Hacia el profundo mar abierto emprendí el viaje, con un único barco y esa pequeña banda de compañeros que nunca me habían abandonado.
Dante, «Viaje de Ulises», L’Inferno.
«Dígame, ¿cuándo se acabó la guerra?», preguntó Shackleton a Sorlle, al llegar a la estación de Stromness, tras atravesar San Pedro. «La guerra no ha acabado —contestó Sorlle. Hay millones de muertos. Europa está loca. El mundo está loco».
Durante la terrible experiencia en el hielo hablaban con frecuencia de la guerra y lo que más preocupaba a los hombres era que se la habrían perdido cuando llegaran a casa. Antes de abordar el Yelcho, Shackleton se había afanado en recoger el correo que les esperaba en San Pedro, así como periódicos, a fin de que se hicieran una idea de lo que se habían perdido en los casi dos años de estar desconectados del mundo.
«Las opiniones han cambiado en toda clase de temas —dijo Shackleton a sus hombres a bordo del Yelcho, según Lees—. Ahora, a la lista de víctimas, la llaman lista de honor».
«Acaso el lector no se percate de cuán difícil nos resultaba imaginar casi dos años de la guerra más impresionante de la historia —escribió Shackleton en su libro South. Los ejércitos luchando en las trincheras, el hundimiento del Lusitania, el asesinato de la enfermera Cavell, el uso de gas venenoso y fuego líquido, la guerra con submarinos, la campaña de Gallípoli, el centenar de incidentes de la guerra… nos dejaron casi atónitos al principio… Supongo que nuestra experiencia era única. No había hombres civilizados que pudiesen haber ignorado tan a fondo los acontecimientos que estremecían al mundo como los ignorábamos nosotros al llegar a la estación ballenera de Stromness».
La guerra lo había cambiado todo y, más que nada, el ideal del heroísmo. Con millones de jóvenes europeos muertos, a los británicos no les interesaban mucho los relatos de supervivientes. La noticia de la expedición del Endurance resultaba tan extraordinaria que no podía sino figurar en primera plana, pero la recepción oficial que se le dio a Shackleton fue notablemente fría. Fingiendo describir su llegada a Stanley, en las Malvinas, tras el fracaso de la misión de rescate del Southern Sky, el periódico John Bull publicó el siguiente artículo socarrón:
«¡Ni un alma en Stanley parecía interesarse en lo más mínimo [por su llegada]! No izaron ninguna bandera… Un anciano de las Malvinas comentó que “debería haber ido a la guerra hace tiempo en vez de andar haciendo el tonto en icebergs”».
En Punta Arenas, el recibimiento a Shackleton y sus hombres fue casi desenfrenado: las personas de las distintas nacionalidades que allí vivían, incluyendo los alemanes, con los que Gran Bretaña estaba en guerra, salieron a recibirlos con bandas y banderas. El astuto Shackleton se había detenido en Río Seco, a unos diez kilómetros de Punta Arenas, para avisar que estaba a punto de llegar. El Ministerio británico de Asuntos Exteriores reparó en seguida en el valor publicitario de la popularidad de Shackleton y le animó a pedir ayuda a todos los gobiernos. Así pues, en compañía de un puñado de sus hombres, Shackleton fue a Santiago, Buenos Aires y Montevideo, pero, intencionadamente, no a las Malvinas británicas.
La expedición del Endurance terminó el 8 de octubre de 1916, en Buenos Aires, pero a Shackleton le quedaban todavía cosas que hacer. La otra mitad de la Expedición Imperial Transantártica, la del grupo que se encargaba del almacén en el mar de Ross, iba a la deriva, literalmente, pues su bote, el Aurora, se había soltado del amarre y las placas de hielo le habían impedido regresar a «puerto». Otra epopeya de supervivencia, una de las hazañas más formidables de la exploración antártica, un agotador recorrido en trineo, se desarrollaba en la nieve y el hielo donde Shackleton adquirió renombre por primera vez como explorador polar. Habían perdido tres vidas. Por tanto, Shackleton se sintió obligado a regresar al Antártico a rescatar lo que quedaba de su expedición.
En la estación de ferrocarriles de Buenos Aires dijo adiós a sus hombres, que habían ido a despedirlo. Aquélla fue la última vez que se reunieron tantos miembros de la expedición.
«Nos hemos separado», observó Macklin. Con pocas excepciones, la mayoría regresaría a Gran Bretaña. Blackborow se encontraba hospitalizado en Punta Arenas, sometido a los mimos de la población femenina, y Bakewell se quedó.
«Cuando me uní a la expedición, pedí que me pagaran en Buenos Aires al regresar —escribió Bakewell. Sir Ernest lo aceptó y ahora estaba a punto de separarme. Debía despedirme del mejor grupo de hombres con quienes he tenido la suerte de estar».
Hudson, el inválido, el indispuesto, el de la «depresión general», ya se había marchado, deseoso de alistarse y servir a su país. En isla Elefante, los dos médicos habían drenado su terrible absceso, que era del tamaño de una pelota de fútbol, operación que según parece le ayudó a curarse. El estupor indiferente en que pasó la mayor parte de la estancia en isla Elefante puede haber sido resultado de la inevitable fiebre que acompaña a infecciones tan graves como la suya.
Hurley, que se cansó pronto de las recepciones de celebración, pasó largos días en el cuarto oscuro que un generoso fotógrafo local le prestó.
