Ford abarcó con una sola mirada Blue Gap, Arizona, emplazada en una cuenca polvorienta, entre rocas y grises esqueletos de pinos muertos. La población se reducía a un par de pistas de tierra, con una parte asfaltada que moría a cien metros de la intersección entre ambas. Había una gasolinera hecha con bloques de cemento de color adobe y una tienda de veinticuatro horas con el cristal del escaparate roto. La alambrada del fondo de la gasolinera estaba llena de bolsas de compra de plástico, que chasqueaban como estandartes. Al lado de la tienda había un pequeño colegio de enseñanza media rodeado por una valla de tela metálica. Al este y al norte, sobre la tierra roja, se habían dispuesto en estricta simetría dos cuadrículas de viviendas de protección oficial.
No muy lejos se erguía como telón de fondo la alta y morada silueta de Red Mesa.
—Bueno, ¿qué planes tienes? —preguntó Kate.
—Poner gasolina.
—¿Gasolina? ¡Si el depósito está medio lleno! Y en el Isabella tenemos gasolina gratis.
—Tú déjame hacer, ¿de acuerdo?
Ford paró en la gasolinera, salió del coche y llenó el depósito. Después dio unos golpes en la ventanilla de Kate.
—¿Llevas dinero? —preguntó.
Ella le miró inquieta.
—No he traído el bolso.
—Mejor.
Entraron. Detrás del mostrador había una mujer navajo corpulenta. Había pocos clientes, todos navajos.
Ford cogió unos chicles, una Coca-Cola, una bolsa de patatas fritas y el Navajo Times. Fue al mostrador y lo dejó todo encima. La dependienta lo cobró junto con la gasolina.
La expresión de Ford se demudó al meter la mano en el bolsillo. Hizo como si rebuscase.
—Mierda. He olvidado la cartera. —Miró a Mercer—. ¿Tú llevas dinero?
Kate le dirigió una mirada recriminadora.
—Ya sabes que no.
Ford abrió las manos y sonrió avergonzadamente a la cajera.
—He olvidado la cartera.
Ella se lo quedó mirando, indiferente.
—Tiene que pagar, al menos la gasolina.
—¿Cuánto es?
—Dieciocho con cincuenta.
Volvió a buscar teatralmente en los bolsillos. Los demás clientes se habían parado a escuchar.
—Es increíble. No llevo ni un céntimo. De verdad que lo siento. Se hizo un silencio tenso.
—Pues yo tengo que cobrar —dijo la dependienta.
—Lo siento mucho, de verdad. ¿Sabe qué haremos? Voy un momento a casa y ahora mismo traigo la cartera. Se lo prometo. ¡Qué vergüenza, por Dios!
—No puedo dejar que se vaya sin haber cobrado —dijo ella—. Es mi trabajo.
Se acercó un hombre bajo y delgado, de aspecto nervioso, con un sombrero marrón de vaquero, botas de motorista y el pelo muy negro que le llegaba hasta los hombros. Sacó una cartera vieja del bolsillo de los vaqueros.
—Ya lo pago yo, Doris —dijo con ampulosidad, mientras le daba un billete de veinte.
Ford se volvió hacia él.
—Es usted muy amable, de verdad. Se lo devolveré.
—Claro que sí, no se preocupe. La próxima vez que venga, le da el dinero a Doris y en paz. Ya me devolverá algún día el favor, ¿de acuerdo?
Ladeó la mano, guiñó un ojo y señaló a Ford con el dedo.
—Descuide. —Ford le tendió la mano—. Wyman Ford.
—Willy Becenti.
Willy se la estrechó.
—Es usted un buen hombre, Willy.
—¡Ni que lo diga! ¿Verdad que sí, Doris? Lo mejor de Blue Gap.
Doris puso los ojos en blanco.
—Le presento a Kate Mercer —dijo Ford.
—¿Qué tal, Kate?
Becenti cogió la mano de Kate y se inclinó para besársela como un marqués.
—Estamos buscando el Centro Comunitario —dijo Ford—. Queremos ver al presidente. ¿Anda por aquí?
—Querrá decir la presidenta, Maria Atcitty. ¡Desde luego! Se va por aquella carretera. Gire a la derecha justo antes de que termine la parte asfaltada. Es el edificio viejo de madera con tejado de zinc que hay justo al lado de la torre de aguas. Salúdenla de mi parte.
Al salir de la gasolinera, Ford le dijo a Mercer:
—Es un truco infalible. Los navajos son la gente más generosa del mundo.
—Matrícula de honor por tu cínica manipulación —respondió.
—Ha sido por una buena causa.
—La verdad es que él también tenía cierto aspecto de timador. ¿Qué te juegas a que te cobra intereses?
Dejaron el coche en el aparcamiento del Centro Comunitario, al lado de una hilera de camionetas cubiertas de polvo. En la puerta, alguien había pegado con cinta adhesiva uno de los folletos de la manifestación de Begay. También había uno, que hacía ondear el viento, colgado en un poste de teléfono.
Preguntaron por la presidenta del Centro, y apareció una mujer pulcra y robusta, con blusa turquesa y pantalones marrones de vestir.
Le dieron la mano y se presentaron.
—Saludos de Willy Becenti.
—¿Conocen a Willy?
La presidenta parecía sorprendida y complacida.
—Un poco. —Ford se rio, avergonzado—. Me ha prestado veinte dólares.
Atcitty sacudió la cabeza.
