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El martes, antes de desayunar, Ford estaba sentado en la cocina de su casa mirando fijamente el montón de expedientes. Un cociente intelectual alto no tenía por qué proteger de las vicisitudes de la vida, pero en aquel grupo de personas se apreciaba un volumen de problemas superior al normal: infancias difíciles, padres disfuncionales, problemas de identidad sexual, crisis personales, y hasta un par de bancarrotas. Thibodeaux se psicoanalizaba desde los veinte años, cuando le diagnosticaron el trastorno límite de la personalidad que Ford ya conocía por lecturas anteriores. De adolescente, Cecchini se había metido en una secta. Edelstein había tenido varias depresiones, y St. Vincent era ex alcohólico. En cuanto a Wardlaw, había sufrido estrés postraumático después de ver cómo le volaban la cabeza a su jefe de escuadrón en las montañas de Tora Bora. Corcoran tenía treinta y cuatro años y ya se había casado y divorciado dos veces. A Innes le habían abierto un expediente por mantener relaciones sexuales con pacientes.

La única sin una mácula visible en su historial era Rae Chen, una simple chinoamericana de primera generación cuya familia regentaba un restaurante. También Dolby parecía relativamente normal, salvo por el detalle de haberse criado en uno de los peores barrios de Watts y de que su hermano se había quedado paralítico a causa de una bala perdida durante un tiroteo entre bandas.

El más revelador de los dossieres era el de Kate, que Ford había leído con una especie de fascinación enfermiza y culpable. Su padre se suicidó poco después de la ruptura entre ella y Ford. Se pegó un tiro tras fracasar en los negocios. A partir de ese momento, su madre inició un largo declive físico, y a los setenta años ya estaba en una residencia; no reconocía ni siquiera a su propia hija. Su muerte marcaba el inicio de un paréntesis de dos años en el historial. Kate desapareció, dejando pagados dos años de alquiler de su piso de Texas, y no volvió a dar señales de vida hasta el final de ese período. Lo que más sorprendía a Ford era que ni el FBI ni la CIA hubieran podido averiguar su paradero o sus actividades. Kate se había negado a contestar a sus preguntas, a riesgo, incluso, de no cumplir los requisitos de seguridad necesarios para ser subdirectora del proyecto Isabella. Hazelius había tenido que interceder, por un motivo nada difícil de adivinar: una relación amorosa, con más amistad que pasión, que había terminado en buenos términos.

Ford guardó los historiales, asqueado porque representaban una invasión de la intimidad y una flagrante intromisión del gobierno en las vidas de la gente. Le extrañó haber podido estar tantos años en la CIA. El monasterio le había cambiado más de lo que pensaba.

Sacó el dossier sobre Hazelius y lo abrió. Ya le había echado un primer vistazo. Empezó a leerlo con más detenimiento. Estaba organizado cronológicamente. Lo leyó en orden, imaginando la trayectoria vital de su protagonista. Sorprendía lo banales que eran sus antecedentes: hijo único de una familia de clase media de Minnesota, de ascendencia escandinava; el padre era tendero y la madre ama de casa; gente seria y aburrida, buenos feligreses, entre los que parecía difícil que surgiese un genio de los que hacen época. Hazelius tardó muy poco en revelarse como un auténtico niño prodigio: summa cum laude por la Universidad Johns Hopkins a los diecisiete, doctorado en Caltech a los veinte, profesor titular en Columbia a los veintiséis, y premio Nobel a los treinta.

Aparte de su gran inteligencia, era difícil encasillarle. No era el típico universitario estrecho de miras. Sus alumnos de Columbia le adoraban por su ironía, su manera de ser juguetona y por tener un ramalazo místico sorprendente. Tocaba boogie-woogie y piano stride en un grupo que se llamaba los Quarkers, en un antro de la calle Ciento diez que se llenaba de estudiantes entregados. Se llevaba a sus alumnos a locales de striptease, y había formulado una teoría bursátil basada en los «atractores extraños» con la que ganó millones antes de vendérsela a un fondo de inversión libre.

Tras ganar el premio Nobel por sus investigaciones sobre el entrelazamiento cuántico, se sintió extremadamente cómodo en el papel de heredero de la superestrella de la física Richard Feynman. Sus publicaciones teóricas sobre el carácter incompleto de la teoría cuántica, nada menos que treinta, sacudieron los cimientos de la disciplina. Le otorgaron la medalla Fields de matemáticas, por demostrar la tercera conjetura de Laplace, y era la única persona que había conseguido el Nobel y la Fields. A su lista de premios se añadía el Pulitzer por un libro de poesía, que contenía poemas de una extraña belleza que mezclaban el lenguaje expresivo con las ecuaciones matemáticas y los teoremas científicos. Había organizado un programa de ayuda para facilitar asistencia médica a las niñas de las regiones de la India donde era costumbre dejar morir a las que se ponían enfermas. También había aportado varios millones de dólares a una campaña para erradicar la mutilación genital femenina en África, y había patentado (cosa que a Ford le pareció especialmente cómica) una ratonera mejorada, menos cruel pero igual de eficaz.