«Todas las placas que quedaron expuestas en el naufragio hace casi doce meses han salido excelentes —anotó en su diario—. La película de la pequeña Kodak ha sufrido por el tiempo, pero podrá revelarse y publicarse».
Desde Punta Arenas, Shackleton telegrafiaba largos artículos al Daily Chronicle en Londres.
«Alivio para los exploradores abandonados»; «Shackleton a salvo»; «Los hombres de Shackleton, rescatados»; los artículos se publicaron hasta bien entrado el mes de diciembre.
Hurley llegó a Liverpool el 11 de noviembre.
«Los trámites de aduanas requirieron un tiempo considerable —escribió—, sobre todo por la película; la pesaron, un método de estimar su longitud, y me cobraron cinco peniques por pie. La película entera les proporcionó un ingreso de ciento veinte libras». Viajó a Londres en tren y fue directamente a las oficinas del Daily Chronicle, donde entregó la película a Ernest Perris. Durante los tres meses siguientes, se dedicó exclusivamente a revelar las fotografías, las películas y las diapositivas que se usarían para conferencias y a preparar los álbumes de imágenes escogidas. Algunos periódicos (el Chronicle, el Daily Mail, el Sphere) publicaron espectaculares fotos a doble página y Hurley se sintió muy satisfecho con una exposición de sus fotografías a color en el Politécnico. Allí, proyectado en una pantalla de sesenta metros cuadrados, el Endurance surgía de la oscuridad bajo un luminoso pero helado cielo, dispuesto de nuevo a bregar con su destino.
Ya el 15 de noviembre Hurley había decidido regresar a la isla San Pedro a hacer fotografías de la fauna salvaje, fotografías como las que se había visto obligado a abandonar en el hielo. La estancia en Inglaterra resultó agradable, pese a que «Londres posee uno de los peores climas que he experimentado en mi vida, porque provoca resfriados y enfermedades». En este período veía a menudo a sus antiguos compañeros de barco, como James, Wordie, Clark y Greenstreet.
El viaje a la isla San Pedro tuvo éxito y en junio de 1917, tras varias semanas de trabajar con su característica intensidad, regresó a Londres para entregar a Perris otro montón de películas y placas. La película En las garras de la placa polar se estrenó en 1919, después de la guerra, y fue muy aclamada.
A Shackleton nunca le cayó bien Hurley; de hecho, desconfiaba profundamente de él; se había esforzado en atender a su vanidad mientras estuvieron en el hielo, incluyéndolo de modo ostensible en todos los consejos privados. No se sabe con certeza por qué desconfiaba de él; Hurley, en cambio, expresaba abiertamente y en privado la admiración que sentía por Shackleton. Era un hombre tramposo, presumido, arrogante, altanero, con el que no resultaba fácil llevarse bien, pero, por encima de todo, era sumamente capaz. Cocinas, instalaciones eléctricas, improvisadas bombas para achicar, paredes de piedra para la cocina y numerosos inventos que beneficiaron a los expedicionarios fueron obra de sus enormes manos. ¿Sería éste el problema?
¿Acaso pensaba Shackleton que este australiano de múltiples talentos, duro y engreído, era la clase de hombre que en ciertas situaciones se consideraría demasiado superior para ceder a su autoridad?
Con la película se pagaron una gran parte de las deudas que esperaban a Shackleton cuando por fin regresó a Inglaterra en 1917. Después de rescatar al grupo en el mar de Ross, Shackleton hizo una rápida gira de conferencias en Estados Unidos, que acababa de entrar en la contienda. Y ahora lo que más le preocupaba era participar en la guerra.
Si bien a sus cuarenta y dos años estaba exento del servicio militar y se encontraba agotado, sabía que para que en el futuro apoyaran cualquier nueva empresa suya, necesitaba ayudar en algo. Su regreso a Inglaterra había merecido poca atención y de momento no habría más héroes que los de la guerra.
Transcurrieron varios meses. Treinta de sus hombres, tanto del mar de Weddell como del mar de Ross, se habían alistado, pero Shackleton aún no encontraba una misión. Bebía mucho, se sentía inquieto y pasaba poco tiempo en casa; en Londres se le veía a menudo en compañía de su amante, la norteamericana Rosalind Chetwynd. Al cabo de un tiempo, gracias a la intervención de Sir Edward Carson, ex ministro de Marina (y antiguo abogado del marqués de Queensbury, acusado de difamación por Oscar Wilde), a Shackleton se le encomendó una misión de propaganda en Sudamérica. Se le encargó vagamente levantar los ánimos, dar a conocer el esfuerzo de guerra británico e informar sobre la propaganda que ya se estaba realizando.
Salió hacia Buenos Aires en octubre de 1917 y regresó a Inglaterra en abril de 1918, sin haber tenido la satisfacción de lucir el uniforme. De nuevo inició una ronda de entrevistas para obtener una misión adecuada, pero en vano. Una serie de pequeñas misiones lo llevaron a Spitzbergen y a Murmansk, en Rusia, con el título oficial de «funcionario encargado del transporte ártico». Al menos estaba con algunos viejos compañeros: a petición suya, liberaron a Frank Wild del servicio en Arjánguelsk y lo nombraron ayudante de Shackleton. A McIlroy, gravemente herido en Ypres, le dieron la baja por invalidez; lo acompañaban asimismo Hussey, y luego Macklin, que había luchado en Francia; también enviaron a esta avanzada polar a varios hombres que habían participado en las expediciones de Scott y que sentían antipatía, cuando no abierta hostilidad, por Shackleton. Todavía se negaba oficialmente que Scott y sus hombres hubiesen muerto de escorbuto, pues esto suponía una mala gestión por parte de Scott; en cambio, los hombres de Shackleton habían pasado casi dos años en el hielo sin el menor indicio de esa enfermedad, gracias a la insistencia de Shackleton, desde el momento en que el Endurance quedó atrapado en el hielo, en que comieran carne fresca.
