El viaje del James Caird

La isla San Pedro

«La vista resultó decepcionante. Miré desde un empinado precipicio hacia un caos de hielo arrugado, cuatro mil quinientos pies por debajo de nosotros». (Shackleton, South).

Martes 25 Buena brisa del oestesudoeste navegamos todo el día cielo encapotado.

Miércoles 26 Vendaval del oestesudoeste y encapotado navegamos 170 km.

Jueves 27 Viento del norte encapotado y fuertes ráfagas barco al pairo.

Viernes 28 Vientos ligeros del noroesteoeste brumoso fuerte marejada noroeste.

Sábado 29 Fresca brisa del oestesudoeste encapotado navegamos en alta mar.

Domingo 30 nos pusimos al pairo a las ocho y anclamos a las tres fuerte espuma rompiendo sobre el barco y congelados.

Lunes 1 de mayo Vendaval de sursudoeste nos pusimos al pairo anclamos y bajamos el artimón.

Martes 2 de mayo…

Henry McNish, diario.

«La historia de los dieciséis días siguientes es la de una pugna suprema en aguas convulsionadas», escribió Shackleton. La tripulación partió en uno de los raros días soleados; el agua rielaba y danzaba bajo el sol; centelleaban con engañosa belleza los picos y las cuestas de los glaciares de isla Elefante que iban dejando atrás. Una hora y media después de despedirse de la fila de oscuras figuras en la solitaria playa, la tripulación del Caird se topó con su viejo enemigo, la placa. De nuevo se adentraron en el espeluznante paisaje de icebergs de fantásticas formas que parecían ir a la deriva. Al caer la noche, un canal fortuito que vieron antes de abandonar la playa les había llevado a mar abierto, entre agitadas placas que hacían un extraño crujido. Aun en este primer día relativamente fácil, el Caird se llenó de agua, salpicado por la espuma y empapado por las olas. La tripulación vestía ropa interior de lana, pantalón corriente, jersey Jaeger, calcetines, guantes y pasamontañas de lana y, por encima, abrigo Burberry y casco.

«Por desgracia, el impermeable y el casco, aunque a prueba de viento, dejan pasar el agua», observó Worsley.

Shackleton esperaba navegar al norte unos días, alejarse del hielo, en donde el tiempo fuera más templado, antes de tomar rumbo al este hacia la isla San Pedro. No era la tierra más cercana —cabo de Hornos lo era—, pero sí la única al alcance, debido al vendaval del oeste que soplaba sobre este océano austral.

Los hombres tomaron su primera comida debajo de la cubierta baja de lona, en medio de un fuerte oleaje, bregando por mantener firme la pequeña cocina de la que dependían para calentar los alimentos. Como no podían sentarse bien, comieron con el pecho casi pegado al vientre. La base de su dieta era el hoosh, hecho de proteína de buey, grasa, gachas de avena, azúcar y sal, raciones que habían guardado para la marcha transcontinental y que ahora sólo quedaba en los márgenes de la memoria, casi de la imaginación. Mezclado con agua, hacía un espeso estofado sobre el que podían desmenuzar los preciados cereales. A excepción de Worsley y McCarthy, todos se marearon. Después de comer, McNish, Crean, McCarthy y Vincent se metieron en sus húmedos sacos de dormir y se tumbaron sobre el lastre de piedras que no dejaban de moverse, mientras Worsley y Shackleton compartían la primera guardia. La Cruz del Sur brillaba en el claro y frío cielo y guiándose por las estrellas navegaron hacia el norte.

Según Worsley, Shackleton le preguntó: «¿Sabes algo de navegación?», y soltó una carcajada, en esa primera guardia. «“Está bien, jefe”, le contesté, “sí sé. Este es mi tercer viaje en barco”».

