El barco atrapado en una grieta, 19 de octubre de 1915
«En aquel momento parecía que el barco sería arrojado de costado sobre su manga. Saqué varías buenas fotografías de nuestro valiente barco». (Hurley, diario).
El mes de marzo comenzó con una ventisca y temperaturas por debajo de los veintidós grados bajo cero. Las masas de hielo flotante en torno al buque, empujadas por el viento, destrozaron dos trineos desde los que intentaban subir carne de foca a la superficie. Al final de aquel mismo día, Worsley ordenó que todo el mundo permaneciera a bordo, pues la nieve era tan espesa que resultaba peligroso alejarse del buque.
Cuando se aclaró el tiempo, el silencio se llenó con el crujir del hielo y el bufido del caprichoso viento. De noche, mantenía despiertos a los tripulantes la luz que reverberaba en el hielo durante el largo crepúsculo austral. No cabía esperar que el hielo se rompiera hasta la primavera —alrededor de octubre—, dentro de unos siete meses.
Según el plan original de Shackleton, el grupo de la costa, compuesto por científicos y los que estaban a cargo de los trineos, debería haberse ocupado de sus diversas funciones, preparándose para el viaje que empezaría en la primavera. Los que debían quedarse en el barco deberían haberse abierto paso de vuelta a un refugio de invierno.
Pero ahora no podían llevar a cabo los trabajos que habían planeado, y les amenazaba a todos un tedio paralizador. Por propia experiencia, Shackleton conocía bien la tensión psicológica provocada por un silencio fantasmal y el negro vacío del cercano invierno antàrtico.
Para protegerse de ello se estableció una rígida rutina invernal. En lugar de los habituales turnos de vigilancia, un solo vigía permanecía en su puesto desde las ocho de la tarde hasta las ocho de la mañana, todas las noches, con el fin de que los demás tripulantes pudieran dormir sin interrupción. Para mantener la moral tanto como para protegerse del frío, se distribuyó la ropa de invierno destinada originalmente a los grupos de tierra. Lees había hecho un catálogo detallado de cada pieza: dos camisas de lana y ropa interior larga, guantes de lana, un jersey de lana y, cosa de gran importancia, pantalón y chaqueta de Burberry. Estas últimas prendas, según uno de los tripulantes, no pesaban más que la tela de un paraguas, pero habían sido tejidas de modo tan apretado que el viento no podía penetrar en ellas. Muchos marineros almacenaron sus trajes nuevos en sus cajones, con el fin de poder ponérselos «para presumir» cuando regresaran a la civilización. Sólo se mantuvo aparte la ropa destinada al grupo que debía hacer el viaje transcontinental, por la convicción, o el pretexto, de que todavía tendría lugar.
La preocupación inmediata de Shackleton fue establecer un cómodo cuartel de invierno para todos. Las temperaturas de marzo iban de once a treinta y cinco grados bajo cero, y los camarotes de cubierta donde vivía la retaguardia de científicos y los oficiales del barco eran muy fríos. Shackleton ordenó que se despejara el espacio para almacenaje entre cubiertas, y Chippy McNish empezó a construir camarotes en esta zona más aislada. El 11 de marzo tuvo lugar el traslado al nuevo alojamiento, al que llamaban el Ritz. Cada camarote de dos por metro y medio alojaba a dos hombres, y cada uno recibió de sus ocupantes un nombre irónico, como «el Charco», «el Fondeadero» o «el Descanso de los marineros». En el centro de este espacio se extendía una larga mesa en la que todos comían, y al final se hallaba una estufa portátil. El Ritz no era sólo caliente sino que parecía cómodo y hasta familiar. Crean, Wild, Marston y Worsley se instalaron en lo que antes fuera la cámara de los oficiales, mientras que los marineros permanecían en el castillo de popa, situado entre cubiertas y por ello bastante aislado. Shackleton se quedó donde estaba, solo en la cabina del capitán, en la popa, que era el punto más frío del navío. También se dispuso acomodo de invierno para los miembros no humanos de la expedición. A los perros se les alojó en perreras hechas con bloques de hielo, a las que apodaron «perriglúes», situadas en círculo en torno al buque. Se desembarcó a los cerdos, para instalarlos de modo similar en «cerdiglúes». La señora Chippy se quedó a bordo.
Las noches se alargaban y a finales de marzo había ya tantas horas de luz como de oscuridad. Los cincuenta y tantos perros, grandes, enérgicos, a la vez salvajes y juguetones, se convirtieron en objeto de gran interés y diversión. Su cuidado ocupaba varias horas al día, y sus payasadas y diferentes personalidades mantenían alerta a los hombres. Los animales se acostumbraron bien al hielo y dormían tranquilamente durante las ventiscas, formando bolas de pelo bajo la nieve. «Cuando creen que hay peligro de que sus compañeros humanos los olviden —escribió Worsley—, se sientan, se agitan, cantan y bailan y se enroscan para otro sueño, hasta que llega el papeo… todos nuestros perros lo deletrean así».