Aparecía con frecuencia en la columna de sociedad del Washington Post, codeándose con ricos y famosos, siempre fiel a sus trajes de los años setenta con grandes solapas y enormes corbatas, por los que era célebre. Presumía de comprarlos al Ejército de Salvación, y de no pagar nunca más de cinco dólares por ellos. David Letterman le invitaba a menudo a su programa, donde siempre se podía contar con que hiciera declaraciones escandalosas y políticamente incorrectas («verdades desagradables», como las llamaba él), además de explayarse sobre sus proyectos utópicos.

A los treinta y dos años asombró a todo el mundo casándose con la supermodelo y ex conejita de Playboy Astrid Gund, diez años más joven que él, y famosa por su alegre vacuidad. Iban juntos a todas partes, incluso a los debates, donde a Hazelius le brillaban los ojos al oír cómo ella, muy dicharachera, expresaba las más peregrinas y candidas opiniones políticas, como cuando dijo, en un debate sobre el atentado del 11-S, una frase ya famosa: «Pero ¿cómo puede ser que se lleve tan mal la gente?».

Por si todo ello fuera poco, en aquella misma etapa Hazelius hizo unas declaraciones tan indignantes para el espíritu de la época que se habían vuelto antológicas, al estilo de las de los Beatles cuando proclamaron ser más famosos que Jesús. Preguntado por un periodista sobre por qué se había casado con una mujer «tan por debajo de usted intelectualmente», Hazelius, ofendido, le contestó duramente: «¿Con quién quiere que me case? ¡Si todo el mundo está por debajo de mí intelectualmente! Al menos Astrid sabe amar, que es más de lo que se puede decir del resto de los seres humanos, que sois unos imbéciles».

El hombre más listo del mundo trataba de imbéciles a todos los demás. El escándalo fue sonado. El Post publicó un titular en su línea:

HAZELIUS DICE AL MUNDO: SOIS TODOS UNOS IMBÉCILES

Dando rienda suelta a su ira farisaica, los demagogos de la radio y sus adláteres condenaron en cualquier púlpito y tribuna del país a Hazelius; lo acusaron de antiamericano, antirreligioso, misántropo y miembro de la más despreciable de las especies: la de los elitistas del establishment del Este, los que viven tomando jerez en torres de marfil.

Ford dejó los papeles y se sirvió otra taza de café. De momento, el dossier no coincidía con el Hazelius que estaba conociendo, el que medía sus palabras y ejercía de pacificador, diplomático y jefe de equipo. Aún no había oído de sus labios ni una sola opinión política.

Pocos años atrás, Hazelius había sufrido una tragedia. Tal vez era el motivo del cambio. Ford se saltó varios párrafos hasta encontrarla.

Diez años atrás, cuando Hazelius tenía treinta y seis, Astrid falleció súbitamente de una hemorragia cerebral. Él, destrozado, se retiró varios años del mundo, al más puro estilo de Howard Hughes, hasta reaparecer de un modo bastante repentino con el proyecto Isabella. En efecto, había cambiado; se alejó de los debates, de las declaraciones ofensivas, de los planes utópicos y de las causas perdidas. Prescindió de sus contactos con la alta sociedad y de sus horribles trajes. Gregory North Hazelius se había hecho mayor.

Con una habilidad, una paciencia y un tacto extraordinarios, había impulsado el proyecto Isabella mediante la táctica de obtener aliados en la comunidad científica, convencer a grandes fundaciones y hacer la corte a los poderosos. Jamás perdía la oportunidad de recordar a los americanos que Estados Unidos se había quedado muy por detrás de Europa en investigación sobre física nuclear. Según él, el Isabella podía proporcionar soluciones baratas para las necesidades energéticas del mundo, con todas las patentes y los conocimientos técnicos en manos americanas. De ese modo había logrado lo imposible: conseguir del Congreso cuarenta mil millones de dólares en una época de déficit presupuestario.

Era un maestro consumado de la persuasión, siempre discreto y en un segundo plano; un visionario cauteloso, pero también dispuesto a correr riesgos audaces aunque calculados. Ese era el Hazelius a quien estaba conociendo Ford.

El Isabella era su creación, la niña de sus ojos. Había viajado por todo el país para elegir personalmente a sus colaboradores entre la élite de los físicos, los ingenieros y los programadores. Todo había ido como una seda. Hasta hacía poco.

