12

Aquella noche, cuando Booker Crawley siguió al maitre en la penumbra del steak house de McLean, Virginia, vio que el reverendo Don T. Spates ya estaba instalado en una mesa del fondo, mirando la carta, encuadernada en piel y que debía de pesar un par de kilos.

—Me alegro mucho de volver a verle, reverendo Spates.

Le dio la mano.

—Es un placer, señor Crawley.

Crawley se sentó, dio una sacudida a la servilleta, doblada formando una elegante trenza de tela y se la puso en el regazo.

Un camarero acudió enseguida.

—¿Les apetece algo de beber?

—Whisky con Seven Up —dijo el reverendo.

Crawley se estremeció, feliz de haber elegido un restaurante donde nadie pudiera reconocerle. El reverendo olía a Old Spice, y llevaba las patillas un centímetro demasiado largas. En persona aparentaba veinte años más que por televisión. Tenía manchas de vejez en la cara, y la piel áspera que suele delatar al bebedor. Las luces indirectas hacían brillar su pelo anaranjado. Un hombre que dominaba tanto las técnicas de la comunicación, ¿cómo consentía llevar un peinado tan chabacano?

—¿Y usted, señor?

—Un dry martini de Bombay Sapphire, muy seco y corto.

—Ahora mismo se lo traigo.

Crawley hizo el esfuerzo de sonreír de oreja a oreja.

—Reverendo, anoche vi su programa y estuvo… fenomenal.

Spates asintió, mientras su mano, carnosa y muy cuidada, daba golpecitos en el mantel.

—Me acompañó el Señor.

—Estaba pensando si ha habido alguna reacción.

—¡Desde luego! Mi oficina ha recibido más de ochenta mil e-mails durante las últimas veinticuatro horas.

Silencio.

—¿Ocho mil?

—No, ochenta mil.

Crawley se había quedado mudo.

—¿De quién? —acabó preguntando.

—De espectadores, por supuesto.

—¿Me equivoco, o es una reacción poco habitual?

—No se equivoca. La verdad es que el sermón ha puesto el dedo en la llaga. Cuando el gobierno se gasta los impuestos de la gente en desmentir la palabra de Dios, los cristianos hacen oír su voz en todas partes.

—Claro.

Crawley sonrió forzadamente. Los congresistas iban a echarse a temblar. Esperó a que el camarero les sirviera las copas.

Spates rodeó el vaso helado con su mano rechoncha, tomó un buen sorbo y volvió a dejarlo sobre la mesa.

—Tenemos pendiente lo del donativo que le prometió a la Iglesia de Dios en Máxima Audiencia.

—Por supuesto. —Crawley se palpó la americana por encima del bolsillo interior—. Todo a su debido tiempo.

Spates bebió otro trago.

—¿Cómo han reaccionado en Washington?

Los contactos de Crawley se habían enterado de que varios congresistas también habían recibido una cantidad considerable de e-mails (así como abundantes llamadas telefónicas), pero no tenía sentido alimentar las expectativas de Spates.

—Este tipo de cuestiones requieren cierta insistencia para llegar al núcleo duro de Washington.

—No es lo que me han dicho mis espectadores. Muchos de los e-mails iban con copia a Washington.

—Ya, ya, me lo imagino —se apresuró a decir Crawley.

El camarero volvió para tomarles nota.

—Si no le importa —dijo Spates—, preferiría cobrar el donativo antes de que nos traigan la comida. No me gustaría que se manchara de grasa.

—No, no, claro.

Crawley sacó el sobre del bolsillo y lo dejó discretamente encima de la mesa, pero se estremeció al ver que Spates lo cogía y lo levantaba a la vista de todos. La manga de la americana de Spates dejó a la vista una muñeca carnosa, con un vello tupido, anaranjado. Así que ese era su color auténtico… ¿Cómo era posible que lo que más falso parecía en Spates resultase ser lo único real? ¿Se le estaría pasando por alto algo más de aquel hombre, algo importante? Reprimió la irritación.

Spates giró el sobre y lo abrió con una uña esmaltada. Sacó el cheque y lo expuso a la luz para examinarlo atentamente.

—Diez mil dólares —leyó despacio.

—Todo correcto, supongo.

El reverendo volvió a meterlo en el sobre y se lo guardó en la chaqueta.

—¿Usted sabe lo que cuesta mantener mi iglesia? Cinco mil al día. Treinta y cinco mil por semana, y casi dos millones al año.

—Son cifras importantes —dijo Crawley sin parecer impresionado.

—Dediqué a su problema toda una hora de mi sermón, y espero repetirlo este viernes en mi programa América: mesa redonda. ¿Suele verlo?

—Nunca me lo pierdo.

Crawley sabía que Spates tenía un programa semanal en el Canal Cristiano, pero nunca lo había visto.

—Pretendo hacer un seguimiento del problema hasta haber despertado la justa indignación de los cristianos en todo el país.

—Se lo agradezco mucho, reverendo.

—Pero para eso, diez mil dólares son una minucia.

«Hay que tener narices», pensó Crawley. ¡Cómo detestaba tratar con gente así!

—Perdone, reverendo, pero yo creía que trataría esta cuestión a cambio de un donativo único.

—Es lo que he hecho: un solo donativo, un solo sermón. De lo que hablo ahora es de establecer una relación.

Spates se acercó el vaso a los labios mojados, apuró la bebida a través de la fila de cubitos, dejó el vaso sobre la mesa y se secó la boca.

—Le he proporcionado un tema muy bueno. A juzgar por la reacción, parece digno de insistir en él, al margen de los aspectos… pecuniarios.

—Amigo mío, estamos en plena guerra contra la fe. Luchamos en varios frentes contra los humanistas seculares. Yo podría cambiar el objetivo de mis tropas en cualquier momento. Si quiere que siga combatiendo en su frente tendrá que aportar algo.

El camarero les sirvió sus filet mignon. Spates lo había pedido muy hecho, por lo que la pieza de carne de treinta y nueve dólares tenía el tamaño, la forma y el color de un disco de hockey. El reverendo juntó las manos y se inclinó hacia el plato. Crawley tardó un poco en entender que no estaba oliendo la comida, sino bendiciéndola.

—¿Necesitan algo más los señores? —preguntó el camarero.

El reverendo levantó la cabeza, y el vaso.

—Otro. —Observó cómo se alejaba con una mirada suspicaz—. Creo que este hombre es homosexual.

Crawley respiró hondo.

—Veamos, reverendo, ¿qué clase de relación propone?

—Un toma y daca. Hoy por ti y mañana por mí.

Crawley esperó.

—Digamos que cinco mil por semana le garantizarían que mencione el proyecto Isabella en cada sermón, y que esté presente como mínimo en uno de los programas de televisión.

De modo que así estaban las cosas.

—Diez mil al mes —dijo Crawley fríamente—, con un mínimo garantizado de diez minutos sobre la cuestión en cada sermón. En cuanto al programa, espero que el próximo esté dedicado íntegramente al Isabella, y que se insista en ello en los siguientes. Recibirá mi donativo al final de cada mes, una vez emitidos los programas. Cada uno de los pagos constará como contribución benéfica, con una carta que lo certifique. Es mi primera, última y única oferta.

El reverendo Don T. Spates le miró, pensativo. Después esbozó una amplia sonrisa y una mano llena de manchas se alzó sobre la mesa, dejando a la vista una vez más el vello anaranjado.

—Amigo mío, hacer negocios con el Señor siempre da más valor al dinero.