A comienzos de abril, Shackleton dividió los perros en seis equipos permanentes, para los que designó jefes, estimulando así en los capitanes un intenso orgullo de equipo. Las rivalidades y carreras entre cada equipo proporcionaron nuevas distracciones. «Mi equipo es uno de los mejores», confió Hurley a su diario, como cabía prever. La salud de los perros era motivo de constante preocupación, pues cierto número había muerto ya, víctima de lombrices intestinales. Abril fue un mes trágico también para los cerdos, que los marineros convirtieron en carne salada.
A la luz menguante del día, los hombres ejercitaban a los equipos de perros, buscaban focas, cada vez menos frecuentes, o emprendían excursiones a través del hielo.
Al anochecer se entretenían cantando, bajo la dirección de Leonard Hussey, meteorólogo muy popular que tocaba muy bien el banjo. A veces, Hurley ofrecía una charla con proyecciones a la linterna de escenas de hielo y nieve de su expedición con Mawson, o de sol y vegetación de sus viajes a Java. Una vez dormida la mayoría, al solitario vigía solían unírsele algunos compañeros para compartir como golosinas unos sorbos de cacao y sardinas en tostada; a estos visitantes nocturnos se les llamaba «fantasmas».
Como el desventurado Endurance, algunos icebergs habían quedado atrapados en el hielo, de modo que el barco y el paisaje iban juntos a la deriva, unidos por la corriente del noroeste. Como objetos familiares en el mundo cambiante de los expedicionarios, muchos de estos icebergs acabaron siendo vistos con afecto. Destacaba entre ellos el apropiadamente llamado Rampart Berg, con el que se toparon en enero, cuando todavía navegaban. De una altura de unos cuarenta y cinco metros, se alzaba ahora majestuosamente sobre el hielo a unos treinta y tantos kilómetros del buque.
El 1 de mayo, el sol desapareció por completo, y no se le vio durante los cuatro meses siguientes. Esto redujo aún más las actividades de los expedicionarios. Continuó el ejercicio con los perros, a pesar de la dificultad de arrastrar los trineos por encima del hielo roto y con una luz incierta, pero ya no se emprendían excursiones lejos del barco. Se recurría a toda clase de entretenimientos. Hurley y Hussey se convirtieron en adversarios en el ajedrez, agradecidos por el estímulo mental del juego. En el castillo de proa, los marineros jugaban a las cartas y a las damas. Se leyeron y discutieron libros y durante un tiempo las adivinanzas estuvieron de moda en el Ritz. A finales de mayo, los hombres sucumbieron a la locura del invierno: se afeitaron la cabeza y posaron para las fotografías de Hurley en medio de la hilaridad general.
Pero incluso en aquellos meses invernales hubo días y noches de intensa belleza mágica, que elevaban la moral y recordaban a algunos la razón por la cual se aventuraron en este mundo tan duro. La extraña mezcla de débil luz diurna y de radiante luna sobre el mar helado volvía el paisaje místicamente luminoso. En la pura oscuridad de las claras noches, las estrellas fulguraban con una fuerza inimaginable, mientras una fugaz aurora teñía el horizonte. Una noche, de regreso de una excursión en trineo, Hurley describió con entusiasmo las sensaciones de marchar por la mismísima faz de la luna.
Los diarios reflejaban, en distinto grado, la satisfacción general del grupo. Hay notas de malhumor y signos de la tensión de vivir tan apretados viendo día tras día las mismas caras, pero ninguna de fricciones de importancia real.
«Nos las arreglamos todos para vivir contentos a bordo, a pesar de los caracteres distintos y del hecho de que la mayoría de los miembros poseen lo que puede llamarse personalidades bastante definidas y son de condiciones diferentes —escribió Lees, siempre consciente de las diferencias de clase. Pero, continuaba—: No hay verdadera necesidad de disputas de ninguna clase con los camaradas. Entre los caballeros las disputas deben evitarse y se evitan, y no hay razón para que no sea así aquí». Se trata de una afirmación particularmente generosa, si se tiene en cuenta que fue escrita poco después de que Hussey y Hurley le vertieran un puñado de lentejas en la boca abierta mientras dormía, para impedirle que roncara.
La paz general que predominaba en el Endurance no era accidental y se debía en gran medida a cómo Shackleton escogió a sus hombres. Cuando James se presentó para que le entrevistara, el gran explorador le desconcertó haciéndole preguntas que se referían no a si era apropiado para una expedición polar, o sobre detalles de su labor científica, sino sobre si sabía cantar.
«No quiero decir si afina como Caruso —había dicho Shackleton—, pero supongo que puede cantar con los muchachos, ¿no?».
Tal como fueron las cosas, la pregunta resultó asombrosamente adecuada. Lo que buscaba, según se vería, era una «actitud» y no méritos para el papel.
