dieran órdenes. Siempre había sido así. Le venía de familia. Hasta su apellido, Bia, tenía su origen en la negativa de su abuelo a dar el suyo cuando le llevaron a la fuerza al internado; le registraron como «bia», las siglas de Bureau of Indian Affairs, el Departamento de Asuntos Indígenas. Muchos navajos habían hecho lo mismo. Por eso Bia era un apellido tan frecuente en la reserva. Para él era motivo de orgullo. Aunque no fueran parientes, todos los Bia tenían algo en común: no les gustaban los mandones.
—Iremos tan deprisa como podamos —dijo Greer—. Pasarán de uno en uno, en orden alfabético.
—¿Ya han averiguado algo? —preguntó Hazelius.
—Sí, algo sí —contestó Greer.
—¿El doctor Volkonski fue asesinado?
Bia esperó la respuesta de Greer, que no llegó. Era una pregunta con la que llevaban bregando desde el primer momento, pero todavía había que analizar las pruebas forenses. El informe aún tardaría un poco. Todo lo hacían en Flagstaff. Tuvo dudas de que llegara a ver algo más que un resumen. Su inclusión en el caso solo se debía a que algún burócrata del FBI necesitaba un nombre para rellenar una casilla de un formulario, como prueba de «colaboración» con la policía tribal, por usar una palabra que tanto gustaba en el FBI.
Se dijo que de todos modos a él no le interesaba el caso. No era su gente.
—¿Melissa Corcoran? —llamó Greer.
Se levantó una rubia atlética, con más aspecto de tenista profesional que de científica.
Bia entró con ellos en la biblioteca, donde Álvarez dispuso una mesa y algunas sillas e instaló una grabadora digital. El interrogatorio corrió a cargo de Greer y Álvarez; Bia escuchaba y tomaba notas. Fue rápido, con las preguntas muy seguidas, y en poco tiempo consiguieron una versión coherente: todos habían sufrido una gran presión; las cosas no iban viento en popa; Volkonski era una persona nerviosa, y se lo había tomado particularmente mal, había empezado a beber, y existía la sospecha de que tomara drogas más duras. Corcoran contó que una noche Volkonski empezó a aporrear su puerta, borracho, diciendo que quería acostarse con ella. Innes, el psicólogo del equipo, se refirió al aislamiento, y dijo que Volkonski estaba deprimido y en estado de negación. Wardlaw, el de inteligencia, dijo que el ruso había tenido un comportamiento errático y que era descuidado en cuestiones de seguridad.
Todo ello ya lo había confirmado el registro de la vivienda de la víctima: botellas de vodka vacías, rastros de metanfetamina en polvo en un mortero, ceniceros rebosantes de colillas y montones de DVD porno, por no hablar de la leonera en la que se había convertido la casita.
Todas las versiones eran coherentes y creíbles, con el punto justo de contradicción para no haber sido ensayadas. Trabajando en la reserva, Bia había visto muchos suicidios, y aquello parecía de lo más sencillo, excepto por algunos detalles: no era fácil dispararse un tiro mientras se arrojaba el coche por un barranco. Por otro lado, si se tratase de un asesinato, el asesino habría incendiado el coche. A menos que fuera inteligente, y la mayoría de los asesinos no lo eran.
Sacudió la cabeza. Estaba pensando en vez de escuchar. Era su peor costumbre.
A las ocho y media, Greer ya había terminado. Hazelius les acompañó hasta la puerta, donde Bia, que hasta entonces no había dicho nada, se paró, se quitó las gafas de sol y se dio unos golpecitos en la uña del dedo gordo con ellas.
—Tengo una pregunta, doctor Hazelius.
—Dígame.
—Ha dicho que Volkonski y todos los demás han estado sometidos a un gran estrés. ¿Por qué razón, exactamente?
Hazelius respondió tranquilamente.
—Porque hemos construido una máquina que ha costado cuarenta mil millones de dólares y no conseguimos que esa condenada funcione. —Sonrió—. ¿He respondido a su pregunta, teniente?
—Gracias. Ah… Otra cosa, si no le importa.
—Teniente —lo interrumpió Greer—, ¿no le parece que ya hemos sido bastante exhaustivos?
Bia se hizo el sordo.
—¿Buscará a otra persona para hacer el trabajo del señor Volkonski?
Se hizo un breve silencio.
—No, ya lo haremos entre Rae Chen y yo.
Bia se puso de nuevo las gafas y se volvió para irse. En el caso había algo que no le gustaba, pero que le aspasen si podía decir qué era.