Julio
De pie frente a su terminal, Ken Dolby acariciaba los controles del Isabella con sus dedos suaves. Tras un rato de espera, que saboreó, abrió un panel del tablero y bajó el interruptor rojo.
No hubo zumbido, ni sonido alguno que indicase que se ponía en marcha uno de los instrumentos científicos más caros del mundo; solo las luces de Las Vegas, a trescientos kilómetros, perdieron algo de potencia.
A medida que el Isabella se iba calentando, Dolby empezó a sentir su vibración, muy sutil, en el suelo. Lo había concebido como una mujer, hasta el extremo de que cuando dejaba volar su imaginación fantaseaba con su aspecto: alta, esbelta, de espalda musculosa, negra como la noche del desierto y cubierta de gotas de sudor. Isabella. Nunca había contado a nadie aquellas fantasías. ¿Para qué hacer el ridículo? El resto de los científicos del proyecto veían el Isabella como un objeto, una máquina sin vida construida para una finalidad específica. En cambio Dolby siempre se encariñaba mucho con las máquinas que construía, desde su primer equipo de radio, a los diez años. Fred, se llamaba aquella radio… Al pensar en Fred, veía a un hombre blanco, grueso y pelirrojo. El primer ordenador que había ensamblado era Betty, a quien veía mentalmente como una secretaria enérgica y eficiente. No podía explicar por qué sus máquinas adoptaban determinada personalidad. Era así y punto.
Y ahora el acelerador de partículas más potente del mundo: el Isabella.
—¿Qué, cómo lo ves? —preguntó Hazelius, el jefe del equipo, tocándole afectuosamente un hombro.
—Ronronea como un gato —dijo Dolby.
—Perfecto. —Hazelius se irguió para decir unas palabras al equipo—. Acercaos, tengo una noticia que daros.
Se incorporaron en silencio ante sus puestos de trabajo, esperando a que cruzase la pequeña sala para situarse ante la mayor de las pantallas de plasma. Hazelius, bajo, delgado, escurridizo y nervioso como un visón en una jaula, se paseó delante de la pantalla antes de dirigirles su sonrisa luminosa. A Dolby nunca dejaba de sorprenderle su carisma.
—Queridos amigos —dijo, recorriendo el grupo con sus ojos turquesa—, estamos en 1492. Nos hallamos en la proa de la Santa María, escrutando el horizonte poco antes de que aparezcan las costas del Nuevo Mundo. Hoy es el día en el que dejaremos atrás el horizonte de lo desconocido y desembarcaremos en la orilla de nuestro propio nuevo mundo.
Buscó en la bolsa que llevaba siempre a todas partes y levantó como un trofeo una botella de Veuve Clicquot. La dejó sobre la mesa con los ojos brillantes.
—Esto es para más tarde, cuando ya hayamos pisado la playa; porque esta noche llevaremos al Isabella al cien por cien de su potencia.
El anuncio fue recibido en silencio. Finalmente, habló Kate Mercer, la subdirectora del proyecto.
—¿Qué ha pasado con el plan inicial de hacer tres pruebas al noventa y cinco por ciento?
Hazelius sonrió.
—Es que estoy impaciente. ¿Tú no?
Mercer se apartó el pelo, negro y lustroso.
—¿Y si encontramos alguna resonancia desconocida, o generamos un agujero negro en miniatura?
—Según tus cálculos, las probabilidades son de una entre mil billones.
—Podría haberme equivocado.
—Tú nunca te equivocas. —Hazelius se volvió hacia Dolby, sin dejar de sonreír—. ¿Qué dices, Ken? ¿Está preparada?
—¡Por supuesto! ¡Preparadísima!
Hazelius alzó las manos.
—¿Entonces?
Todos se miraron. ¿Se arriesgaban o no? Volkonski, el programador ruso, rompió el hielo.
—¡Adelante!
Y, para sorpresa de Hazelius, hizo chocar su mano con la de él. Entonces, todos empezaron a darse palmadas en la espalda, apretones de manos y abrazos, como un equipo de baloncesto antes de un partido.
Cinco horas después, y con el mismo número de malos cafés en el cuerpo, era Dolby quien estaba frente a la enorme pantalla plana, todavía oscura; los haces de protones materia-antimateria aún no se habían puesto en contacto. Se tardaba una eternidad en arrancar la máquina y enfriar los imanes superconductores del Isabella para que condujesen una potencia tan descomunal como la requerida. El paso siguiente era aumentar la luminosidad de los haces por incrementos del cinco por ciento, enfocar y colimar los haces, comprobar el estado de los imanes superconductores y ejecutar varios programas de prueba antes de aumentar otro cinco por ciento.