Cerró el expediente para reflexionar. Seguía teniendo la sensación de que no había retirado todas las capas para sacar a relucir lo esencial de aquel personaje. Genio, showman, músico, soñador utópico, marido ejemplar, elitista arrogante, físico brillante, activista paciente… ¿Cuál de ellos era el auténtico Hazelius? A menos que hubiera alguien más detrás de todo aquello, una figura misteriosa que manipulara las máscaras.

Algunos elementos de la vida de Hazelius no se diferenciaban mucho de la de Ford. Los dos habían enviudado de manera horrible. La muerte de la esposa de Ford había supuesto la desaparición de todo lo que conocía y le había dejado errando entre ruinas. En ese caso, su reacción había sido diametralmente opuesta a la de Hazelius, que parecía haberse centrado con la viudez. Ford había perdido el sentido de la vida. Hazelius lo había encontrado.

Se preguntó cómo debía de ser su dossier. Seguro que existía, y que Lockwood lo había leído, como él leía los de los demás. ¿Qué diría? «Buena familia, Choate, Harvard, MIT, CIA, matrimonio». Y a continuación: Bomba.

¿Y después de Bomba? Monasterio. Y por último Advanced Security and Intelligence, el nombre de su agencia de investigación. De repente le sonó pretencioso. ¿A quién pretendía engañar? En cuatro meses (los que llevaba funcionando la agencia), solo había tenido un cliente; todo un chollo, sin duda, pero, si le habían elegido era por una serie de razones especiales, y que él no podía poner en su curriculum.

Miró el reloj; llegaba tarde al desayuno y estaba perdiendo el tiempo compadeciéndose de sí mismo.

Metió el dossier en el maletín, lo cerró y se fue al comedor. Sobre los acantilados rojos acababa de salir el sol y la luz se filtraba por las hojas de los álamos, que brillaban como esquirlas de cristal verde y amarillo.

En el comedor olía intensamente a bollos de canela y a beicon. Hazelius estaba sentado en el lugar de siempre, presidiendo la mesa, enfrascado en una conversación con Innes. Kate estaba en la otra punta, cerca de Wardlaw, sirviéndose un café.

Al verla, Ford notó una punzada en el estómago.

Se sentó en la única silla que quedaba, al lado de Hazelius, y se sirvió huevos revueltos y beicon de la bandeja.

—Buenos días —saludó Hazelius—. ¿Has dormido bien?

—Como nunca.

Solo faltaba una persona: Volkonski.

—¿Dónde está Peter? —se atrevió a preguntar Ford—. No he visto su coche en la entrada.

Las conversaciones se apagaron lentamente.

—Parece ser que el doctor Volkonski nos ha dejado —dijo Wardlaw.

—¿Que nos ha dejado? ¿Por qué?

Al principio nadie dijo nada. Después Innes pronunció en voz más alta de lo normal:

—Como psicólogo del grupo, quizá pueda aportar una respuesta. Sin romper el secreto profesional, creo poder afirmar que Peter jamás se ha sentido contento aquí. Le costó mucho acostumbrarse al aislamiento y al ritmo de trabajo. Echaba de menos a su mujer y a su hijo, que viven en Brookhaven. No me sorprende que haya decidido irse.

—¿Has dicho que «parece ser» que se ha ido? —preguntó a Wardlaw.

—No están ni su coche, ni su maleta, y apenas ha dejado ropa. Es lo que hemos deducido —contestó Hazelius con rapidez.

—¿No le dijo nada a nadie?

—Pareces inquieto, Wyman —dijo Hazelius, con una mirada bastante insistente.

Ford intentó moderarse. Estaba yendo demasiado deprisa, y eso a un hombre tan observador como Hazelius seguro que no le pasaba inadvertido.

—No estoy inquieto —dijo—, solo sorprendido.

—Me temo que se veía venir —dijo Hazelius—. Peter no estaba hecho para este tipo de vida. Seguro que nos llamará cuando llegue a su casa. Bueno, Wyman, cuéntanos tu visita de ayer a Begay.

Todos se volvieron a escuchar.

—Está enfadado. Tiene una larga lista de quejas contra el proyecto Isabella.

—¿Como cuáles?

—Digamos que se hicieron muchas promesas, y que no se han cumplido.

—Nosotros no le prometimos nada a nadie —se defendió Hazelius.

—Por lo visto, el Departamento de Energía prometió empleos y beneficios económicos.

Hazelius sacudió la cabeza, indignado.

—Yo no controlo el Departamento de Energía. ¿Al menos pudiste convencerle de que no hagan la manifestación a caballo?

—No.

Frunció el entrecejo.

—Espero que puedas impedirlo de alguna manera.

—Quizá sea mejor dejar que la hagan.