Cuando la guerra se acabó, Shackleton volvió a encontrarse a la deriva. Todavía en Nueva Zelanda, había dictado las partes esenciales del libro South a Edward Saunders, quien colaboró también en su primer libro. En 1919, se publicó por fin South, redactado por Saunders, basándose en lo que Shackleton le había dictado y en los diarios de los expedicionarios. Es un relato asombrosamente verídico, aunque algunos nombres y fechas se confunden, así como, de vez en cuando, el orden de los acontecimientos (como el viaje del James Caird); resta importancia a varios episodios, si bien, sorprendentemente, omite pocos y no se menciona la rebelión de McNish, por ejemplo. Shackleton dedicó el libro «a mis compañeros».
Fue aclamado por la crítica y se vendió bien. No obstante, Shackleton no recibió ningún pago por derechos de autor, pues asignó a los ejecutores de uno de los patrocinadores de la expedición, Sir Robert Lucas Tooth, que murió en 1915, que lo perseguían para que devolviera su aportación, todos los derechos de South, su único activo.
Al final de la guerra, Shackleton se hallaba en quiebra, como cabía esperar; su salud no era buena y no sabía qué hacer consigo mismo. Rara vez se le veía con su esposa, por quien seguía expresando devoción, y vivía en el apartamento de su amante, en Mayfair. En contra de todas sus inclinaciones, se vio obligado, por motivos económicos, a dar conferencias, en las que explicaba la fracasada expedición del Endurance en salas medio llenas, mientras detrás de él, las diapositivas de Hurley evocaban recuerdos obsesivos. Al preparar estas diapositivas, Hurley había perfeccionado un ingenioso método de componer las imágenes, superponiendo fotografías de la fauna silvestre a desiertas franjas de hielo, por ejemplo, o poniendo varias escenas contra un fondo de nubes espectacularmente iluminadas, paisajes que constituían su sello personal. El propósito de estas fotos siempre fue comercial y Hurley no parece haber sentido ningún remordimiento al manipularlas.
En 1920, Shackleton anunció de repente que anhelaba regresar a las regiones polares, le daba igual que fuese del Polo Sur o del Polo Norte. Por última vez anduvo por Londres, buscando quien lo patrocinara, hasta que por fin un viejo amigo de la escuela, John Quiller Rowett, le ayudó y aceptó garantizar en su totalidad la mal definida empresa.
Más animado de lo que había estado en años, Shackleton mandó informar a la tripulación del Endurance que se dirigía de nuevo al sur. McIlroy y Wild llegaron de Nyasalandia, en África austral, donde cultivaban algodón; Green regresó en calidad de cocinero; Hussey acudió con su banjo, así como Macklin, que se había convertido en uno de los mejores amigos del jefe; McLeod, el viejo marinero que lo había acompañado desde la expedición del Nimrod, regresó, como también lo hicieron Kerr y Worsley, que sería el capitán.
Su buque, el Quest, un pesado y antiguo ballenero, precisaba reparaciones en cada escala. No llevaban perros de trineo, sino sólo un can de compañía, Query. Al salir, todavía no sabían bien hacia dónde se dirigían, o cuál era el objetivo de la «expedición». Los planes iban desde circunnavegar el continente antártico hasta buscar el tesoro del capitán Kidd. Daba igual. Todos a bordo querían disfrutar de un ambiente de aventura, o de los recuerdos.
El Quest partió de Londres el 17 de septiembre de 1921, acompañado por los vítores de una gran multitud. En las películas de la expedición figura Shackleton, un hombre de mediana edad, algo corpulento, con tirantes. Sus compañeros advertían que ya no era el mismo, y Macklin y McIlroy se preocuparon en serio por su salud. En Río de Janeiro, Shackleton sufrió un ataque cardíaco, pero se negó a que le examinara un médico, ya no digamos a regresar. Se recuperó y el Quest continuó su camino hacia el sur.
El 4 de enero, después de navegar en medio de una tormenta, llegaron a San Pedro.
«Por fin —escribió Shackleton en su diario—, anclamos en Grytviken. Cuán familiar nos parecía la costa: vimos con gran interés los lugares que habíamos recorrido con tanto esfuerzo después del viaje en bote… El familiar olor a ballena muerta lo impregna todo. Es un lugar extraño y curioso… Una velada magnífica».
En el ocaso vio una solitaria estrella cernirse, cual una gema, sobre la bahía.
«El jefe dice… con franqueza, que no sabe qué haremos después de San Pedro», había anotado Macklin cinco días antes.
En San Pedro, Shackleton encontró a varios hombres de gran experiencia que todavía servían en la estación. Fridthjof Jacobsen, todavía administrador de Grytviken, le recibió calurosamente, y los hombres desembarcaron para ver los lugares donde habían pasado un mes, mientras aguardaban, con el Endurance anclado. Pasearon por las colinas, se sentaron y observaron las gaviotas y las golondrinas de mar, disfrutando del magnífico tiempo. En el lugar donde habían ejercitado a los perros de trineo, echaron palos a Query.