—Potencia al noventa por ciento —informó Dolby.
—¡Mierda! —renegó Volkonski a sus espaldas, dando tal porrazo a la cafetera Sunbeam, que esta tembló como el Hombre de Hojalata—. ¡Ya está vacía!
Dolby reprimió una sonrisa. Durante las dos semanas que llevaban allí arriba, en la mesa, Volkonski se había revelado como todo un elemento, un sabelotodo entre colgado y con estilo: sucio, desgarbado, con el pelo largo y grasiento, camisetas desastradas y una mosca de pelo pegada a la barbilla; tenía más aspecto de drogadicto que de programador brillante. Claro que eso mismo podía decirse de muchos otros.
Transcurrieron algunos segundos, lentamente.
—Haces alineados y enfocados —dijo Rae Chen—. Luminosidad catorce TeV.
—Esto va bien, Isabella —dijo Volkonski.
—Luz verde en todos mis sistemas —informó Cecchini, el físico de partículas.
—¿Algo anormal, Wardlaw?
Era el jefe de seguridad, que contestó desde su puesto de control.
—Solo cactus y coyotes.
—Bien, ya es la hora —dijo Hazelius. Hizo una pausa teatral—. Ken, haz colisionar los haces.
Dolby notó que se le aceleraba el corazón. Movió sus dedos largos y finos y ajustó los controles con la habilidad de un pianista. Lo siguiente que hizo fue teclear una serie de comandos.
—Contacto.
Los enormes monitores de pantalla plana distribuidos por la sala despertaron de golpe. Súbitamente pareció flotar música en el aire, como salida de todas partes a la vez, o de ninguna.
—¿Qué es eso? —preguntó Mercer, alarmada.
—Un billón de partículas pasando por los detectores —dijo Dolby—. Producen una vibración muy aguda.
—¡Madre mía! ¡Suena como el monolito de 2001!
Volkonski aulló como un mono, pero nadie le hizo caso.
En el panel central, el visualizador, apareció una imagen. Dolby se la quedó mirando como en trance. Era una especie de inmensa flor: trémulos chorros de colores brotaban de un solo punto y se retorcían como si quisieran salir de la pantalla. Le impresionó su intensa belleza.
—Establecido el contacto —dijo Rae Chen—. Los haces están enfocados y colimados. ¡Dios, es una alineación perfecta!
Se oyeron hurras y algún que otro aplauso.
—Señoras y señores —dijo Hazelius—, ¡bienvenidos a las costas del Nuevo Mundo! —Señaló el visualizador—. Estáis viendo una densidad de energía que no se había visto en el universo desde el Big Bang. —Se volvió hacia Dolby—. Por favor, Ken, ve aumentando la potencia punto por punto hasta noventa y nueve.
Dolby pulsó algunas teclas, con lo que el sonido etéreo aumentó ligeramente.
—Noventa y seis —dijo.
—Luminosidad, diecisiete coma cuatro TeV —dijo Chen.
—Noventa y siete… noventa y ocho…
Se hizo un silencio tenso. Solo se oía el zumbido que llenaba la sala de control subterránea, como si la montaña que los rodeaba cantase con voz propia.
—Los haces siguen enfocados —informó Chen—. Luminosidad, veintidós coma cinco TeV.
—Noventa y nueve.
El sonido del Isabella se había vuelto todavía más agudo y puro.
—Un momento —dijo de repente Volkonski, inclinándose hacia la terminal del superordenador—. Isabella está… lenta.
Dolby se volvió bruscamente.
—No es nada del hardware. Debe de ser otro fallo del software.
—No, no problema de software —replicó Volkonski.
—Quizá sea mejor que por ahora lo dejemos —aconsejó Mercer—. ¿Algún indicio de creación de un agujero negro en miniatura?
—No —advirtió Chen—. No hay señales de radiación de Hawking.
—Noventa y nueve coma cinco —dijo Dolby—. Detecto un chorro cargado a veintidós coma siete TeV —dijo Chen.
—¿De qué tipo?
—Una resonancia desconocida. Mira.
A cada lado de la flor de la pantalla central había aparecido un lóbulo rojo que parpadeaba, como las orejas descontroladas de un payaso.