—Este Willy… Daría los últimos veinte que tuviera a cualquier vagabundo y luego atracaría una tienda de gasolinera para recuperarlos. Pasen y tómense un café.
Tras servirse un café aguado, al estilo navajo, de una cafetera que estaba sobre el mostrador, siguieron a Atcitty a un despacho pequeño, atestado de papeles.
—Bueno, ¿en qué puedo ayudarles? —dijo ella, con una amplia sonrisa.
—Aunque me pese decirlo, venimos a causa del proyecto Isabella.
La sonrisa se borró inmediatamente.
—Ya.
—Kate es la subdirectora del proyecto, y yo acabo de llegar para actuar de enlace con la comunidad.
Atcitty no dijo nada.
—Señora Atcitty, ya sé que la gente desea saber qué narices ocurre allá arriba.
—Exactamente.
—Necesito que me ayude. Si fuera posible convocar una reunión, aquí en el Centro Comunitario (por ejemplo alguna tarde de esta misma semana), yo traería a Gregory North Hazelius en persona para que respondiera a sus preguntas y explicara qué hacemos.
—Esta semana es demasiado pronto —respondió tras un largo silencio—. Tendría que ser la siguiente. El miércoles.
—Perfecto. Las cosas van a cambiar. De ahora en adelante haremos parte de nuestras compras aquí y en Rough Rock. Pondremos gasolina aquí y compraremos la comida y los suministros.
—Wyman, no creo que… —empezó a decir Mercer, antes de que él la silenciase poniéndole una mano en el hombro, suavemente.
—Sin duda eso ayudaría —dijo Atcitty.
Se levantaron y se dieron la mano.
Mientras el jeep dejaba Blue Gap detrás de una nube de polvo, Mercer se volvió hacia Ford.
—El miércoles de la semana próxima será demasiado tarde para impedir la manifestación.
—No tengo la menor intención de impedirla.
—Si crees que compraremos en aquel colmado y que cenaremos Doritos, cordero y judías de lata, estás loco. Además, aquí la gasolina cuesta una fortuna.
—Esto no es Nueva York, ni Washington —dijo Ford—. Esto es la Arizona rural, y esta gente son vuestros vecinos. Tenéis que salir y demostrarles que no sois una panda de científicos locos que quieren destruir el mundo. Por otro lado, les conviene aumentar la clientela.
Ella sacudió la cabeza.
—Kate —dijo Ford—, ¿dónde están tus ideas progresistas? ¿Y tu simpatía por los pobres y los desfavorecidos?
—No me sermonees.
—Lo siento —se excusó él—, pero lo necesitas. Te has puesto del lado de los malos y ni siquiera te das cuenta.
Añadió una risita para aligerar el comentario, pero se dio cuenta, aunque tarde, de que había herido los sentimientos de Kate.
Ella le miró fijamente con los labios apretados, antes de girarse hacia la ventanilla. Circularon en silencio por la Dugway, que dejó paso a la larga carretera asfaltada por donde se iba al proyecto Isabella.
A medio camino, Ford redujo la velocidad y miró por el retrovisor.
—¿Ahora qué pasa? —preguntó Kate.
—¡Vaya columna de buitres!
—¿Y qué?
Ford frenó y señaló.
—Mira, marcas frescas de neumáticos que salen de la carretera hacia el oeste, hacia los buitres.
Kate no quiso mirar.
—Voy a investigarlo.
—Genial. Ahora tendré que pasarme la mitad de la noche haciendo cálculos.
Ford aparcó a la sombra de un enebro y siguió las marcas, haciendo crujir los guijarros. El calor seguía siendo asfixiante, ya que el suelo devolvía el que había absorbido a lo largo del día. Un coyote huyó a lo lejos, con algo en la boca.
Al fondo había un coche volcado. Varios buitres esperaban en un pino seco. Otro coyote había metido la cabeza por el parabrisas roto y estiraba algo. Al ver a Ford, soltó lo que sujetaba y se escapó, con la lengua colgando, ensangrentada.
Ford bajó hacia el coche por las rocas de arenisca, tapándose la nariz con la camisa para aliviar el hedor a muerto, mezclado con un fuerte olor a gasolina. Los buitres levantaron el vuelo, formando una torpe masa de alas. Ford se puso en cuclillas para ver el interior destrozado del coche.
Había un cadáver embutido en el asiento, de lado. Le faltaban los ojos y los labios. Un brazo, tendido hacia la ventanilla rota, estaba destripado y sin carne, y ya no tenía mano. Sin embargo, a pesar de los destrozos, el cadáver seguía siendo reconocible.
Volkonski.
Se quedó muy quieto, absorbiendo hasta el último detalle con la vista. Después retrocedió con cuidado, para no tocar nada, dio media vuelta y trepó por el barranco. En cuanto pudo, respiró hondo varias veces y volvió corriendo por la carretera. Vio los dos coyotes a lo lejos, recortados contra una colina, gañendo y peleándose por un trozo de carne fofa.
Al llegar al coche, se asomó por la ventanilla abierta. Los rasgos de Kate delataban rencor.
—Es Volkonski —dijo—. Lo siento, Kate. Está muerto.
Kate parpadeó, sin aliento.
—Dios mío. ¿Estás seguro?
Ford asintió con la cabeza.
El labio de Kate tembló.
—¿Un accidente? —preguntó con voz ronca.
—No.
Aguantándose las náuseas, Ford sacó de su bolsillo trasero el teléfono móvil y marcó el 911.