Al final del día, regresaron al barco y cenaron a bordo. Después, Shackleton se puso en pie y anunció, en son de broma: «Mañana celebraremos la Navidad». A las dos de la mañana, el pito hizo que Macklin fuera al camarote del jefe.
«Me fijé que, aunque era una noche fría, llevaba sólo una manta y le pregunté si tenía otras —escribió Macklin en un pasaje revelador, que sugiere que llevaba cierto tiempo actuando como enfermero furtivo del jefe—. Contestó que estaban en el cajón de abajo y que no quería molestarse en sacarlas. Empecé a hacerlo, pero me dijo: “Olvídate de eso esta noche, puedo aguantar el frío”. Sin embargo fui a mi camarote, le llevé una pesada manta Jaeger de mi camastro y lo envolví en ella».
Macklin se sentó a su lado, en silencio, y aprovechó la oportunidad para sugerir que se tomara las cosas con más calma.
«Siempre quieres que renuncie a algo —respondió el jefe. ¿A qué quieres que renuncie ahora?». Fueron sus últimas palabras. Sufrió un repentino ataque cardíaco masivo y murió a las tres menos diez de la mañana; contaba apenas cuarenta y ocho años. Según Macklin, en quien recayó la desagradable tarea de llevar a cabo la autopsia, la muerte se debió a «un ateroma de las arterias coronarias», una afección antigua exacerbada, en opinión de Macklin, «por esforzarse demasiado en un período de debilidad». Macklin pensaba no tanto en la dura prueba de la expedición del Endurance, como en la de 1909, la del lejano sur.
Hussey se prestó voluntario para acompañar el cuerpo de Shackleton a Inglaterra, pero en Montevideo recibió un mensaje de la esposa de Shackleton, Emily, que pedía que enterraran a su marido en San Pedro; no soportaba la idea de encerrar su inquieto espíritu en la estrechez de un cementerio británico. Hussey regresó, por lo tanto, y el 5 de marzo sepultaron a Shackleton con los balleneros noruegos que fueron, acaso, quienes mejor entendían sus logros. El reducido grupo de hombres que estuvieron con él hasta el fin asistió al sencillo funeral. Hussey tocó la Canción de cuna de Brahms al banjo y a continuación dejaron que el alma de Shackleton descansara en la dura majestuosidad del paisaje que había forjado su grandeza.
Si bien Shackleton había soñado toda la vida con una existencia de éxitos en circunstancias corrientes, las del hombre de a pie, parecía haber entendido que nunca lo conseguiría.
«A veces pienso que no sirvo para nada que no sea estar en regiones salvajes e inexploradas con otros hombres…», había escrito a su esposa en 1919. Se le recordaría menos por su logro, el de la expedición de 1909 que alcanzó el punto más lejano al sur, que por lo que era capaz de sacar de la personalidad de los demás.
«La popularidad de Shackleton entre los que dirigía se debía al hecho de que no era la clase de hombre que pudiera hacer solamente cosas grandes y espectaculares —escribió Worsley—. Cuando la ocasión lo precisaba, se encargaba personalmente de los detalles más nimios… A veces los más irreflexivos podían pensar que era quisquilloso y sólo después entendimos la suprema importancia de su incesante vigilancia…». Detrás de cada palabra y cada gesto calculados yacía la obsesiva y obstinada determinación de hacer lo mejor para sus hombres. En el centro de su capacidad de liderazgo en épocas de crisis, se hallaba la resuelta convicción de que los individuos más corrientes eran capaces de hazañas heroicas si las circunstancias lo requerían; los débiles y los fuertes podían y debían sobrevivir juntos. La mística que Shackleton adquirió como líder puede atribuirse en parte a que hacía aflorar en sus hombres una fuerza y una resistencia que nunca se imaginaron que poseían. Los ennoblecía.
Shackleton no obtuvo tanto reconocimiento como Scott. En el panteón de Inglaterra cabía un solo gran explorador polar, y después de la guerra europea, el recuerdo de un héroe trágico muerto mientras buscaba el honor de su país encajaba mejor con el duelo nacional.
No obstante, Shackleton ocupó un lugar inesperado en la imaginación colectiva. Su relato de la misteriosa presencia que les había guiado, a él, a Worsley y a Crean, por San Pedro, obsesionó a T. S. Eliot, quien lo evocó en su poema "La tierra yerma".
¿Quién es el tercero que anda siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo, juntos,
pero cuando miró hacia adelante en el camino blanco
siempre hay otro que anda a tu lado.
Tras la muerte de Shackleton, el Quest continuó su camino, al mando de Frank Wild. Al final de su viaje un tanto serpenteante, avistaron isla Elefante, aunque no desembarcaron.
«Pocos de nosotros pensamos, cuando la abandonamos la última vez, que volveríamos a verla —escribió Macklin—. ¡Ay, qué recuerdos, qué recuerdos…! Caen sobre uno como una gran inundación y le llevan lágrimas a los ojos, y mientras me siento e intento escribir, me invade una gran emoción y veo que no puedo expresarme, no puedo expresar lo que siento. De nuevo veo el barquito, la cabaña de Frank Wild, oscura y sucia, pero un cómodo refugio. De nuevo veo los viejos rostros y oigo las viejas voces… viejos amigos desperdigados por todas partes. Pero me es imposible expresar todo lo que siento».
