Por el interior las montañas perdían altura en pendientes suaves, cubiertas por el rumor de cascadas burbujeantes; apresuró el paso, animado y feliz. Al poner el pie en la hierba del valle oyó los cantos de los elfos; y en un prado junto a un río resplandeciente de lirios topó con un grupo numeroso de doncellas que estaban bailando. La ligereza, la gracia y las formas siempre cambiantes de sus movimientos lo dejaron asombrado, y se aproximó al corro. De pronto ellas se quedaron inmóviles, y una joven de cabello ondulante y falda de amplios pliegues salió a su encuentro.
La risa se mezcló con sus palabras al preguntarle: «¿No te estás volviendo temerario, Frente Estrellada? ¿No tienes miedo de lo que puede decir la Reina si llega a enterarse de esto? A menos que tengas su permiso». Quedó desconcertado al reconocer su propio pensamiento y saber que la joven lo leía: había creído que la estrella en la frente era un pasaporte para ir donde quisiese; y ahora sabía que no era así. Pero ella le sonrió, y volvió a decirle: «¡Ven! Ya que estás aquí, baila conmigo»; y le llevó de la mano hasta el corro.
Bailaron juntos, y por un momento supo lo que era gozar de la ligereza y el ímpetu y la dicha de acompañarla. Sólo por un momento. Se detuvieron en seguida, o así le pareció, y ella se inclinó a recoger una flor blanca y se la puso a él en el pelo. «¡Ahora, adiós!», dijo. «Puede que, si la Reina lo permite, volvamos a vernos».
Después de este encuentro no le quedó ningún recuerdo del viaje de regreso, hasta que se vio cabalgando por los caminos de su propio país; en algunos pueblos la gente lo miraba con asombro y se quedaba contemplándolo hasta que se perdía de vista. Cuando llegó al hogar, su hija corrió a su encuentro y lo recibió con alegría: había vuelto antes de lo esperado, aunque nunca es demasiado pronto para el que espera. «¡Papá!», exclamó. «¿Dónde has estado? Tu estrella brilla mucho».
Al cruzar el umbral la estrella se tornó de nuevo mortecina; pero Nell lo tomó de la mano y lo llevó hasta la chimenea, y allí se volvió y lo miró. «Querido», le dijo, «¿dónde has estado y qué es lo que has visto? Tienes una flor en el pelo». La retiró con cuidado de la cabeza y la sostuvo en la mano. Parecía algo divisado a una gran distancia, y sin embargo estaba allí y despedía un resplandor que proyectaba sombras en las paredes de la habitación, donde ya crecía la penumbra de la tarde. La sombra del herrero se alzaba por encima de la mujer e inclinaba hacia ella una cabeza majestuosa. «Pareces un gigante, papá», comentó su hijo, que aún no había dicho nada.
La flor no se marchitó, ni perdió la luz; y la conservaron como un secreto y un tesoro. El herrero hizo un pequeño cofre con cerradura, y allí la guardaron, y la familia se la fue transmitiendo de generación en generación; y los que heredaban la llave solían abrir a veces el cofre y se quedaban contemplando la Flor Viva hasta que la tapa volvía a cerrarse: porque no elegían ellos el momento en que esto ocurría.
El paso de los años no se detuvo en el pueblo. Habían transcurrido muchos. Cuando el herrero recibió la estrella de la Fiesta de los Niños, todavía no había cumplido los diez. Después llegó otra Fiesta de los Veinticuatro, y para entonces Alf era Cocinero Mayor y había elegido un nuevo aprendiz, Harper. Doce años más tarde el herrero había regresado con la Flor Viva, y ahora iba a celebrarse en el próximo invierno otra Fiesta infantil de los Veinticuatro. Un día de aquel año el herrero paseaba por los bosques de la zona costera de Fantasía. Era otoño. Hojas doradas colgaban de las ramas y en el suelo había hojas rojas. Unos pasos se le acercaron por detrás, pero no les prestó atención ni se dio vuelta, porque estaba absorto en sus pensamientos.
Había recibido en aquella ocasión la orden de emprender un viaje, que le pareció más dilatado que todos los que hasta entonces había hecho. Tuvo guías y escolta; no obstante, guardó escasos recuerdos de los senderos recorridos, porque a menudo la niebla y las sombras lo desorientaron; hasta que, por último, alcanzaron un paraje elevado bajo un cielo de astros innumerables. Allí lo condujeron ante la propia Reina. No llevaba corona ni tenía trono. Estaba en pie rodeada de majestad y gloria, y circundada de un gran ejército que resplandecía y brillaba como las estrellas en lo alto; pero ella sobresalía por encima del hierro de las lanzas, y sobre su cabeza ardía una llama blanquecina. Con un ademán le indicó que se acercara, y él dio un paso adelante, estremeciéndose. Sonó clara y alta una trompeta, y he aquí que de pronto se encontraron solos.