La presencia de Shackleton se dejaba sentir en todo cuanto acontecía a bordo. Por una parte, siempre estaba dispuesto a ser «uno de los muchachos»; se afeitó la cabeza como los demás y se unía, con entusiasmo y desafinando, a los improvisados coros. Estaba nervioso, con tantas cosas sobre las que pensar y planear, pero no exigía la soledad para hacerlo. Siempre se le encontraba entre sus hombres, dando muestras de buen humor, y esto, por sí solo, explica en gran medida la atmósfera de seguridad que prevalecía en las circunstancias más difíciles.
No creía en una disciplina innecesaria, pero, en resumidas cuentas, nada sucedía sin su consentimiento. Se sabía que era, por encima de todo, justo, y por esto se obedecían sus órdenes, no sólo porque eran órdenes sino porque se percibía en general que eran razonables. Prestaba una atención escrupulosa a la tripulación del castillo de proa, algo que pudo verse muy claramente cuando se distribuyó la ropa de invierno. Los marineros la recibieron primero, antes que los oficiales y el grupo de tierra. «Si algo falta, no falta a los marineros», escribió Worsley.
Walter How y William Bakewell, ambos leales marineros y ávidos lectores, podían discutir sobre los libros que habían leído en la excelente biblioteca de a bordo, mano a mano con Sir Ernest Shackleton. El polizonte Blackborow fue obligado a tomar clases y Sir Ernest se tomó un interés personal por este joven concienzudo e inteligente. Pero cuando la situación lo exigía, la personalidad impresionante de Shackleton podía enfrentarse a los individuos más difíciles. John Vincent, un fornido pescador de arrastre, físicamente más fuerte y de mayor talla que cualquiera de la tripulación, era un peleón. Cuando una delegación de marineros se quejó a Shackleton de que maltrataba a la gente de proa, Vincent fue llamado al camarote del capitán, del cual salió tembloroso y sin galones, y ya no causó más problemas. Shackleton no pidió ayuda para esta entrevista, que con un capitán menos decidido habría podido convertirse en peliaguda.
«Podía mirar con un aire desdeñoso que estremecía —según el primer oficial Lionel Greenstreet—. Podía ser muy cortante, si lo deseaba, pero creo que era sobre todo su mirada…».
Por encima de todo, Shackleton juzgaba a alguien por el grado de optimismo que proyectaba.
«El optimismo —había dicho— es el verdadero valor moral». A quienes no poseían este don los miraba con un transparente desprecio. Así ocurría con el pobre Lees, sin duda el más impopular de los miembros de la expedición, por su esnobismo y su tendencia a hallarse ausente cuando se requería trabajar duro. Para Shackleton, sin embargo, estos defectos importaban menos que la inquietud evidente de Lees acerca del abastecimiento y las provisiones. Le había nombrado encargado del almacén y le correspondía marcar las raciones y llevar la cuenta de lo que se consumía; su eficaz cumplimiento de estas funciones se echaba a perder por una tendencia a atesorar y ocultar nimiedades para su uso personal. Esto sugería a Shackleton que era un pesimista morboso, que le faltaba fe en la disponibilidad de otros abastecimientos futuros y por esto lo despreciaba, pese a la reverencia que Lees mostraba por Shackleton como jefe.
Pero Shackleton no era vengativo. Cuando, ya entrado el invierno, Lees sufrió dolores de espalda después de palear nieve («el primer trabajo que ha hecho desde que partimos de Londres», según observó agriamente McNish), Shackleton hizo que lo llevaran a su propio camarote, controlaba su estado y le llevó de vez en cuando tazas de té.
«Al principio —escribió Lees quejumbrosamente—, me dejaron en mi propio camastro, tendido en medio de la indiferencia y casi todo el día en la oscuridad». Son palabras propias de un hombre solitario. Se tiene la impresión de que Shackleton percibió algún malestar menos evidente detrás de los síntomas de Lees y que lo apartó de la autocompasión y de las pullas de sus escépticos compañeros, con el fin de reconfortar su amor propio, y todo esto para un hombre que decididamente le desagradaba.
Otro elemento esencial de la alta moral a bordo era Frank Wild, segundo de Shackleton. Nadie habló nunca mal de él. Lees escribió que «tiene un tacto excepcional y la habilidad de no decir nada y conseguir que la gente haga las cosas como él quiere… si tiene que darnos órdenes, lo hace del modo más agradable». Wild tenía la misma edad que Shackleton, cuarenta años. Hijo de un maestro de escuela de Yorkshire, afirmaba que era descendiente directo del gran capitán Cook, aunque esto resultó falso. Antes de su primer viaje al sur, en el Discovery, había servido en la marina mercante y en la armada. Luego declinó la invitación de Scott de participar en la expedición del Terra Nova y se unió, en cambio, a la Expedición Australasiática Antartica de Mawson. Wild era competente con discreción, tenía un trato sencillo y a él se dirigían la mayor parte de las quejas por cosas nimias… que el biólogo Clark no era bastante cortés, que Marston era un peleón… Wild prestaba, al parecer, la mayor atención a cada queja, lo cual tenía por resultado que el quejoso se sintiera satisfecho y apaciguado, aunque no se adoptara ninguna medida. Su lealtad a Shackleton era profunda y entre los dos formaban un equipo formidablemente eficiente.