Aunque el mundo al cual regresaron Shackleton y sus hombres había cambiado mucho, comparado con el que dejaron atrás, hemos de reconocer que «la vieja era», sus habilidades y valores, ya empezaban a caer en decadencia cuando el Endurance partió de Londres en 1914. Mientras Shackleton estuvo en Buenos Aires, buscando sustitutos para su tripulación, se alegró de encontrar a Bakewell, cuya experiencia en veleros comenzaba a escasear en una época en que los barcos de vapor empezaban a apoderarse de los mares. Hasta el método empresarial que usó Shackleton para financiar la expedición indicaba un nuevo orden, en que los hombres enérgicos y ambiciosos buscaban crear sus propias oportunidades, con o sin el patrocinio de que gozó Scott. Los noruegos no construyeron el Endurance para realizar hazañas heroicas sino para llevar a turistas ricos por el Ártico; por eso era un barquito tan cómodo, tan bien equipado. De igual modo, en esa era cada vez más compleja, los derechos de fotografía y de publicación de la aventura resultante se habían vendido por adelantado; y la tripulación no olvidó nunca que se publicaría un libro sobre su experiencia, y Shackleton se aseguró de que quienes llevaban un diario no dejaran de hacerlo en los momentos más críticos y de que Hurley conservara sus fotos.
«Con un barco… podíamos llegar hasta las focas que veíamos ocasionalmente en los témpanos —escribió Lees en junio de 1916, mientras se encontraban en isla Elefante—. Pero si teníamos todo lo que queríamos, no sufríamos privaciones de las que escribir y eso sería una grave pérdida para “el libro”. Las privaciones hacen que un libro se venda como nada».
Muchos de los miembros de la tripulación del Endurance tuvieron éxito en su vida posterior a la expedición, pero otros no consiguieron adaptarse a la pérdida del viejo orden que la guerra se había llevado consigo. Las vidas de los hombres que participaron en una de las más brillantes historias de supervivencia expedicionaria tomaron cauces muy distintos.
En febrero de 1918, el Telegraph de Londres publicó un artículo de media columna titulado «Expedición antártica: la medalla polar», en el que figuraba una lista de los miembros de la Expedición Imperial Transantártica y un breve relato de su ardua prueba. Una de las medallas ya era póstuma, pues cinco meses después de desembarcar en la isla San Pedro, Tim McCarthy murió al pie del cañón en el canal de la Mancha. No mucho después, Alf Cheetham, de quien se decía que había cruzado el Círculo Antártico más veces que nadie, se ahogaría cuando un submarino alemán torpedeó su dragaminas en el río Humber, pocas semanas antes del armisticio.
Cosa sorprendente, faltan cuatro nombres en la lista. Shackleton no recomendó a Stephenson ni a Holness, ni a dos miembros de la tripulación del James Caird, Vincent y McNish. A Vincent, la depresión, y a McNish, la breve rebelión, les costaron caro. Puesto que no hubo una ceremonia de entrega de medallas, la mayoría de miembros de la expedición no se enteró, hasta años más tarde, de que habían excluido a algunos de sus compañeros. Macklin, que intimó mucho con Shackleton, se quedó desconcertado cuando lo supo y resultan instructivas sus opiniones sobre la razón de esta exclusión.
«De todos los hombres del grupo, nadie merecía más reconocimiento que el viejo carpintero —escribió a uno de los biógrafos de Shackleton—. Era no sólo un carpintero muy hábil sino también un marinero con muchos conocimientos. Todo lo que hacía era de primera calidad… y sus esfuerzos por salvar el aplastado Endurance, que se hallaba casi todo el tiempo en agua helada, eran merecedores de toda clase de alabanzas… La actitud de Chippy era desafortunada… y no se mordía la lengua para replicar a quien no estaba de acuerdo con él, incluyendo Shackleton, a quien no creo que le importara mucho, pero sobre todo a Worsley, cuyo temperamento errático y acciones alocadas no admiraba en absoluto, cosa que no dudaba en dejar claro. Como resultado, McNish caía mal a Worsley, una antipatía mutua que provocó el incidente en el témpano. Creo que en esto Worsley influyó en Shackleton en las últimas etapas de la expedición, cuando pasaron tanto tiempo juntos. Considero que el no otorgar la medalla polar a McNish fue una gran injusticia. Creo también que no otorgársela a los tres pescadores de arrastre fue bastante duro. Quizá no fuesen los personajes más simpáticos, pero nunca fallaron a la expedición».
Tras volver a Inglaterra, McNish salió de nuevo a la mar. En todo su diario figuran apartes afectuosos dirigidos a su «amada» y a su hija, pero esta mujer desconocida de Cathcart, en Escocia, no parece haber seguido formando parte de su vida. Se jubiló y vivió unos años con su hijo y la familia de éste, antes de anunciar, un día, de pronto, que se iba a Nueva Zelanda.
«¿Y en qué está pensando usted… un hombre de su edad?», le reprochó su nuera. «No te preocupes, muchacha, tengo un trabajo allí», le contestó Chippy. Unos días después, llegó un carro a recoger su viejo baúl. Fue la última vez que su familia supo de él.
McNish se quejaba de que después del viaje en el James Caird siempre le dolían los huesos. Debido a la mala salud y a la bebida no podía trabajar y acabó sus días en la indigencia más absoluta. Pero para los marineros de los muelles, sin embargo, el carpintero del James Caird era un héroe, y el vigilante de noche hacía la vista gorda cuando el anciano se metía en algún cobertizo y dormía bajo una lona alquitranada. La hermandad de los trabajadores del muelle hacía una colecta mensual para él y para otros desafortunados; con eso vivió hasta que, dos años antes de su muerte, le encontraron un lugar en la residencia Ohiro, en Wellington.