Worsley relató esta conversación con el fin de rendir homenaje al valor de Shackleton al emprender un viaje tan peligroso para explorar un continente para un hombre que había dejado atrás sus días de navegación. De hecho, sorprende ver cuántos exploradores polares británicos eran marineros experimentados. No sólo Shackleton había servido durante veinte años en la marina mercante sino que cada miembro de la reducida tripulación del James Caird contaba con tantos años de experiencia en el mar que daban por sentada su pericia. Todos se sentían seguros de que cuando «iban bajo cubierta» para meterse en su saco de dormir, los compañeros que manejaban las velas y llevaban el timón sabían lo que hacían, incluso en condiciones sin precedentes.

Al amanecer, cuando Crean subió a encender la cocina, el Caird se había alejado setenta y dos kilómetros de isla Elefante. Prepararon el desayuno bajo cubierta; el mar rompía sobre la lona y el agua se deslizaba por el cuello de los hombres. Por la tarde el viento se convirtió en vendaval del oestesudoeste y llenó el mar de peligrosas contracorrientes que sacudían bruscamente el barco pese a estar fuertemente lastrado. Shackleton dividió la tripulación en dos grupos: en uno él mismo, Crean y McNish, y en el otro, Worsley, McCarthy y Vincent, que harían guardia por turnos de cuatro horas.

«La rutina consistía en tres hombres en los sacos de dormir, obligándose a creer que dormían —apuntó Worsley—, y tres “en cubierta”, uno de los cuales manejaba el timón un rato y los otros dos, sentados en nuestro “salón” (la parte más grande del barco, donde nos tomábamos el rancho), cuando no estaban achicando o moviendo las velas». Ir «abajo» suponía un auténtico tormento, pues el espacio entre el cada vez más empapado lastre era de sólo un metro y medio por un metro ochenta y cinco. Para llegar a sus sacos, los hombres debían ponerse en fila india y andar a gatas, en su pesada y empapada ropa, sobre las piedras, debajo de una bancada baja. Con el barco sacudido y haciendo agua, estar atrapados en este estrecho espacio conllevaba todo el horror de estar enterrado vivo y los hombres que dormitaban se despertaban a menudo con la espantosa sensación de estar ahogándose.

«No tuvimos nunca auténtico descanso», escribió Shackleton. Los desgastados sacos de piel de venado perdían pelos por momentos, pelos cerdosos que se encontraban en todas partes, en la ropa, en la comida, en la boca de los hombres. Nada aliviaba las largas horas —de seis de la tarde a siete de la mañana— de oscuridad; llevaban sólo una improvisada lámpara de aceite y dos velas, que proporcionaban una débil y atesorada luz. Aquella primera noche, los chillidos de los pingüinos en la oscuridad del mar les hicieron pensar en almas perdidas.

El tercer día, por primera vez, y pese a la nieve y a las tormentas, Worsley vislumbró el sol entre veloces nubes. Se arrodilló en una bancada mientras Vincent y McCarthy trataban de sostenerlo en el agitado barco, y consiguió fijar su sextante y sacar su primera «instantánea». El preciado almanaque y las tablas de logaritmos que usaban para calcular las mediciones se habían humedecido peligrosamente; sus hojas se pegaban las unas a las otras y los números empezaban a borrarse. No obstante, según los cálculos de Worsley, se habían alejado doscientos seis kilómetros de isla Elefante.

No obstante, se encontraban muy lejos de la posición que había calculado anteriormente.

«La navegación es un arte —anotó Worsley—, pero no encuentro palabras que describan mis esfuerzos. Las mediciones, o sea los cálculos de cursos y distancia, se habían convertido en una burla, meras suposiciones… El procedimiento consistía en que miraba desde nuestra madriguera, con el preciado sextante debajo del pecho para que el mar no lo mojara. Sir Ernest aguardaba debajo de la lona con cronómetro, lápiz y libro en las manos. Yo le gritaba, “Prepárese” y me arrodillaba, con dos hombres cogiéndome por cada lado. Bajaba el sol a donde debería estar el horizonte y, mientras el sol saltaba frenéticamente en la cresta de una ola, adivinaba la altitud y gritaba “Ya”. Sir Ernest cronometraba el tiempo y yo calculaba el resultado… Teníamos que abrir a medias mis cartas náuticas, pasar de una página a otra hasta encontrar la adecuada, y entonces desplegarla con cuidado para evitar su destrucción total».

