Pocos del pueblo la notaron, aunque no resultaba imperceptible para unos ojos atentos, y por lo común no brillaba lo más mínimo. Algo de su luz pasó a los ojos del muchacho; y la voz, que ya desde el momento mismo en que la estrella vino a él había empezado a embellecerse, se hacía cada vez más hermosa a medida que él crecía. A la gente le gustaba oírle, aunque sólo fuesen los «buenos días».

Llegó a ser bien conocido en la región por su destreza en el trabajo, no sólo en su propio pueblo sino en otros muchos de los alrededores. Su padre era herrero, y él continuó el oficio y lo mejoró. Mientras su padre vivió, a él lo llamaron el hijo del herrero; después, sólo el herrero, porque para entonces era ya el mejor desde el lejano lugar de Easton hasta el Bosque del Oeste, y en su fragua podía hacer toda clase de objetos de hierro. Casi todos, naturalmente, comunes y prácticos, destinados a las necesidades de cada día: aperos para el campo, herramientas de carpintero, utensilios y cacharros de cocina y sartenes, trancas, cerrojos y bisagras, ganchos para las ollas, morillos de chimenea, herraduras y cosas así. Eran resistentes y duraderos, pero ofrecían también un aire agradable, con formas bien modeladas para su clase, de buen manejo y buen aspecto.

Pero cuando tenía tiempo hacía algunas cosas por pura afición; y eran hermosas, porque sabía dar al hierro formas admirables, que parecían tan ligeras y delicadas como un ramo de hojas y flores, aunque conservaban la fuerte consistencia del metal e incluso parecían más duras. Pocos podían pasar frente a una de sus verjas, o rejas, sin detenerse a admirarlas; nadie podía cruzarlas una vez cerradas.

Solía cantar mientras trabajaba en estas cosas, y cuando el herrero iniciaba su canto los que estaban cerca detenían la labor y acudían a la fragua a escucharlo.

La mayoría no sabía nada más de él. Cierto que este reconocimiento era suficiente; más del que casi todos los vecinos del pueblo llegaban a alcanzar, aun aquéllos que eran buenos artesanos y muy trabajadores. Sin embargo había algo más. Porque el herrero llegó a visitar el Reino de Fantasía y conocía algunas de sus regiones tan bien como les es dado conocerlas a los mortales; aunque como muchos se parecían a Nokes, a pocas personas les hablaba de esto, si excluimos a su mujer y sus hijos.

Su esposa era Nell, a quien diera la moneda de plata, y de quien había tenido a Nan y a Ned. A ellos no podía haberles ocultado de ninguna forma el secreto, porque en ocasiones veían que la estrella le brillaba en la frente, al regreso de un viaje o de alguno de los largos paseos solitarios que solía hacer por las tardes.

De vez en cuando se marchaba, bien a pie o a caballo, y todos suponían que era por negocios; y a veces era cierto, a veces no. De cualquier forma, no lo hacía por conseguir encargos para la fragua o por comprar lingotes, carbón u otros suministros, si bien cuidaba con detalle de tales menesteres y sabía doblar el valor de un honrado penique, como entonces se decía. Pero tenía en Fantasía sus propios asuntos, y allí era bien recibido; porque la estrella le resplandecía en la frente y él se hallaba todo lo seguro que un mortal pueda estarlo en este peligroso país. Los Pequeños Males rehuían la estrella, y estaba a salvo de los Grandes.

De lo cual se sentía agradecido, porque pronto adquirió experiencia y entendió que uno no puede acercarse sin riesgo a las maravillas de Fantasía, y que a muchos de los Males no se les puede desafiar sin armas adecuadas, demasiado poderosas para que un mortal cualquiera las maneje. Continuó siendo un observador atento, no un guerrero, y aunque con el tiempo podría haber forjado armas que en su propio mundo habrían tenido el poder suficiente para convertirse en tema de grandes leyendas o costar lo que el rescate de un rey, sabía que en Fantasía habrían sido de muy escaso valor. Así que no se recuerda que entre todas las cosas que hizo forjase nunca una espada, una lanza o una punta de flecha.