Al final de su vida, a McNish lo embargó el resentimiento contra Shackleton, no porque no lo recomendara para la medalla polar, ni por haberlo dejado de lado, sino porque había matado a su gato. La gente que lo conoció en esta época recuerda que en todas las conversaciones conseguía hablar de la señora Chippy. Solo, paupérrimo, con el sueño abstracto de su heroísmo, los pensamientos de Chippy McNish se volvieron hacia su único verdadero compañero, que, según había alardeado ante otro marinero, «era un animal tan especial que todos en la expedición la conocían como señora Chippy».
McNish murió en 1930 y recibió un entierro extraordinario para un mendigo. Los portadores de su féretro formaban parte de la tripulación de un buque de la armada británica y el ejército neozelandés proporcionó un carro de cañón para transportarlo al cementerio de Karori, donde fue enterrado en una tumba sin nombre, y en 1957 la Sociedad Antártica de Nueva Zelanda erigió una lápida en su honor. La única posesión de valor que dejó fue el diario que escribió en el Endurance.
Vincent se convirtió en capitán de barco de arrastre y murió de pulmonía, en su camastro, en fecha desconocida. Sólo se conoce un resto de su vida posterior a la expedición: una carta inesperadamente amable en la que asegura a la madre de Hudson que su hijo estaba bien y nunca había dejado de poner todo de su parte; de hecho, la última vez que lo vio, la exposición al frío en isla Elefante le había causado hipotermia y se hallaba del todo incapacitado. Holness también volvió a los bous y cayó por la borda en una tormenta. Stephenson murió de cáncer en un hospital en Hull.
Tom McLeod se fue a vivir a Canadá y pasó dos años pescando cerca de la isla Bell. No se casó, so pretexto de no tener «suficiente dinero para comprar una casa en la que meter una esposa». Sin que Shackleton se enterara, había rescatado la Biblia que el jefe depositó en el hielo tras el siniestro del Endurance, pues creía que dejarla les daría mala suerte. La regaló a la familia que lo cuidó en Punta Arenas y ésta la regaló a la Real Sociedad Geográfica británica muchos años después; todavía puede verse, sin las páginas del Libro de Job. McLeod murió a los ochenta y siete años en una residencia de ancianos en Canadá.
Blackborow llegó a Gales a finales de diciembre, varios meses después de que lo hicieran sus compañeros, y su calle entera lo recibió con entusiasmo y una fiesta. Trató de alistarse en la marina, pero fue rechazado por razones médicas, de modo que volvió a la mar hasta el fin de la guerra, cuando empezó a trabajar con su padre en los muelles de Newport. A menudo le invitaban a hablar de sus experiencias, pero no le apetecía mucho hacerlo y se refería más bien a sus compañeros. Calzaba un zapato especial en el pie herido pero no lo mencionaba y se había entrenado para no cojear. Mantuvo el contacto con Bakewell y How, y hoy día los descendientes de los tres siguen escribiéndose. Blackborow murió en 1949, a los cincuenta y cuatro años, de problemas del corazón y una bronquitis crónica.
Bakewell se quedó en Sudamérica; estuvo un año criando ovejas en la Patagonia; después trabajó en buques mercantes, de guardagujas en los ferrocarriles y de ganadero. En 1945 fue a vivir en Dukes, en Michigan, donde trabajó en una granja lechera y crió a su hija. Sus vecinos de Michigan no sabían nada de sus aventuras: puesto que se trataba de una expedición británica, supuso que no les interesaría. Murió a los ochenta y dos años, en 1969.
Tras servir en la marina durante la guerra, Rickinson se convirtió en arquitecto naval e ingeniero asesor, y murió en 1945. Kerr siguió en el servicio mercante hasta jubilarse. Hussey, a quien acaso la meteorología nunca interesó del todo, sirvió en dos guerras mundiales y se convirtió en médico. Daba frecuentes conferencias sobre la expedición. Estaba casado, sin hijos, pero antes de morir donó sus apuntes y sus diapositivas a un joven al que nombró heredero, con el mandato de «mantener vivo el recuerdo del Endurance».
Marston colaboró con Hurley en varias composiciones de fotografía y pintura. En 1925 se hizo miembro de una organización cuyo propósito era regenerar y apoyar las industrias rurales. Murió en 1940, a los cincuenta y ocho años, de trombosis coronaria.
Hudson, después de servir en buques misterio o «Q» durante la guerra, se afilió a la Sociedad de Navegación de la India Británica. Las heladas de la expedición le habían deformado las manos y padecía necrosis en la zona lumbar. Al morir, durante la segunda guerra mundial, era comandante en la Reserva de la Marina Real. Había regresado de un convoy ruso y le pidieron que llevara otro a Gibraltar. Podría haberse negado, pero no lo hizo, y lo mataron cuando regresaba.
Tras servir en un dragaminas durante la guerra, Clark aceptó un puesto de investigador en un criadero de peces en Aberdeen, donde vivió hasta su muerte, en 1950. En la zona se le conocía por sus hazañas en fútbol y criquet.
En 1937, James emigró a Sudáfrica, donde ocupó la cátedra de física de la Universidad de Ciudad de El Cabo, de donde llegó a ser rector. Durante su ejercicio defendió públicamente el derecho a admitir a estudiantes no europeos en la universidad. Murió en 1964, a la edad de setenta y tres años.