Llevar el timón de noche resultaba especialmente difícil. Bajo un cielo espeso que no dejaba pasar la luz de la luna o de las estrellas, el barco se abría camino en la oscuridad; los hombres lo hacían basándose en cómo «sentían» el viento o viendo en qué dirección ondeaba un pequeño banderín atado al palo. Una o dos veces cada noche verificaban la dirección del viento con la brújula, iluminada con un único preciado fósforo. Y, sin embargo, la navegación era tan esencial como mantener el barco derecho; sabían que si erraban el rumbo hasta por un kilómetro, podrían perderse una recalada y la corriente podría arrastrar el Caird a cuatro mil ochocientos kilómetros de océano.

En la tarde del tercer día, el vendaval cambió de dirección hacia el norte, y entonces sopló sin parar durante las siguientes veinticuatro horas. Las encrespadas olas eran grises, el cielo y las nubes bajas eran grises y todo estaba oculto bajo la niebla. El agitado mar entraba en el Caird por babor. La cubierta de lona se pandeaba bajo el peso del agua y amenazaba con arrancarse de los clavos cortos que McNish había extraído de unas cajas de embalaje. Como para subrayar su vulnerabilidad, los pecios de un naufragio pasaron junto al barco.

«Nos empapábamos cada tres o cuatro minutos —observó Worsley—. Esto duró todo el día y toda la noche. El frío era intenso». El bombeo era la tarea más odiosa, pues un hombre mantenía la bomba firmemente anclada al fondo del barco con las manos desnudas, posición imposible de aguantar más de cinco o seis minutos.

Por la tarde del 28 de abril, el quinto día, el viento amainó y el mar se estabilizó, con el violento oleaje característico de esa latitud, «las olas más altas, anchas y largas del mundo», en palabras de Worsley; tan altas que las velas del Caird se aflojaban en la calma artificial entre oleadas; a continuación la siguiente ola levantaba la pequeña embarcación y la dejaba caer en pendiente aún más empinada. Al día siguiente un vendaval del oestesudoeste agitó y meció el Caird en un encrespado y picado mar, pero lo trasladó setenta y cinco kilómetros en el deseado curso de nordeste. Ahora ya estaban a trescientos ochenta y tres kilómetros de isla Elefante, «pero no en línea recta», como señaló Worsley, pesaroso.

El 30 de abril el vendaval adquirió fuerza y cambió de dirección hacia el sur, procedente de los campos de hielo a sus espaldas, cosa de la cual se percataron gracias al frío creciente. Shackleton quería navegar con el viento a sus espaldas, pero al darse cuenta de que el Caird corría el peligro de verse empujado por el viento de costado contra las olas o de frente hacia mar abierto, dio con renuencia la orden de dirigirse hacia el viento y mantenerse alerta.

«Bajamos un ancla flotante a fin de mantener alta la cabeza del James Caird —escribió Shackleton—. El ancla consistía en una bolsa de lona sujeta a la punta de la boza y dejamos que nos siguiera desde la proa». El peso del ancla contrarrestaba el desplazamiento a sotavento y mantuvo el barco de cara al viento de modo que encontrara el mar. Hasta ahora, sin embargo, por muchos golpes que recibiera el Caird, por mucho que hiciera aguas, había conseguido avanzar, poco a poco, y cerrar perceptiblemente la distancia que le separaba de San Pedro. Ahora, empapados por la espuma del mar, los hombres esperaban, angustiados en la agitada oscuridad, sabiendo que no avanzaban gran cosa, pese a su sufrimiento.