A pesar de los esfuerzos para encontrar diversiones, el tiempo parecía muy largo a los científicos. James Jock Wordie, el geólogo, y Reginald Jimmy James, el físico y especialista en magnética, eran amigos desde Cambridge. James, serio y reservado, era un académico típico, brillante y consagrado a su especialidad, aunque algo desconcertado e inepto para cuanto quedara fuera de ella. Educado por unas tías solteronas, no había vivido mucho fuera de la universidad. Muy serio en lo referente a su trabajo, rechazó un nombramiento muy deseable a fin de ir al sur. (Los marineros llamaban a su laboratorio «fisilú»). James era buen conversador, capaz de entusiasmarse al hablar de cosas como la vaporización, la presión de los gases y los fenómenos atmosféricos; Greenstreet y Hudson a menudo le provocaban con burlonas preguntas, que le hacían callar. Cosa inesperada, resultó ser uno de los mejores actores en las farsas escénicas que acabaron siendo importantes entre las diversiones de a bordo.
Wordie era de Glasgow, y un miembro popular de la expedición. Su humor seco y sus bromas sin malicia eran muy apreciadas. Había decidido unirse a la expedición cuando aún estaba en Cambridge, a pesar de haber asistido a una cena con lady Scott, la pintoresca viuda del capitán Robert Scott, que «trató de disuadir a todos los posibles candidatos de unirse a Shackleton». Pero Wordie sospechaba que se trataba de la última de las grandes expediciones hacia el sur, y como no había en ella mucho terreno para la geología, se dedicó a la glaciología.
Robert Clark, el biólogo, era hombre seco y de pocas palabras; incluso en las fotos de Hurley destacan su reserva y su contención. Se ganó el respeto de todos por su espíritu laborioso; se podía contar con que se presentaría voluntario para los trabajos desagradables, como palear carbón. Era, además, un excelente jugador de fútbol. Apenas salieron de Inglaterra, se puso a trabajar con sus redes de dragado y siguió cumpliendo con sus tareas científicas cuando llegaron al hielo. Constantemente despellejaba y disecaba pingüinos, una costumbre que hizo correr el rumor entre los marineros de que los científicos buscaban oro en el estómago de los animales.
Leonard Hussey, el meteorólogo, era londinense y sus compañeros le gastaban bromas tachándole de cockney. Después de graduarse en la Universidad de Londres, trabajó en Sudán como arqueólogo, antes de unirse al grupo del Endurance. Shackleton decía que lo había escogido porque le divirtió lo improbable de que alguien viajara desde el corazón de África a la Antártida. La dedicación de Hussey a la ciencia no era, acaso, tan poderosa como la de sus compañeros. «Los caprichos del clima —observó Lees— desorientan a Hussey, pues cuando piensa que ocurrirá algo, ocurre exactamente lo contrario».
Los dos médicos de a bordo, Alexander Macklin y James McIlroy, tenían mucho trabajo con los perros. Ambos habían sido nombrados jefes de equipos de trineos, y les cayó en suerte ocuparse de los perros acosados por los parásitos. Macklin era escocés, hijo de un médico de las islas Scilly. Aunque se enojaba fácilmente, era en general afable, muy trabajador y, cosa importante, se le consideraba uno de los mejores jugadores de rugby del grupo. Contaba unos treinta y cinco años, era guapo y sarcástico, hombre de mundo que había ejercido la medicina en Egipto, Malaya, Japón y a bordo de buques de pasajeros de las Indias Occidentales o Antillas. Procedía de Irlanda del Norte (una tercera parte de los miembros de la expedición eran irlandeses o escoceses), y su humor podía ser feroz. Una de sus actuaciones de mayor éxito, según contó el propio Lees, fue una imitación de la excesiva deferencia de Lees hacia Shackleton:
«McIlroy (bailando de un modo muy expansivo): “Sí, señor, claro que sí, señor, sardinas, señor, aquí están” (corre a la despensa y vuelve), “y pan, señor, pan… le daré el pan del vigía de noche, señor” (otra salida hacia la despensa y más zalemas). “¿Puedo limpiarle las botas, señor?”».
En la proa, los marineros pasaban buena parte del día en sus camastros. «Duermen para matar el tiempo y parece que nunca buscan algo en qué ocuparse», escribió con desaprobación Lees. Estaban exentos de las guardias de noche, y aunque debían cuidar de su camarote, no se les pedía que ayudaran a limpiar el Ritz. En esto se ve el cuidado que Shackleton ponía en que nadie en las cubiertas inferiores se sintiera agraviado. Se había murmurado que los marineros podían causar problemas, especialmente en lo referente a la comida. Se servía a todos habitualmente carne de foca y de pingüino, pero hubo una gruñona resistencia en proa, so pretexto de que servir foca en lugar de la costosa carne enlatada era «un modo muy mezquino de dirigir una expedición». Pero se atendió a sus prejuicios sólo hasta cierto punto. Una tarde salió de proa el rumor de que uno de los marineros no había encontrado de su agrado el menú del día de espaguetis Heinz con tomate. Shackleton les mandó decir que a él le habían educado para que comiese lo que se le pusiera en el plato.