Wordie, posteriormente Sir James Wordie, se convirtió en un eminente geólogo y director del Saint John’s College en la Universidad de Cambridge. Continuó con sus investigaciones polares en el Ártico y animó a varios exploradores polares de la siguiente generación.
Macklin se estableció en Aberdeen y, al cabo de un tiempo, fue nombrado jefe de los servicios de salud para estudiantes de la universidad de esa ciudad; mantuvo estrecho contacto con Clark. Llegó a ser uno de los «historiadores» más importantes, tanto acerca de la expedición del Endurance como de la vida de Shackleton posterior a la expedición. McIlroy trabajó en la Línea de Oriente después de la guerra y se encontraba en un navio torpedeado en la segunda guerra mundial. Soportó un nuevo viaje incierto en bote, antes de que le rescataran los franceses de Vichy y lo llevaran a un campo en Sudán. Murió a los ochenta y tantos años, soltero, pero, según se dice, con novias hasta el final.
Con la ayuda de Shackleton, Lees consiguió, mientras todavía se encontraban en Punta Arenas, un cargo en el Real Cuerpo de Aviación, en el que se sumó a la causa de adquirir paracaídas para los pilotos, innovación a la que se resistían los oficiales superiores, so pretexto de que la posibilidad de salvarse minaría el espíritu combativo de los pilotos. Para demostrar su eficacia, Lees saltó con paracaídas desde el puente de la Torre, hazaña de la que hablaron los periódicos londinenses. Más tarde se casó con una japonesa; vivió en Japón y Nueva Zelanda y durante la segunda guerra mundial fue espía, una ocupación que encajaba muy bien con su naturaleza cotilla y sigilosa. Quizá fuese la persona más despreciada en la expedición, pero resulta difícil despreciarle de modo postumo. Sin su angustiado parloteo y sin su compulsiva franqueza, el relato de la expedición sería más pobre. Murió a los setenta y nueve años en un manicomio; la causa oficial de su muerte en el certificado de defunción era «bronconeumonía. Veinticuatro horas. Degeneración cardiovascular. ¿Senilidad?». Obviamente, ni siquiera sus médicos lo entendían. Lo enterraron en la sección de los veteranos del cementerio de Karori, en la misma franja en que enterraron a McNish. Los dos hombres se odiaban.
A su regreso de la expedición del Quest, Frank Wild se estableció en Sudáfrica, donde cuatro años de sequía e inundaciones destruyeron su granja algodonera. Sin embargo, lo que le perdió de veras fue la bebida; su inquietante celo al hacer brindis con las bebidas más fuertes en isla Elefante siempre divirtió a sus compañeros. Un periodista le descubrió en una aldea zulú haciendo de barman por cuatro libras mensuales. Al enterarse de la situación de un hombre al que consideraba compañero y gran explorador polar, «Teddy Evans», cuya vida Crean salvó en la última expedición de Scott, le ayudó a conseguir una pensión, pero era demasiado tarde, pues Wild murió en 1939, a los pocos meses.
Tom Crean regresó a Annascaul, donde había nacido; se casó, abrió un pub llamado The South Pole Inn y formó una familia. «Nos lo pasamos mal los últimos doce meses —fue su sucinto resumen de los meses en los témpanos, de los dos viajes en bote y de la travesía de la isla San Pedro, en una carta a un antiguo compañero del Terra Nova—, y debo decir que el jefe es un espléndido caballero y que he cumplido mi deber con él hasta el fin». Llevaba una vida organizada, disciplinada; trabajaba en el pub y en su jardín, y cada tarde paseaba hasta el mar en la bahía Dingle con sus dos perros Fido y Toby, a los que llamó así por los cachorros que perdió en el Antártico. Quienes le conocían decían que admiraba a Scott y quería a Shackleton. Murió de una perforación del apéndice en 1938 y fue enterrado en las afueras de Annascaul.
Worsley pasó la mayor parte de su vida tratando de volver a experimentar la emoción y la audacia de la expedición del Endurance. Durante la guerra, mientras capitaneaba un "buque misterio", hundió un submarino alemán y recibió su primera medalla por servicio distinguido. Se unió a Shackleton en Rusia, se quedó allí después de la guerra para luchar contra los bolcheviques y recibió su segunda medalla por servicios distinguidos. Después de la expedición del Quest, codirigió una expedición ártica y parece haber pasado mucho tiempo tratando de volver a vivir la experiencia a bordo del Endurance, tal vez con ese fin quedó atrapado en el hielo, casi adrede. En 1934 fue en busca de un tesoro en el Pacífico, cosa que Shackleton y él se habían prometido hacer juntos. En la segunda guerra mundial, fue oficial de un buque mercante, pero lo despidieron cuando se descubrió que tenía casi setenta años. Murió de cáncer de pulmón en 1943, poco antes de cumplir los setenta y uno.
Acabada su responsabilidad para con la expedición del Endurance, Hurley fue nombrado fotógrafo oficial y capitán honorario de las Fuerzas Imperiales Australianas. A los pocos días empezó a cubrir la batalla de Ypres. Sus fotografías revelan cuánto se acercaba a la acción y algunas son pequeñas obras maestras que muestran la desesperación más absoluta y fangosa. Sus diapositivas en color de este período están entre las escasísimas imágenes en color de la guerra europea. Sus superiores diferenciaban entre las fotografías históricas y las que usaban con fines de propaganda, y Hurley eligió las segundas. En este período se excedió en su pasión por las fotos compuestas: gloriosos paisajes celestes, la explosión de proyectiles, humo inquietante, nubes de aviones primitivos como libélulas, todo superpuesto libremente sobre las imágenes originales.