«Mirando de través —observó Shackleton—, veíamos un hueco, como un túnel formado cuando la cresta de una gran ola caía en el encrespado mar». La espuma que caía sobre la tambaleante embarcación se helaba casi en cuanto la tocaba, y hacia el final del octavo día, el movimiento del Caird había cambiado de forma alarmante. Ya no se alzaba con las olas sino que parecía estar suspendido en el mar: cada empapado centímetro de madera, de lona y de cable se había congelado. Cubierto por una helada armadura de casi cuarenta centímetros de espesor, convertido en un peso muerto, se hundía.

Debían actuar de inmediato. Mientras el viento aullaba y el mar se quebraba sobre ellos, los hombres se turnaron para arrastrarse por la vidriosa cubierta a fin de quitar el hielo. Worsley trató de describir la inimaginable dificultad y el peligro de la subida en la oscuridad hasta aquella diminuta cubierta frágil y resbaladiza… «En un momento en que el barco dio un tremendo brinco, vi a Vincent deslizarse por el helado revestimiento de la lona… Por suerte logró cogerse al mástil justo a tiempo de evitar caer por la borda».

Tres veces tuvieron que quitar el hielo del barco, bien con hacha o con cuchillo, una tarea que requería fuerza pero también gran delicadeza, pues debían evitar dañar la lona a toda costa. Por muy endeble que ésta fuera, constituía su única protección y sin ella no sobrevivirían. Se deshicieron de dos de los odiosos sacos de dormir, que se habían congelado durante la noche, aunque ya antes se estaban pudriendo; Shackleton calculó que pesaban casi dieciocho kilos cada uno. Gracias a estos tremendos esfuerzos, el Caird subió a la superficie y empezó a moverse de nuevo con las olas.

A la mañana siguiente el barco giró de repente sobre sí mismo por sotavento: un bloque de hielo había separado el ancla flotante de la boza, dejándola fuera de alcance.

Los hombres quitaron a golpes el hielo de la cubierta de lona y se apresuraron a izar las velas congeladas; en cuanto lo consiguieron el Caird navegó con el viento. Aquél fue el día, el 2 de mayo, en que, de pronto, McNish dejó de escribir en su diario.

«Aquel día logramos que el barco se enfrentara al vendaval, y aguantamos como pudimos unas molestias que eran más bien dolorosas», observó Shackleton, refiriéndose, de un modo nada característico en él, directamente al sufrimiento físico. Los hombres se encontraban no sólo calados hasta los huesos, sino que la ropa empapada que no se habían quitado en siete meses les rozaba terriblemente la piel y el agua salada les producía furúnculos. Las piernas y los pies mojados lucían una palidez enfermiza y estaban hinchados. Tenían las manos negras de mugre, grasa, quemaduras provocadas por la cocina, y congeladas. Cada movimiento, por mínimo que fuese, resultaba insoportable.

«Los que montaban guardia permanecían tan quietos como podían… —anotó Worsley—. Si se movían, aunque fuese medio centímetro, sentían la ropa fría y mojada en los costados. Sentados muy quietos un rato, merecía la pena vivir…». Las comidas calientes suponían el único alivio. Shackleton se aseguró de que sus hombres tuvieran alimento caliente cada cuatro horas de día y humeante leche en polvo cada cuatro horas durante las largas guardias nocturnas.

«Al menos dos del grupo estaban a punto de morir —escribió Worsley—. De hecho, podría decirse que [Shackleton] tenía el dedo puesto en todo momento en sus pulsos. Cuando se fijaba en que alguno parecía sentir más frío y temblaba, ordenaba que se preparara más leche caliente y que se sirviera una taza para todos. Nunca dejaba adivinar que era para el hombre en cuestión, por si se ponía nervioso…». Para mantener el frío a raya, bebían también el aceite de la grasa con que habían pretendido calmar el mar agitado. Como observó Worsley, sólo habría bastado para un vendaval y hubo diez días de vendaval.