Louis Rickinson y Alfred Kerr, los dos maquinistas, eran tan silenciosos y faltos de pretensiones que sus compañeros sabían poco acerca de ellos, aunque los admiraban por su eficiencia y pulcritud. Rickinson, de unos treinta años, se distinguía por su experiencia con los motores de combustión interna… y por su hipersensibilidad al frío. Kerr, que pasaba apenas de los veinte, había trabajado en grandes vapores petroleros.
Probablemente nadie tenía tan poco trabajo como los tres hombres encargados de hacer avanzar el Endurance. Frank Worsley, el capitán, era ahora, en realidad, un capitán sin barco. Pertenecía a una familia de colonos cultos (su padre había ido a la escuela de Rugby) que llegó a Nueva Zelanda desde Inglaterra. Se crió en la dura vida al aire libre de los pioneros, y a los dieciséis años siguió a su hermano como marino, de esquilador en los transportes de lana. Ascendió en la marina mercante y acabó regresando a Inglaterra para enrolarse en la Real Reserva Naval. Bullicioso y caprichoso, recordaba a los incansables perros de trineo. Una de las razones por las cuales Shackleton decidió no tomar en consideración su plan de que el barco regresara para el invierno a un fondeadero seguro era que no confiaba por completo en que Worsley pudiera regresar sano y salvo, sin supervisión, en la estación siguiente. Pocos disfrutaban tanto de la expedición en sus aspectos más peligrosos como Frank Worsley. Le gustaba afirmar que su camarote era demasiado caluroso y dormía soportando los diecisiete grados bajo cero del pasillo. Le agradaba asombrar a sus compañeros tomando baños de nieve en el hielo. Sus diarios están llenos de anécdotas cómicas y de descripciones de la belleza del paisaje que le rodeaba. Como Shackleton, era un romántico que soñaba con tesoros ocultos y viajes improbables. Pero, pese a su falta de sentido práctico, era un marino experto y hábil. Antes de marchar a Inglaterra, trabajó durante unos años en el servicio de vapores del gobierno neozelandés, sobre todo en el Pacífico, donde aprendió a navegar en pequeños barcos sobre mares agitados.
Lionel Greenstreet, joven oficial de la marina mercante, se enroló en el Endurance entre dos empleos, obedeciendo a un impulso, cuando el primer oficial contratado se retiró para entrar en la marina de guerra. Su padre era un respetado capitán de la compañía naviera neozelandesa. Perspicaz, crítico y buen trabajador, escogió como compañeros al taciturno Clark y al más bien jactancioso Frank Hurley.
Huberht Hudson, el oficial de puente, hijo de un pastor protestante, se crió en el seno de una familia culta, pero en un barrio londinense muy duro. Dejó la escuela a los catorce años para entrar como aprendiz en el Gremio de Carpinteros. Era ayudante en la marina mercante, pero ya en el Endurance estudiaba a conciencia para llegar a «maestro». Se le consideraba hombre de buen corazón y generoso, aunque a veces algo «chalado». Lees escribió que «nunca se sabe si está al borde de un ataque de nervios o si son manifestaciones de su inteligencia reprimida». Se ganó el apodo de Buda al presentarse envuelto en una sábana, con una tapadera de cacerola atada a la cabeza, durante una fiesta de disfraces celebrada en los comienzos de la expedición. Era el más eficaz de los cazadores de pingüinos para la despensa del barco.
Pese a los contratiempos de la expedición, un puñado de hombres tenían mucho trabajo. Charles Green, el cocinero, y Blackborow, el camarero, se afanaban de la mañana a la noche en la cocina, preparando la comida para los veintiocho hombres, hiciese el tiempo que hiciese. Green era hijo de un maestro panadero y «huyó a la mar» ya con veintiún años, para cocinar en la marina mercante. Cuando estalló la guerra estaba en un transatlántico de la Línea Real de Correos, y llegó a Buenos Aires justo cuando Shackleton cambiaba su tripulación. Al enterarse de que había despedido a su cocinero, Green solicitó el puesto; había conocido a Worsley en Cerdeña. Blackborow era de Newport, en Gales, el mayor de nueve hermanos de una familia de marineros, y se crió en los muelles. Detrás de sus modales afables y sonrientes se adivinaba cierto mal genio y la capacidad de decir sin ambages lo que pensaba. Era, con sus veinte años, el tripulante más joven.
