La brisa se transformó al punto en viento desatado, que bramó como una enorme bestia y lo sacó a la superficie y lo arrojó a la orilla, y lo empujó pendiente arriba, volteándolo y dejándolo caer como una hoja seca. Tendió los brazos al tronco de un joven abedul y se abrazó a él, y el viento luchó contra ambos con violencia tratando de desasirlo; pero las ráfagas doblaban hasta el suelo el abedul, que lo protegía con sus ramas. Cuando el viento por fin pasó, se puso en pie y vio que el árbol estaba desnudo. Había quedado despojado de todas sus hojas, y lloraba, y las lágrimas caían de sus ramas como gotas de lluvia. Puso la mano en la blanca corteza y dijo: «¡Bendito seas, abedul! ¿Qué puedo hacer para resarcirte, o para darte las gracias?». Sintió que la respuesta del árbol pasaba a través de su mano: «Nada», dijo. «¡Vete! El viento te persigue. Tú no perteneces a este lugar. ¡Vete, y no regreses más!».
Mientras subía los últimos escarpes del valle notó que las lágrimas del abedul se deslizaban por su propio rostro, y en los labios le supieron a amargura. Siguió su largo camino con el corazón entristecido, y durante mucho tiempo no volvió a Fantasía. Mas no pudo apartarla de su memoria; y cuando regresó, el deseo de adentrarse en el país era aún más vehemente.
Dio por último con una ruta que atravesaba la Cordillera Exterior y la siguió hasta alcanzar las Montañas Interiores. Eran altas, escarpadas y sobrecogedoras. Sin embargo, al fin encontró un desfiladero por el que podía subir, y al cabo de varios días de considerable riesgo atravesó una estrecha grieta y vio a sus pies, aunque todavía no sabía su nombre, el Valle de la Eterna Mañana. El verde supera allí el color que los prados tienen en la costa de Fantasía, como éstos sobrepasan el verde de nuestra primavera; el aire es tan claro que los ojos llegan a distinguir las rojas lenguas de los pájaros que cantan en los árboles del último confín del valle, aunque éste es muy vasto y las aves son del tamaño del ruiseñor.