La dura prueba ya se había cobrado lo suyo con Vincent, que desde fines de abril «dejó de ser un miembro activo de la tripulación», según las enigmáticas palabras de Shackleton. Worsley lo atribuyó al reumatismo, pero parece que el colapso fue tanto mental como físico, pues más tarde en el viaje no estaba del todo incapacitado. En el aspecto, había sido el más fuerte de todos los miembros del Endurance.

McCarthy los avergonzó a todos.

«Es el optimista más absoluto que he conocido —anotó Worsley en su cuaderno—. Cuando lo relevo en el timón, con el barco helado y el agua bajándome por el cuello, me informa con una alegre sonrisa: “Es un día espléndido, señor”».

Entre Shackleton y Crean existía una relación especial. Según Worsley: «Tom Crean llevaba tanto tiempo con Sir E. y había hecho tanto con él que era como un criado privilegiado. Cuando se acostaban se oían murmullos desde la oscura y sombría guarida en la proa; a veces los dirigían el uno al otro y a veces a las cosas en general, y otras a nada en concreto. En ocasiones estaban tan llenos de pintoresca vanidad y los comentarios de Crean eran tan irlandeses, que ya casi explotaba de tanto contener las carcajadas. “Duérmete, Crean, y deja de cloquear como una gallina vieja”. “Jefe, no puedo comerme estos pelos de venado. Tendré las entrañas como el cuello de una cabra. Vamos a dárselos al capitán y a McCarthy, que nunca se dan cuenta de lo que comen”, y así seguían».

Pese a las terribles incomodidades, Worsley estaba en su elemento. Sabía que formaba parte de una gran aventura, y ésa era la ambición de su vida. El hecho de que pudiera seguir haciendo comentarios jocosos sobre sus compañeros prueba que conservó el sentido del humor durante toda la dura prueba. Poco hay sobre McNish, salvo por un comentario de Shackleton, en el sentido de que «el carpintero sufría mucho, pero daba muestras de gran entereza y ánimo». Al parecer, McNish aguantó cada día con su habitual resignación práctica y sombría; no nació en un ambiente que prometiera que las cosas iban a ser fáciles. El propio Shackleton se sentía terriblemente incómodo y, para colmo, volvía a padecer la ciática.

El 2 de mayo, a medianoche, relevó a Worsley en el timón, justo cuando un torrente de agua lo había golpeado en el rostro. El vendaval había ido adquiriendo fuerza en las últimas ocho horas y el mar se agitaba, lleno de contracorrientes, bajo una fuerte nevada. A solas en el timón, Shackleton distinguió a sus espaldas una línea de cielo sin nubes y gritó a los hombres, que se encontraban abajo, que por fin se despejaba.

«… entonces, un momento después, me di cuenta de que lo que había visto no era una separación de las nubes, sino la cresta blanca de una ola enorme —apuntó—. En mis veintiséis años de experiencia en todos los estados de la mar, nunca me había encontrado con una ola tan gigantesca, una explosión del océano, algo muy diferente de los mares de olas blancas, esos incansables enemigos que nos habían acompañado durante tantos días. “¡Por Dios, agarraos!”, grité. “¡Se nos viene encima!”».

Tras una calma sobrenatural, un atronador torrente de espuma se abatió sobre ellos. Tambaleándose bajo la inundación, el barco consiguió «alzarse a medias del agua, hundiéndose bajo el peso muerto, y estremecido por el golpe», según palabras del propio Shackleton. Los hombres achicaron el agua con toda su alma, hasta que sintieron que el Caird flotaba bien, pero tuvieron que seguir achicando durante una hora entera para sacar toda el agua que quedaba.