Chippy McNish tampoco holgazaneaba. No era un simple carpintero, sino un maestro artesano y carpintero de buques. Constantemente estaba construyendo o adaptando algo, una mesa de juego, una cómoda, una perrera, la cubierta… «Todo su trabajo era de primera —según su compañero Macklin—. Nunca se le veía tomando medidas. Se contentaba con mirar y luego cortaba las piezas, que siempre encajaban perfectamente». Hasta Lees, que le detestaba, reconocía que «era un experto carpintero de barcos». Ni oficial ni científico, pertenecía oficialmente a la retaguardia y se alojaba, en consecuencia, no en proa, sino en el Ritz. Para el quisquilloso Lees, comer en la misma mesa que una persona tan poco refinada era como una penitencia («… es un perfecto malabarista cogiendo guisantes con el cuchillo»). Lees se habría asombrado de haber sabido lo que McNish pensaba del grupo de tierra, del que formaba parte Lees: «He sido compañero de buque de toda clase de hombres —confiaba McNish a su diario—, en barcos de vela y de vapor, pero nunca de nadie como algunos de nuestro grupo de tierra, que emplean el lenguaje más soez como expresiones de amistad y, cosa peor, se les tolera». Y esto lo escribió un viejo lobo de mar cuya franqueza intimidaba a casi todos.
No había tampoco mucho afecto entre McNish y Worsley, pues el primero no ocultaba su opinión acerca de los caprichos y la bulla del capitán. Nadie hubiese adivinado, en aquellos primeros meses del invierno de 1915, que sus vidas acabarían dependiendo de la habilidad de estos dos hombres, el bullicioso capitán y el hosco y áspero Chippy McNish.
El trabajo de Frank Hurley no se vio afectado por el cambio de planes. Siempre se le veía activo con tareas que él mismo se imponía, como hacer una caja para el deshielo destinada a la carne helada de foca, o tallar señales para los distintos camarotes del Ritz; el haber trabajado como electricista en una oficina postal de Sydney le permitía encargarse del pequeño generador del barco. Pero, sobre todo, se ocupaba de su fotografía. Las imágenes obtenidas por Hurley en los primeros días de la expedición, cuando el buque avanzaba por entre los témpanos, son maravillosas; figuras audaces, abstractas, de los mástiles del buque contra un fondo de hielo, o la cruz formada por el mástil y la verga recortada contra una vía de agua… Reflejan lo que debió de ser la embriagadora sensación de tener toda la Antártida como una blanca tela en la que marcar las limpias y firmes líneas del Endurance y de su sombra.
«H es una maravilla —escribió Worsley a finales de enero—. Con alegres blasfemias australianas, vaga solo por todas partes, por los lugares más peligrosos y resbaladizos que encuentra, contento y feliz siempre, pero lanzando tacos si consigue hacer una foto buena o nueva. Permanece con la cabeza descubierta y con el cabello suelto al viento, mientras los demás llevamos guantes y gorro, da vueltas a la manivela lanzando palabrotas de satisfacción y fotos de la vida por docenas».
Cuando el barco quedó atrapado, Hurley enfocó su cámara hacia la vida doméstica del buque y hacia las visiones del mismo, inmovilizado, en el proteico mundo de hielo. Activo a todas horas, a veces se levantaba a medianoche para hacer fotos, siempre sensible a los diversos y cambiantes juegos de luz, siempre entusiasmado por el espectáculo del cielo, el hielo y las sombras.
La baja temperatura aumentaba las dificultades de todos los aspectos de su labor. Para proteger las cámaras de la condensación que las cubría cuando las llevaba del frío exterior al templado interior del buque, Hurley confeccionó en cubierta una alacena, donde podía guardarlas a una temperatura bastante constante. «Sin embargo… —escribió—, es necesario cuidar los aparatos cada vez que los saco, lubricarlos con petróleo, etc., especialmente el cinematógrafo. La película se vuelve muy quebradiza».
El revelado se hacía en condiciones que distaban mucho de ser ideales. A finales del invierno escribió que «el trabajo en el cuarto oscuro es muy difícil debido a las bajas temperaturas. Afuera estamos a veinticinco bajo cero. El cuarto oscuro está situado cerca del cuarto de máquinas y una estufa primus eleva la temperatura por encima de diecisiete bajo cero. Lavar las placas es muy engorroso, pues hay que mantener caliente la bandeja, de lo contrario quedan presas en una masa de hielo. Después de varios cambios de agua, las coloco en un bastidor en el camarote de Sir Ernest, que suele estar a una temperatura bastante tolerable. Catalogo cuidadosamente y hago listas de todas las placas secas. El revelado es causa de muchas molestias en los dedos, que se agrietan en torno a las uñas, donde duelen». Comenta secamente en otro lugar que «encuentro dificultades para obtener suficiente agua para las operaciones de lavado». Toda el agua, desde luego, se conseguía fundiendo bloques de hielo.
El mes de abril, según escribió Shackleton, «no careció de acontecimientos». En dos ocasiones el hielo gruñó en torno al buque, escarchando sus costados y haciéndolo vibrar ligeramente. Era el primer indicio del potencial mortífero de la sólida masa de hielo.
