Introducción
A Bilbo Bolsón le encantaban los mapas. En el salón de su casa de Bolsón Cerrado, según se nos cuenta, colgaba un enorme mapa del País Redondo, «con todos sus caminos favoritos marcados en tinta roja». A J. R. R. Tolkien también le encantaban los mapas y éstos desempeñarían un importante papel en la creación de su Historia de la Tierra Media.
Un mapa es la plasmación de un momento muy concreto en el tiempo; el producto final de siglos de historia, geografía y lenguaje, y todos los mapas muestran los límites de los conocimientos de sus creadores. De ahí que, en los mapas antiguos, las regiones inexploradas aparezcan en blanco o señaladas por advertencias del tipo «Aquí hay dragones». Por supuesto, en algunos mapas, tal información podría ser fiel a la realidad: a fin de cuentas, cuando Bilbo examinó el Mapa de Thror, pudo ver al dragón Smaug trazado claramente en rojo, en pleno vuelo sobre la Montaña Solitaria.
Desde que el hombre comenzó a trazar mapas del mundo que lo rodea, lo hizo también con los creados por su imaginación, sean el Edén o el Infierno, Utopía o el país de Nunca Jamás, las islas descubiertas por Gulliver en sus viajes o la Isla del Tesoro de Jim Hawkins, Oz o Narnia, Terramar o Mundo Anillo. De hecho, no existe lugar demasiado fantástico para el cartógrafo de la imaginación.
Un primer ejemplo de la fascinación que inspiraba la cartografía en J. R. R. Tolkien lo podemos encontrar en un mapa no ficticio trazado en Francia durante la primera guerra mundial. Tolkien, graduado en estudios lingüísticos por la Universidad de Oxford, demostró sus habilidades cartográficas dibujando un plano de las trincheras enemigas durante la batalla del Somme, con carreteras de fino trazo, caminos, casamatas e hileras de crucecitas de color rojo que señalaban la presencia de las alambradas.
Tras abandonar, aquejado de fiebre de las trincheras, los campos de batalla de aquella guerra (en la que perdieron la vida dos de sus mejores amigos y buena parte de su generación), comenzó a trabajar en un ambicioso proyecto literario: la elaboración de una mitología que pretendía dedicar, sencillamente, «a Inglaterra». Con un lápiz de color azul, Tolkien escribió en la portada de un cuaderno de apariencia ordinaria: «El libro de los Cuentos Perdidos» y en sus páginas comenzó a hilvanar las primeras leyendas de lo que, con el tiempo, acabaría por convertirse en El Silmarillion.
Al recordar cómo habían nacido los relatos ambientados en lo que él bautizó como la «Tierra Media», Tolkien decía: «Siempre tuve la sensación de que, simplemente, estaba registrando algo que ya estaba “allí”, en alguna parte, en lugar de “inventando”». Este proceso, realizado en el escaso tiempo que le dejaba una atareada vida académica, llevó a Tolkien a «recrear» uno de sus primeros mapas ficticios.
Estaba trazado sobre una hoja de examen de la Universidad de Leeds (donde Tolkien ejerció como profesor de lengua inglesa entre 1920 y 1925) y, a pesar de que en su esquina superior izquierda se dice claramente en letras impresas «No escribir en este margen», no parece que su autor le prestara demasiada atención a esta advertencia. Es más, cuando, en 1937, publicó El hobbit, los dos mapas que incluía la obra tenían anotaciones en los márgenes izquierdos, en inglés o con runas.
El hobbit fue la obra que brindó la pista vital para el «descubrimiento de la Tierra Media», aunque Tolkien sólo comprendió que «el mundo por el que paseaba el señor Bolsón» era la misma Tierra Media de El Silmarillion, sólo que en una era posterior, después de haberles leído a sus hijos las aventuras de Bilbo.
Tolkien dibujó él mismo las ilustraciones de El hobbit, así como sus dos mapas: un facsímil del Mapa de la Montaña Solitaria de Thror y el Mapa de las «Tierras Ásperas», las regiones situadas más allá del país de los Hobbits: las Montañas Nubladas, el Río Grande, el Camino Viejo del Bosque, el Bosque Negro, la Desolación de Smaug y, más allá (indicadas sólo por una flecha), las Colinas de Hierro.
Más adelante, estas mismas colinas aparecerían en otros mapas que Tolkien comenzó a dibujar al embarcarse en la creación de un «nuevo Hobbit». También se añadieron posteriormente el Mar de Rhûn, en el que desembocaba el Río Rápido; la Comarca, donde Bilbo y su sobrino adoptivo, Frodo, tenían su casa de Hobbiton; y las regiones situadas al sur de las Tierras Ásperas. La secuela de El hobbit tardaría doce años en convertirse en El Señor de los Anillos, doce años que para Tolkien fueron una búsqueda rebosante de nuevos descubrimientos.
No sólo el anillo mágico de Bilbo resultó ser un objeto mucho más importante de lo que podía parecer en un principio, sino que, mientras elaboraba su relato, no dejaban de aparecer nuevos personajes que exigían que se contara su historia. Cuando Frodo llega a Bree y conoce a un tal «Trancos», al comienzo ni el propio Tolkien sabía muy bien de dónde venía. Y, mucho más adelante, cuando el camino de Frodo se cruza con el de Faramir, Tolkien no descubrió tan sólo a uno de los personajes principales de su historia, sino, a través de él, gran parte de la historia de Gondor.