En la mañana del 3 de mayo, después de soplar con toda su fuerza durante cuarenta y ocho horas, el feroz e implacable vendaval amainó por fin, y el sol apareció entre grandes nubes en forma de cúmulo. Aflojaron las velas y tendieron los sacos de dormir y la ropa en el mástil y en la cubierta, en tanto ponían rumbo hacia la isla San Pedro. A mediodía el cielo se hallaba todavía despejado y brillante, de modo que Worsley pudo calcular la latitud; llevaban seis días sin hacerlo. Sus cálculos revelaron que, pese a las monstruosas dificultades, habían recorrido setecientos catorce kilómetros desde su partida de isla Elefante, más de la mitad de distancia. De pronto, les pareció que lo conseguirían.

El buen tiempo continuó, dándoles «un día de gracia», según Worsley. El 5 de mayo, cuando llevaban doce días navegando, el Caird hizo una carrera excelente, la mejor de todo el viaje, y recorrió ciento cincuenta y cuatro kilómetros en un mar picado que no dejó de zarandear el barco. La isla Willis, al oeste de San Pedro, se encontraba a doscientos cincuenta kilómetros. El 6 de mayo, el mar volvió a encresparse y un viento del noroeste les obligó a ponerse al pairo de nuevo, con un foque rizado. El día siguiente el viento se moderó y recuperaron el curso.

Worsley se preocupaba cada vez más por calcular su posición. Desde que se fueran de isla Elefante, doce días antes, sólo había visto el sol cuatro veces, «dos de ellas —escribió— apenas un vislumbre a través de ligeras aperturas en las nubes».

«Había bruma, el barco brincaba como un mosquito, hacía agua en proa y en popa, y no había “limbo” del sol —fue su descripción de las complejidades que suponía la navegación—. Tuve que adivinar el centro. Astronómicamente, el limbo es el borde de la Luna o del Sol. Si las nubes o la niebla los cubren, no se los puede “bajar” adecuadamente al horizonte. El centro es el punto necesario, de modo que cuando el limbo está demasiado borroso se baja al horizonte el centro del punto brillante detrás de las nubes. Gracias a la práctica y a una serie de “observaciones” se puede llegar a un promedio con un error de no más de un minuto de arco».

Cuando Worsley informó a Shackleton de que «no podía estar seguro de nuestra posición sin un margen de error de dieciséis kilómetros», decidieron dirigirse a la costa oeste de San Pedro, que estaba deshabitada, en lugar de la costa este donde se hallaban las estaciones balleneras… y la posibilidad de ser rescatados. Con esto, si no veían tierra, los dominantes vientos del oeste los llevarían al otro lado de la isla. Si no conseguían llegar a tierra en el este, los vientos del oeste los llevarían al mar. Si los cálculos de Worsley eran correctos, el James Caird estaba a más de ciento treinta kilómetros de San Pedro.

Antes de que oscureciera el 7 de mayo, un pecio pasó flotando. Cada vez más ilusionados, navegaron toda la noche en dirección este nordeste y, al amanecer del decimoquinto día, avistaron algas marinas. Con la emocionada anticipación, casi olvidaron su más reciente revés: habían descubierto que el agua de beber se había vuelto salobre; obviamente, el agua marina se había metido en el tonel cuando casi zozobraron poco antes de salir de isla Elefante. De modo que ahora, para colmo, estaban cada vez más sedientos.

Palomas como las que habían admirado tantos meses antes en Grytviken aparecían cada vez con mayor frecuencia, además de otras aves marinas cuya presencia indicaba la cercanía de tierra firme. Ansioso, Worsley siguió observando el cielo, pero la espesa niebla le ocultaba el sol y todo lo que pudiese haber más adelante del barco. Los hombres vieron dos cormoranes, unas aves que no se aventuraban a más de veinticinco kilómetros de la costa; el mar estaba muy picado y lleno de contracorrientes; cuando la niebla se levantó hacia el mediodía, unas nubes bajas y veloces llegaron del nortenordeste, acompañadas de turbonadas. Luego, a las doce y media, McCarthy gritó que veía tierra.