El último día de abril los expedicionarios pudieron presenciar un espectáculo excepcional. Shackleton y Worsley se tomaron un descanso en su inspección del trineo de motor de Lees e, inspirados por un capricho momentáneo, bailaron un majestuoso vals sobre el hielo, mientras los miembros de la tripulación silbaban The Policeman’s Holiday. La interpretación que hizo Lees de este improbable acontecimiento fue perspicaz: «Eso es puro Sir Ernest —escribió—. Siempre es capaz de guardarse sus problemas y de mostrar una apariencia valerosa. Su inagotable alegría significa mucho para un grupo de exploradores decepcionados como nosotros. A pesar de su propia gran decepción, y todos sabemos que es desastrosa, sólo se deja ver de buen humor y lleno de confianza. Es uno de los grandes optimistas vivientes… entra en liza cada vez con el estado de ánimo con que todo boxeador entra en el cuadrilátero».
En junio empezó la parte más oscura del año. Excepto la de la luna y un par de horas de tenue luz diurna a mediodía, no había luz alguna. La temperatura descendió por debajo de los veintinueve grados bajo cero, y vías de agua que el día antes aparecían libres amanecían cubiertas por diez centímetros de hielo.
Durante este período oscuro, de calma chicha, el 9 de junio se manifestaron las altas presiones. A unos quinientos metros del barco, colosales masas de hielo crujían al chocar unas contra otras, estallando de vez en cuando con el apagado tronar de una distante artillería. Guiándose con linternas de mano, varios hombres salieron a observar la presión que iba amontonando enormes bloques de hielo, cada uno de muchas toneladas de peso, uno encima de otro, hasta una altura de cinco metros. El estrépito continuó hasta el 12 de junio, y el tiempo empeoró, lo que hizo imposible emprender nuevas excursiones.
El 15 de junio, todo volvía a estar en calma, y se preparó para el día siguiente una carrera entre equipos de perros. Este derby perruno fue una distracción bien recibida, después del inquietante estallido de presión. Entre dos luces, se iluminó la pista con lámparas de mano y Shackleton ordenó la salida. Había dado día libre a todos y varios de los marineros contribuyeron a la diversión disfrazándose de corredores de apuestas, aunque, según observó Hurley, «como parecen algo fulleros, nadie acepta sus apuestas». Los perros salieron, saludados por los pañuelos y los gritos de aliento.
Venció el equipo de Wild, que cubrió los setecientos metros en dos minutos y dieciséis segundos.
Unos días más tarde, se celebró otra fiesta, el 22 de junio, San Juan, el solsticio de verano, con comida y espectáculo. Hurley levantó un escenario, decorado con colgaduras e iluminado con lámparas de acetileno. La banda tocó la obertura de una Fantasía Discordia en cuatro tiempos y James ofreció la mejor representación de la noche, como Herr professor Schopenbaum, que disertó sobre La Caloría. «Muy aguda y completamente incomprensible», escribió Worsley. Pasada medianoche, todos cantaron el Dios salve al rey y se desearon unos a otros buena suerte para el futuro.
«Desde la comodidad del Ritz es difícil imaginar que vamos a la deriva, totalmente congelados, en un mar de témpanos de hielo, en el corazón mismo del mar de Weddell —escribió Hurley. Y añadió—: A menudo me pregunto qué será de todo esto». Sus palabras dan a entender que no se hablaba de ciertas posibilidades, ni siquiera cuando los estruendosos sonidos de la distante presión llegaban por el frío aire hasta el buque atrapado.
Hacia finales de junio, el Endurance había derivado más de mil kilómetros desde que quedó atrapado ciento cincuenta y ocho días antes, y cada kilómetro lo acercaba al mar abierto, más allá de las placas de hielo, y a la perspectiva de la libertad. Ahora aumentaban de manera perceptible las horas de luz diurna y todos esperaban con ganas volver a ver el sol. Los ejercicios con los perros resultaron más fáciles con el regreso de la luz y continuaron los conciertos y las charlas con proyecciones para matar el tiempo.
Tras varios días de calma, el 12 de julio se levantó un fuerte viento que se convirtió en ventisca el día 13. El buque se estremecía al aumentar la presión a su alrededor. Wild y Worsley estaban en el camarote de Shackleton: «El viento aullaba entre las cuerdas —recordó Worsley—, y no podía dejar de pensar que producía el tipo de sonido que puede esperarse de un ser humano si teme que lo asesinen». En los momentos de calma, los tres hombres escuchaban el rozar del hielo contra los costados del buque. Fue entonces cuando Shackleton compartió con sus dos compañeros lo que sabía desde hacía varios meses.
«El barco no puede vivir con esto, capitán —dijo, deteniéndose en su incesante ir y venir por el pequeño camarote—. Es mejor que se resignen y piensen que es sólo cuestión de tiempo. Puede ser cosa de unos meses o puede ser sólo de unas semanas o hasta de días… pero lo que el hielo atrapa, el hielo se lo queda».