En cuanto a los mapas, eran esenciales. «Hay muchos mapas en la casa de Elrond», dice Gandalf a Pippin; y había muchos también en la casa de Tolkien, a los que se refería constantemente mientras estaba escribiendo El Señor de los Anillos. «Si vas a tener una historia complicada», explicó una vez, «debes empezar por dibujar un mapa. Si no lo haces, nunca podrás hacerlo después».
Los primeros esbozos de un mapa detallado de la Tierra Media fueron objeto de constantes modificaciones a medida que Tolkien iba buceando en la historia y la cultura de las Tres Edades transcurridas desde su creación y elaborando su crónica. Como consecuencia de esto, algunos lugares cambiaron de posición o de nombre, algunos caminos se desplazaron y algunos ríos modificaron su curso.
De hecho, este proceso de transformación se extendió a varias páginas, pegadas juntas sobre hojas de respaldo y completadas constantemente con secciones nuevas. Era, en palabras de Christopher Tolkien (hijo y cartógrafo ayudante del autor), «un documento insólito, maltrecho, fascinante, extremadamente complicado y absolutamente característico».
La inspiración para los nombres de los lugares de la Tierra Media procede de los conocimientos filológicos de Tolkien y de su fascinación por las lenguas de su propia creación. Para transmitir una sensación de antigüedad mide las distancias en leguas, estadios, codos y brazas; y para añadirle color, se apoya en descripciones ofrecidas en la narración por los propios personajes. Así, por ejemplo, cuando la Compañía abandona Lothlórien, Celeborn les dice: «Cuando vayáis aguas abajo, veréis que los árboles irán disminuyendo hasta que al fin llegaréis a una región árida. Allí el Río corre por valles pedregosos entre altos páramos, hasta que después de muchas leguas se encuentra con Escarpa, la isla alta que llamamos Tol Brandir». Este tipo de descripciones, posiblemente más que ninguna otra cosa, otorgan a la Tierra Media una cualidad que el propio Tolkien describió como «consistencia interna de realidad», por su proximidad a nuestro propio mundo. Es un lugar en el que el Sol se levanta y se pone igual que en la Tierra; en el que la Luna atraviesa una serie de fases; un lugar de montañas, bosques, llanuras y marjales, con niebla, viento, lluvia y nieve. Sólo la época y la presencia de criaturas y poderes mágicos diferencian la Tierra Media de nuestro mundo. «He ubicado la acción», declaró Tolkien, «en un período de la Antigüedad puramente imaginario (pero no imposible)».
Estos rasgos geográficos comunes también estuvieron presentes cuando Tolkien plasmó su primera visión de la Tierra Media (o Beleriand) sobre una de aquellas hojas de examen en la que había escrito las primeras y conocidísimas palabras de El hobbit. Creó este mapa cuando sus ideas para El Silmarillion eran aún un bosquejo y muchos de los cuentos que contiene estaban todavía por cristalizar.
Christopher Tolkien recuerda que, aunque se trataba de un documento de trabajo «sin vocación de perdurar», se mantuvo en uso durante muchos años, aunque «sumamente manoseado y alterado». El mapa recibió numerosas ampliaciones, pero, a pesar de los cambios de nombres y ubicaciones y a pesar de que las líneas de tinta roja, negra y verde se confunden con los trazos a lápiz y los gruesos rastros de cera azul de los ríos, llama la atención la medida en que ha sobrevivido intacto, especialmente por lo que se refiere a los cursos de los ríos importantes.
En esta Primera Edad de la Tierra Media, los Hombres aún no habían dejado su impronta sobre el paisaje, así que hay relativamente pocos asentamientos, en comparación con el mapa que acompaña a El Señor de los Anillos. Era una época en la que los Elfos eran más numerosos que los Hombres y en la que sólo las ciudades de Gondolin, Nargothrond y las «Mil Cavernas» de Menegroth se alzaban en medio de la intacta naturaleza. Un lugar que no aparece en la versión final del mapa es la siniestra fortaleza subterránea de Angband, guarida en el subsuelo de Morgoth, primer Señor Oscuro, sobre la que se levantaba Thangorodrim, las Montañas de la Tiranía. Aunque tanto éstas como sus monstruosos moradores proyectarían una calamitosa sombra sobre el resto de Beleriand, su ubicación precisa seguiría siempre sin ser más que un rumor siniestro.
No fueron los nombres y los lugares del mapa lo único que cambió con el paso de los años. Al mismo tiempo, Tolkien siguió trabajando en los numerosos relatos que componen El Silmarillion. Al final, el tiempo fue quien acabó por ganar la partida y así, a su muerte en 1973, su trabajo en esta enorme y compleja obra seguía inconcluso y tuvo que ser su hijo Christopher quien diese una forma susceptible de publicación a los relatos que su padre había comenzado a elaborar más de medio siglo antes.
También recaería sobre sus hombros la tarea de preparar el trabajo cartográfico para su inclusión en la primera versión de El Silmarillion, publicada en 1977. Su mapa, como el que colgaba en el salón de Bolsón Cerrado, contenía líneas gruesas, nombres en tinta roja y representaciones pictóricas de montañas, colinas, árboles y ciudadelas. Finalmente, los lectores podían ver el mundo de la Tierra Media en su más temprana concepción, un mundo creado cincuenta años antes como un esbozo de tinta y ceras y presentado entonces (y ahora, en la ilustración que acompaña a este texto) en un formato que les permitiría acompañar en sus viajes a los héroes y los villanos de la Primera Edad.
BRIAN SIBLEY