«Allí delante, entre una apertura en las nubes empujadas por el viento, nuestros agradecidos ojos, empañados por la sal, vieron un alto risco negro con nieve en la ladera, como encaje —escribió Worsley—. Apenas lo vislumbramos cuando quedó oculto de nuevo. Nos miramos con sonrisas alegres y bobas. Lo que más pensábamos era “lo hemos conseguido”». La tierra, cabo Demidov, se hallaba a apenas dieciséis kilómetros, y en el curso que Worsley había calculado.

A las tres de la tarde, los hombres oteaban franjas de matas de hierba entre la nieve en la tierra que tenían delante, la primera vegetación viva que veían desde el 5 de diciembre de 1914, o sea, desde hacía diecisiete meses. Resultaba imposible ir a las estaciones balleneras: la más cercana estaba a doscientos cuarenta kilómetros, una distancia formidable, dadas las condiciones y el viento cambiante. Además, llevaban cuarenta y ocho horas sin agua dulce. Podían elegir entre dos lugares para desembarcar: a Puerto Wilson, al norte, pero a barlovento, era imposible llegar; por su parte, el estrecho King Haakon se abría al oeste, y el oleaje empujado por el viento del oeste rompía en los irregulares arrecifes, alcanzando doce metros de altura.

«Necesitábamos agua y descanso casi desesperadamente —anotó Shackleton—, pero intentar desembarcar en aquel momento habría sido suicida. No nos quedó más remedio que cambiar de rumbo hasta la mañana siguiente, alejándonos del cabo». Sabía que recalar podía ser la parte más peligrosa de un viaje.

El sol se puso, acompañado de una tormenta, y los hombres se prepararon para pasar las horas de oscuridad en espera. Si bien se sentían sumamente débiles, la boca hinchada y la ardiente sed les impidió comer. Viraron de bordo hasta medianoche, cuando se pusieron al pairo, a treinta kilómetros de la costa. Entonces, en las sombrías primeras horas de la mañana, el viento aumentó y, en tanto el Caird subía y bajaba sobre las olas, se convirtió en un vendaval que los inundó de lluvia y aguanieve. Aunque estaban al pairo con sólo un foque rizado, hacían aguas y tuvieron que achicarla sin cesar. Al amanecer, el Caird se hallaba atrapado en una peligrosa contracorriente con enormes olas que lo empujaban hacia la costa.

Lluvia, granizo, aguanieve y nieve caían sobre ellos como plomo; al mediodía, el vendaval, convertido ya en huracán, les tapaba la costa y sacudía y agitaba el mar que no dejaba de hacer espuma y ocultaba todo signo de tierra.

«Ninguno de nosotros había visto nada parecido antes —observó Worsley—. La tormenta —continuó— nos empujaba, con más fuerza que nunca, directamente hacia esa escabrosa costa. “Una costa de sotavento”, pensamos, pero no pronunciamos las palabras tan fatídicas para los marineros».

A la una de la tarde, las nubes se separaron y revelaron de pronto un escarpado acantilado a sotavento. El rugido de las olas al romper les indicó que se dirigían directamente hacia un acantilado invisible. Desesperado, Shackleton ordenó que izaran las velas rizadas a fin de intentar meterse en el viento y alejarse del devastador curso.

«La vela mayor proel, andrajosa de tanto rizarla, ya estaba izada —escribió Worsley—, y pese a lo reducido del foque y de la cangreja mayor popel, costó un esfuerzo infernal izarlas. Por lo general es algo que hacemos en diez minutos, pero tardamos una hora».

Luchando por abrirse paso contra el viento, el Caird iba al encuentro de cada ola con un golpe brutal. Con cada azotada, la tablazón de madera del barco se abría, dejando pasar el agua. Cinco hombres bombeaban y achicaban y el sexto lo mantenía en su pavoroso curso. Más que avanzar centímetro a centímetro, la embarcación avanzaba de lado, estrujada por el oleaje.