—Difusión dura —dijo Hazelius—. Gluones, tal vez. Podría ser la señal de un gravitón de Kaluza-Klein.
—Imposible —dijo Chen—. Con esta luminosidad, no.
—Noventa y nueve coma seis.
—Gregory, creo que no deberíamos aumentar más la potencia —insistió Mercer—. Están pasando demasiadas cosas a la vez.
—Es normal que haya resonancias desconocidas —dijo Hazelius, con voz no demasiado alta, pero haciéndose oír—. Estamos en territorio desconocido.
—Noventa y nueve coma siete —recitó Dolby.
Él tenía plena confianza en su máquina. Podía llevarla al cien por cien, y más si hacía falta. Le entusiasmaba que estuvieran absorbiendo casi una cuarta parte de la electricidad de la presa de Hoover. Por eso tenían que hacer las pruebas en plena noche, cuando el consumo de electricidad era más bajo.
—Noventa y nueve coma ocho.
—Hay una interacción desconocida de altísima potencia —advirtió Mercer.
—¿Qué pasa a ti, hijo puta? —gritó Volkonski al ordenador.
—Os digo que estamos metiéndonos en un espacio de Kaluza-Klein —dijo Chen—. Es increíble…
La pantalla grande, en la que se veía la flor, empezó a llenarse de nieve.
—El Isabella funciona extraño —dijo Volkonski.
—¿En qué sentido? —preguntó Hazelius desde el centro del Puente.
—Como atontado.
Dolby puso los ojos en blanco. Menudo pelmazo era Volkonski.
—A mí me sale todo correcto.
Volkonski tecleó como un poseso. Después dijo una palabrota en ruso y dio una fuerte palmada al monitor.
—Gregory, ¿no te parece que deberíamos bajar la potencia? —preguntó Mercer.
—Espera un minuto —contestó Hazelius.
—Noventa y nueve coma nueve —dijo Dolby.
Hacía cinco minutos que el sopor general había dejado paso a una gran tensión. Únicamente Dolby parecía tranquilo.
—Estoy de acuerdo con Kate —coincidió Volkonski—. No gusta lo que hace Isabella. Por mí, empezamos secuencia de apagado.
—Me responsabilizo de todo —dijo Hazelius—. Todavía no se ha disparado ningún valor. Lo único que ocurre es que el flujo de datos de diez terabits por segundo se está empezando a encasquillar.
—¿Encasquillar? ¿Qué es «encasquillar»?
—Potencia al cien por cien —dijo la voz relajada de Dolby, con una nota de satisfacción.
—Luminosidad del haz, veintisiete coma uno ocho dos ocho TeV —dijo Chen.
La nieve empezó a salpicar los monitores. La nota musical que llenaba la sala parecía una voz del más allá. La flor del visualizador tembló y aumentó. En el centro apareció un punto negro, como un agujero.
—¡Uau! —exclamó Chen—. Pérdida de datos total en la Coordenada Cero.
La flor parpadeó, veteándose de negro.
—Esto es una locura —dijo Chen—. Lo digo en serio. Están desapareciendo los datos.
—Imposible —dijo Volkonski—. No desaparecen datos. Desaparecen partículas.
—¡No digas tonterías, las partículas no desaparecen!
—Digo en serio. Desaparecen partículas.
—¿Un problema de software? —preguntó Hazelius.
—No problema de software —dijo en voz alta Volkonski—. Problema de hardware.
—Vete a la mierda —murmuró Dolby.
—Gregory, es posible que el Isabella esté rompiendo la «brana» —dijo Mercer—. Deberíamos apagarlo ahora mismo. De verdad.
El punto negro se ensanchó y empezó a devorar la imagen de la pantalla. Sus bordes eran de colores intensos, que parpadeaban enloquecidamente.
—Estos números no son normales —observó Chen—. La curvatura espacio-tiempo es extrema justo en la CCero. Parece algún tipo de singularidad. Puede que estemos creando un agujero negro.
—Imposible —dijo Alan Edelstein, el matemático del equipo, levantando la vista del terminal frente al que llevaba un buen rato encorvado sin abrir la boca—. No hay señales de radiación de Hawking.
—¡Os juro por Dios —exclamó Chen— que estamos haciendo un agujero en el espacio-tiempo!
En la pantalla que mostraba el código del programa en tiempo real, los símbolos y los números corrían como un tren de alta velocidad. En la pantalla grande ya no había ninguna flor, sino un vacío negro. De repente, se movió algo en el vacío, algo fantasmal, como un murciélago. Dolby se lo quedó mirando sorprendido.
