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Lockwood entró en el Despacho Oval, pisando silenciosamente la mullida alfombra. La emoción de estar tan cerca del ojo inmóvil del poder de un mundo que giraba era la misma de siempre.

El presidente de Estados Unidos rodeó el escritorio con la mano tendida, saludándole como un verdadero político.

—¡Stanton! Me alegro de verte. ¿Cómo están Betsy y los niños?

—Muy bien, gracias, señor presidente.

Le cogió el antebrazo sin soltarle la mano, para llevarle a la silla que estaba más cerca del escritorio. Lockwood se sentó y dejó la carpeta sobre las rodillas. Al mirar por las ventanas que daban al este, vio cómo se ponía un sol dorado al fondo de la Rosaleda. En ese momento entró el jefe de gabinete, Roger Morton, que se sentó en otra silla. La tercera la ocupó la secretaria, Jean, lista para tomar notas a la vieja usanza, con una libreta de taquigrafía.

El siguiente en entrar fue un hombre corpulento, con traje azul oscuro, que se acomodó en la silla más próxima sin ser invitado. Era Gordon Galdone, director de la campaña para la reelección del presidente. Lockwood no le soportaba. Desde hacía un tiempo, Galdone tenía el don de la ubicuidad y se le veía en todas partes, en cualquier reunión. No se decidía nada ni sucedía nada sin su beneplácito.

El presidente se sentó de nuevo tras el escritorio.

—Bien, Stan, empieza.

—Sí, señor presidente. —Lockwood sacó una carpeta—. ¿Conoce a un telepredicador que se llama Don T. Spates? Tiene una iglesia en Virginia Beach; «Dios en Máxima Audiencia», se llama.

—¿Ese al que pillaron dando por el mapamundi a dos prostitutas?

Una risa masculina recorrió la sala. De todos era conocido el pintoresco léxico del presidente, que era del sur y había sido abogado procesalista.

—Ese mismo, señor. Se refirió al proyecto Isabella en su sermón del domingo para el Canal Cristiano, y se puso hecho una fiera. Su argumento era que el gobierno se ha gastado cuarenta mil millones de dólares de los contribuyentes en intentar desmentir el Génesis.

—El proyecto Isabella no tiene nada que ver con el Génesis.

—Por supuesto. El problema es que parece que ha tocado una fibra sensible. Tengo entendido que varios senadores y congresistas están recibiendo e-mails y llamadas telefónicas. Y ahora también nuestra oficina. Es lo suficientemente importante como para merecer alguna respuesta.

El presidente se volvió hacia el jefe de gabinete.

—¿A ti te consta, Roger?

—De momento, tenemos casi veinte mil e-mails registrados, el noventa y seis por ciento en contra.

—¿Veinte mil?

—Sí.

Lockwood miró a Galdone de reojo. Su rostro pétreo no delataba nada en absoluto. Era su táctica, esperar y hablar el último, algo que sacaba de quicio a Lockwood.

—Conviene señalar —dijo Lockwood— que el cincuenta y dos por ciento de los americanos no creen en la evolución, y entre los republicanos confesos asciende al sesenta y ocho por ciento. Este ataque al Isabella procede de ese segmento. Podría volverse partidista… y desagradable.

—¿De dónde sacas los porcentajes?

—De una encuesta de Gallup.

El presidente sacudió la cabeza.

—Mantendremos nuestra postura. El proyecto Isabella es fundamental para que la ciencia y la tecnología de Estados Unidos sigan siendo competitivas en el mundo. Después de varios años rezagados, nos hemos puesto por delante de los europeos y de los japoneses. El proyecto Isabella beneficia la economía, el I + D y el comercio. Podría resolver nuestras necesidades de energía y liberarnos de la dependencia del petróleo de Oriente Próximo. Stan, haz un comunicado en ese sentido. Organiza una rueda de prensa y arma un poco de ruido. Mantendremos nuestra postura.

—Sí, señor presidente.

Era el turno de Galdone. Movió sus carnes en la silla.

—Si hubiera buenas noticias del proyecto Isabella no seríamos tan vulnerables. —Se volvió hacia Lockwood—. Doctor Lockwood, ¿podría decirnos cuándo se solucionarán los problemas?

—En una semana, quizá menos. Los tenemos bastante controlados.

—Con alguien como Spates dándole al tamtan y engrasando las pistolas —dijo Galdone—, una semana es mucho.

La doble metáfora hizo que Lockwood se estremeciera.

—Señor Galdone, le aseguro que no escatimamos esfuerzos.

La cara sebosa de Galdone se movió al hablar.

—Una semana —dijo, con clara desaprobación.

Lockwood oyó una voz en la puerta del Despacho Oval, y casi se le paró el corazón al ver que hacían pasar a su ayudante personal. Muy grave tenía que ser para que interrumpiese una reunión con el presidente. Entró con una obsequiosidad casi cómica, dio una nota a Lockwood y se fue a toda prisa. Lockwood desdobló el papel con temor.

Intentó tragar saliva, pero no podía. Al principio optó por no decir nada, pero después cambió de idea: cuanto antes, mejor.

—Señor presidente, me notifican que acaban de encontrar a uno de los científicos del proyecto Isabella muerto en un barranco de Red Mesa. Hace una media hora que lo sabe el FBI; ya hay agentes de camino.

—¿Muerto? ¿Cómo?

—Un disparo. En la cabeza.

El presidente le miró sin decir nada. Lockwood nunca le había visto turbado, y se asustó.