Después de la guerra continuó con el mismo ritmo exigente, en expediciones fotográficas a Papua Nueva Guinea y Tasmania, y en la segunda guerra mundial lo enviaron a Palestina. Se casó con una hermosa cantante de ópera francoespañola a los diez días de conocerla y tuvieron tres hijos, para quienes fue un padre cariñoso pero estricto. Al término de la segunda guerra mundial publicó un gran número de libros de fotografías, a fin de dar a conocer las distintas regiones de Australia. Viajaba incansablemente para tomarlas y todas son buenas, pero cuesta reconciliar estas alegres imágenes dignas de una tarjeta postal con las audaces, elegantes y a veces emocionantes fotos de la expedición del Endurance. Al final de su vida publicó varios libros sobre flores de Australia y Tasmania.
A los ochenta y seis años, mientras cumplía una misión, regresó a casa con su pesado equipo fotográfico a cuestas y dijo a su esposa que se sentía mal. Esta queja era tan anormal que la familia se preocupó. Se envolvió en su bata, se sentó en su sillón preferido y se negó a moverse. Llamaron al médico, pero Hurley lo despidió con un gesto brusco. Todavía se encontraba en su sillón a la mañana siguiente, librando una sombría, tenaz y silenciosa batalla con la muerte inminente. Hacia el mediodía de esa misma fecha, el 16 de enero de 1962, murió por fin.
En 1970, los tres supervivientes de la expedición fueron invitados a una ceremonia de conmemoración del desarme del Endurance, como se llamaba un buque de la marina. En la foto aparecen tres ancianos sentados en sillas de tijera debajo de la bandera británica.
Walter How regresó a su casa en Londres, tras servir en la marina mercante. Pretendía unirse al Quest pero en el último momento decidió quedarse con su padre, que había enfermado. Si bien iba perdiendo vista, se convirtió en pintor aficionado y fabricante de barcos en botellas; fue también uno de los más leales a la expedición e hizo todo lo posible por mantenerse en contacto con todos sus miembros. Murió a los ochenta y siete años.
Green, el cocinero, había escrito a sus padres cuando Shackleton lo contrató en Buenos Aires, en 1914, pero el buque que llevaba el mensaje fue torpedeado, de modo que nadie sabía dónde se encontraba. Al regresar a la civilización en 1916, tuvo que encontrar el modo de regresar a casa, al igual que «otros de los hombres» —los oficiales y los científicos regresaron en transatlántico— y finalmente consiguió pasaje en calidad de «marinero en apuros». En Inglaterra descubrió que sus padres habían cobrado su seguro de vida y que su novia se había casado. Se fue por tanto a vivir a Hull con sus compañeros, los antipáticos pescadores de arrastre. Después de la guerra continuó trabajando de cocinero de barco y daba conferencias con diapositivas sobre la expedición. Algunos pasajes de una entrevista hacen pensar que sus conferencias contenían detalles excéntricos y equivocados (¡toda la comida se perdió cuando el barco se ladeó!, por ejemplo). Estaba dando una conferencia en Wellington, en Nueva Zelanda (donde su barco había hecho escala), cuando entre el público distinguió a McNish, al que habían permitido salir para la ocasión. Lo invitó al podio y el carpintero tomó la palabra y «dio el viaje en barco». Green murió de peritonitis a los ochenta y seis años, en 1974.
Lionel Greenstreet sirvió en ambas guerras mundiales y se fue a vivir a Devon, aunque siguió siendo miembro de su club en Londres. Conservó su despreocupado y cáustico sentido del humor hasta el final. En 1964 se le dio equivocadamente por muerto, y se divirtió informando a los periódicos de que su obituario era prematuro. Murió en marzo de 1979 y fue el último de los supervivientes del Endurance. Si bien no cuesta evocar los acontecimientos de la expedición de hace ya tanto tiempo, la imaginación se queda corta al tratar de concebir la posibilidad de que un hombre que navegó con Shackleton en el bergantín Endurance viviera para ver que otros caminaban sobre la faz de la luna.
De las fotografías del Endurance hechas por Hurley, quizá la más memorable y representativa sea la de una fila de hombres andrajosos de pie en la playa de isla Elefante, vitoreando alegremente al ver surgir el bote salvavidas del Yelcho. Hurley la llamó «El rescate». Pero cuando Worsley la incluyó en sus memorias, Endurance, la llamó «La marcha del James Caird de isla Elefante». Sin embargo, en el negativo original, que se encuentra en los archivos de la Real Sociedad Geográfica, el Caird ha sido borrado con violencia, y en su lugar se ha pintado un elegante botecito salvavidas. La explicación es sencilla: las conferencias requerían un apropiado final fotográfico culminante.
La predilección de Hurley por «retocar» sus imágenes solía ser inofensiva, pero en este caso cometió una grave indiscreción, pues la imagen original, irrecuperable, era mejor. En ella había captado las dos caras de esta historia imposible, el equilibrio entre éxito y fracaso, la trascendental partida y la paciente valentía de quienes se quedaban atrás, aguardando, con las manos alzadas en señal de una resuelta, resignada y valerosa despedida.