—¡Por Dios, Gregory, apágalo de una vez! —rogó Mercer.
—¡Isabella no acepta input! —vociferó Volkonski—. ¡Soy perdiendo las rutinas de base!
—Paradlo todo un momento hasta que sepamos qué pasa —decidió Hazelius.
—¡No va! ¡Isabella no va! —dijo el ruso, apoyado en el respaldo, levantando las manos con una mueca de asco en su cara huesuda.
—A mí sigue saliéndome todo bien —dijo Dolby—. Está claro que ha fallado de golpe todo el software.
Volvió a fijarse en el visualizador. Dentro del vacío se estaba formando una imagen, tan extraña y hermosa que al principio no logró aprehenderla con el pensamiento. Miró a su alrededor, pero no la veía nadie más. Todos estaban absortos en sus respectivos ordenadores.
—Perdonad, pero ¿alguien sabe qué es lo que hay en la pantalla? —preguntó.
Nadie contestó. Tampoco miró nadie. Estaban todos demasiado ocupados. La máquina emitía un canto extraño.
—Yo solo soy el técnico —dijo Dolby—, pero ¿alguno de los genios teóricos que hay aquí sabe qué es? Alan, ¿esto es normal?
Alan Edelstein levantó distraídamente la mirada de su terminal.
—Nada. Solo son datos aleatorios —dijo.
—¿Cómo que aleatorios? ¡Tienen forma!
—Se ha estropeado el ordenador. Solo pueden ser datos aleatorios.
—Pues a mí me parece cualquier cosa menos aleatorio. —Dolby contempló la pantalla—. Se mueve. Os juro que hay algo. Casi parece vivo, como si intentara salir. ¿Lo ves, Gregory?
Al mirar el visualizador, Hazelius puso cara de sorpresa. Se volvió.
—Rae, ¿qué le ocurre al visualizador?
—Ni idea. Yo recibo un flujo constante de datos coherentes de los detectores. Desde aquí no parece que el Isabella se haya estropeado.
—¿Cómo interpretarías lo que sale en la pantalla?
Al mirar hacia arriba, Chen abrió mucho los ojos.
—¡Dios mío! Ni idea.
—Se está moviendo —intervino Dolby—. Como si saliera.
La nota aguda de los detectores hacía vibrar toda la sala.
—Son datos basura, Rae —dijo Edelstein—. Se ha estropeado el ordenador. ¿Cómo quieres que sea de verdad?
—Yo no estoy tan seguro de que sea basura —dijo Hazelius, muy atento—. ¿Qué opinas, Michael?
El físico de partículas estaba hipnotizado por la imagen.
—No tiene sentido. Ninguno de los colores ni las formas corresponde a energías, cargas o tipos de partículas. Ni siquiera está centrado radialmente en la CCero. Parece una extraña nube de plasma, unida magnéticamente.
—Os digo que se mueve —insistió Dolby—. Está saliendo. Parece… ¡No sé qué parece!
Apretó los párpados, tratando de aliviar el doloroso cansancio. Quizá fueran imaginaciones suyas. Abrió los ojos, pero ahí seguía, creciendo.
—¡Apagadlo! ¡Apagad ahora mismo el Isabella! —gritó Mercer.
De repente la pantalla se llenó de nieve, antes de quedar completamente negra.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Chen, aporreando el teclado—. ¡No responde!
Poco a poco se formó una palabra en el centro. La miraron todos, mudos. Incluso la voz de Volkonski, aguda por el nerviosismo, se cortó de golpe. Nadie se movía.
Volkonski empezó a reír. Fue una risa tensa y estridente, histérica, desesperada.
Dolby tuvo un ataque de ira.
—Lo has hecho tú, hijo de puta.
Volkonski sacudió la cabeza, agitando sus rizos grasientos.
—¿Te parece gracioso? —preguntó Dolby, mientras se levantaba con los puños cerrados—. ¿Hackeas un experimento de cuarenta mil millones de dólares y te parece gracioso?
—Yo no hackea nada —dijo Volkonski, limpiándose la boca—. Cállate.
Dolby se volvió hacia los demás.
—¿Quién ha sido? ¿Quién ha tocado el Isabella?
Volvió a girarse hacia el visualizador y leyó en voz alta la palabra. La escupió con rabia: «SALUDOS».
Se volvió otra vez.
—Mataré al cabrón que haya hecho esto.