—Mira, Wyman, cualquier indicio de problemas saldría en los telediarios de todo el país —dijo Hazelius—. No podemos permitirnos publicidad negativa.

Ford miró a Hazelius sin pestañear.

—Lleváis mucho tiempo recluidos en la mesa, trabajando en un proyecto secreto del gobierno y evitando cualquier contacto con la gente de la zona. Es lógico que haya rumores y sospechas. ¿Qué esperabais?

Su tono había sido algo más duro de lo que deseaba.

Todos le miraron como si hubiera dicho alguna irreverencia, pero bastó con que Hazelius se relajara un poco para que también lo hicieran los demás.

—Está bien, supongo que merezco el reproche. Quizá no lo hayamos llevado tan bien como debíamos. ¿Y ahora?

—Haré una visita amistosa al presidente del Centro Comunitario navajo de Blue Gap, para ver si puedo organizar alguna reunión con la gente de por aquí. En la que por cierto tú estarás presente.

—Si tengo tiempo.

—Me temo que tendrás que encontrarlo. Hazelius agitó una mano.

—Ese puente ya lo cruzaremos cuando lo tengamos delante.

—Hoy también me gustaría llevarme a algún científico.

—¿A alguien en particular?

—A Kate Mercer.

Hazelius miró a su alrededor.

—Kate, ¿verdad que hoy no tienes nada?

Kate se ruborizó.

—Tengo trabajo.

—Si ella no puede ya iré yo —dijo Melissa Corcoran, sonriendo y echándose el pelo hacia atrás—. Me encantaría salir un par de horas de esta mesa dejada de la mano de Dios.

Ford miró a Kate, y luego a Corcoran. Se resistía a decirles que prefería no presentarse en Blue Gap con una rubia explosiva de un metro ochenta y ojos azules. Al menos Kate, con su pelo negro y sus rasgos medio asiáticos, casi parecía india.

—¿Tanto trabajo tienes, Kate? —preguntó Hazelius—. ¿No dijiste que casi habías terminado los nuevos cálculos del agujero negro? Es importante, y a fin de cuentas eres la subdirectora.

Kate miró a Corcoran con una expresión inescrutable. Corcoran sostuvo fríamente su mirada.

—Supongo que lo del agujero negro podré acabarlo más tarde.

—Perfecto —dijo Ford—. Dentro de una hora pasaré por delante de tu casa con el jeep.

Caminó hacia la puerta sintiendo una extraña euforia.

Al pasar junto a Corcoran, esta le dirigió una media sonrisa.

—La próxima vez será —dijo ella.

Al llegar a su casa, Ford cerró con llave, se llevó el maletín al dormitorio, corrió las cortinas, cogió el teléfono vía satélite y marcó el número de Lockwood.

—Hola, Wyman. ¿Alguna novedad?

—¿Conoces a Peter Volkonski, el ingeniero de software?

—Sí.

—Ha desaparecido durante la noche. Su coche no está y dicen que se ha llevado la ropa. ¿Podrías enterarte de si se le ha visto en algún lugar o se ha puesto en contacto con alguien?

—Lo intentaremos.

—Necesito saberlo lo antes posible.

—Enseguida te llamo.

—Tengo un par de cosas más.

—Tú dirás.

—Michael Cecchini. En su dossier consta que cuando era adolescente estuvo en una secta. Me gustaría saber algo más sobre ello.

—Está hecho. ¿Algo más?

—Rae Chen. Parece… ¿Cómo te lo diría? Demasiado normal.

—No es mucho para empezar.

—Investiga su pasado y averigua si hay algo que no encaje.

Diez minutos después parpadeó la luz del teléfono. Cuando Ford pulsó el botón de recibir, se oyó la voz de Lockwood, bastante más tensa.

—Respecto a Volkonski, hemos llamado a su mujer y a sus colegas de Brookhaven, pero nadie sabe nada. ¿Dices que se ha ido durante la noche? ¿A qué hora?

—Yo diría que sobre las nueve.

—Emitiremos una orden de búsqueda del coche y de la matrícula. Volkonski vive en el estado de Nueva York, a cuarenta y ocho horas en coche. Si es allí adonde va, le encontraremos. ¿Ocurrió algo en particular?

—Ayer me lo encontré. Se había pasado toda la noche en el Isabella. Estaba bebido y su risa era forzada. Me dijo: «¡Antes me preocupé, pero ahora todo bien!». Sin embargo, yo no le vi precisamente bien.

—¿Tienes alguna idea de qué quería decir?

—No.

—Quiero que registres su casa. Un titubeo.

—Lo haré esta misma noche.

Ford colgó y miró los álamos por la ventana. Mentir, espiar, engañar, y ahora entrar sin permiso en casa ajena. Bonita manera de empezar su primer año fuera del monasterio.