«A intervalos mentíamos y decíamos: “creo que lo logrará”», apuntó Worsley. Al cabo de tres horas de tanto bregar, el cabo quedó a una distancia segura, pero, de pronto, las montañas cubiertas de nieve de la isla Annenkov se cernieron en la oscuridad, a barlovento. Habían conseguido evitar un peligro sólo para que el viento los empujara hacia otro.

«Recuerdo perfectamente lo que pensé —anotó Worsley. Me dije: “Qué lástima. Hemos hecho este estupendo viaje en bote y nadie lo sabrá”».

«Creo que muchos de nosotros teníamos la sensación de que el fin era inminente», escribió Shackleton. Oscurecía cuando el Caird se adentró, dando bandazos, en la resaca de las olas que rompían en la costa escarpada de la isla. De repente, sin previo aviso, el viento cambió a sudoeste. El barco viró en la espumosa y confusa corriente, y se alejó de los peñascos y del peligro. Al anochecer amainó el huracán con el que tanto habían luchado.

«Estábamos de nuevo apartados de la costa, rendidos, casi apáticos… —fue la descripción de Shackleton—. La noche transcurrió con lentitud. Nos sentíamos muy cansados. Anhelábamos la llegada del día».

El 10 de mayo amaneció casi sin viento, pero con un mar picado, lleno de contracorrientes. Después del desayuno, que se metieron por entre unos labios resecos y masticaron con dificultad, condujeron el Caird hacia la bahía King Haakon. Habían descubierto que las pocas cartas de que disponían eran incompletas o contenían errores, y se dejaron guiar en parte por el instinto de Worsley.

Pusieron rumbo hacia la bahía, se acercaron a un serrado arrecife que, según palabras de Shackleton, cual «dientes ennegrecidos», parecía impedir la entrada en la cala. Mientras se dirigían hacia lo que se les antojó un hueco propicio, el viento volvió a cambiar, hacia fuera de la bahía. Como no podía acercarse directamente a ésta, dieron marcha atrás y trataron de virar de bordo, en busca de una entrada. Cinco veces lo hicieron y, por fin, el Caird cruzó un hueco y entró en la boca de la bahía.

Era casi el anochecer. Una pequeña cala resguardada por un arrecife surgió al sur. De pie en proa, Shackleton dirigió el barco a través de una estrecha entrada en el arrecife.

«… al cabo de un par de minutos nos encontrábamos adentro —escribió—, y en la creciente oscuridad el James Caird se dejó llevar por una ola y tocó la playa».

Saltó fuera, cogió la boza desgastada y tiró, luchando contra la corriente que empujaba la embarcación hacia afuera; cuando el bote volvió a entrar con la marea, los demás hombres desembarcaron, tambaleantes, y lo aseguraron mal que bien. El sonido de agua los atrajo hacia un arroyuelo que se hallaba casi debajo de sus pies. Cayeron de rodillas y bebieron hasta saciarse.

«Fue un momento espléndido», observó Shackleton.

El trabajo de McNish había resistido todos los elementos que se les habían echado encima.

En los diecisiete días de duras pruebas, Worsley nunca había dejado que su mente se relajara ni de hacer cálculos. Juntos, los seis hombres habían mantenido una rutina, una estructura de mando, un horario de guardias. Habían prestado atención a su experiencia náutica en las peores condiciones a que puede enfrentarse un marinero.

No sólo habían aguantado, sino que habían dado muestras de gran pericia bajo una presión infernal.

Sin duda se daban cuenta de que acababan de hacer un viaje fantástico; más tarde se enterarían de que un vapor de quinientas toneladas había zozobrado, con toda su tripulación, víctima del mismo huracán que ellos acababan de resistir. Sin embargo, de momento, probablemente no sabían —ni les habría importado— que el viaje del James Caird fuera, en opinión de futuras generaciones, uno de los más magníficos llevados a cabo.