Worsley escribió que recibió con desesperación e incredulidad esta noticia, y resulta difícil afirmar si, en los pocos meses que siguieron, consideró verdaderamente inevitable la pérdida del buque. A su manera, era un optimista más incurable que el propio Shackleton.
Pero éste lo sabía, y lo que Shackleton sabía, Wild lo creía. Los dos hombres salieron del camarote y volvieron a su rutina sin decir nada.
«Muerde el frío y a nadie se le permite salir del barco —observó Hurley el día siguiente—. Pero no estamos inquietos, porque la comodidad del Ritz es muy tentadora». Mas en el lado opuesto del Ritz, McNish escribía en su diario: «Hubo un ligero choque anoche o temprano esta mañana. Fue un ruido debajo del fondo de la popa, como si el hielo se hubiese quebrado. Salté a cubierta, pero no pude ver qué era. El jefe cree que fue una ballena, pero yo creo otra cosa».
El 21 de julio, en vista de las fuertes presiones, Shackleton ordenó que se despejaran las cubiertas, por si hubiera que evacuar a los perros que estaban en el quebradizo hielo, y durante la noche se establecieron guardias cada hora. El día siguiente, Worsley entró corriendo en el Ritz para anunciar que el hielo se había resquebrajado unos treinta metros delante del buque. Todos se pusieron los Burberry y los gorros y corrieron afuera. A unos trescientos metros a babor de la proa una enorme presión amontonaba macizos bloques de hielo como si fueran terrones de azúcar. Se apartaron los trineos y Shackleton, Wild y Worsley hicieron guardias de cuatro horas cada uno durante la noche. Ahora, Shackleton no dormía más allá de tres horas diarias, por la tarde.
En los días siguientes, se almacenaron raciones de emergencia, se prepararon los trineos para que estuvieran dispuestos en todo momento, y el 1 de agosto subieron los perros a bordo, a toda prisa, poco antes de que una oleada de grandes presiones hiciera que unos bloques de hielo aplastaran las perreras y las pulverizaran entre las fauces de los témpanos que se abrían y cerraban. Consiguieron apartar un gran pedazo de hielo que se había metido debajo del timón, no sin que antes hubiese causado graves daños.
Mientras soplaba la ventisca, las presiones sacudían el barco como si fuera un juguete, golpeaban su costado de babor y lo echaban atrás, adelante y de un lado a otro. Resistió sin hacer ruido, pero cuando cesó el ataque, una nueva presión comprimió sus costados, haciéndolo gruñir y tensarse, hasta que sus vigas llegaron a combarse.
«Todos hemos puesto nuestras ropas más gruesas en hatos tan pequeños como podemos —escribió aquella noche McNish—. He colocado las fotos de mis seres queridos dentro de la Biblia que nos obsequió la reina Alejandra, y la coloqué en mi bolsa».
Alrededor del buque, bloques de hielo acorralados por témpanos saltaban como huesos de cereza apretados entre enormes pulgares e índices. El viento sopló con fuerza toda la noche, al día siguiente cayó, y todo quedó en calma, excepto algún distante tronar. Shackleton calculó que en los tres días que duró, la ventisca hizo derivar el barco hasta casi cincuenta kilómetros al norte.
Durante esta dura prueba, Lees, que se estaba recuperando de su ciática, yacía solo en el camarote de Marston, adonde lo transportaron a petición suya. Desde el camarote de cubierta escuchaba el tronar del hielo y los pasos de los guardias encima de él. Mientras el barco temblaba y se balanceaba, contenía la respiración, hasta ver en cada ocasión cómo se asentaba. El 9 de agosto salió al aire libre por primera vez en tres semanas, más flaco y muy debilitado.
Le esperaba una asombrosa visión: el Endurance estaba en un paisaje enteramente nuevo. Todos los rasgos familiares habían desaparecido o estaban como dislocados, y parecía que el barco hubiese sido empujado un centenar de metros a través de una placa de hielo de dos metros de espesor. «Es casi inconcebible que este pequeño barco haya sobrevivido a este cataclismo —escribió—. Ahora descansa sobre un costado, con el timón dañado y rodeado de grandes montones de bloques de hielo que se elevan a nivel de cubierta. Solíamos salir a pasear por una placa relativamente plana, pero ahora se encuentra uno inmediatamente en un laberinto de bloques de hielo y canales».
Sin embargo, el Endurance sobrevivió y la presión se desvaneció. Gradualmente, se aclaró el tiempo y al acercarse el invierno a su fin, regresó vacilante el sol, que brillaba varias horas al día. Los ánimos se tranquilizaron al volver a las viejas rutinas. La mayor diversión la proporcionó Crean, que trataba de adiestrar a los cachorros que tan tiernamente había criado. El primer día que les puso el arnés, los perros, que ya pesaban unos treinta kilos cada uno, se tumbaron de espaldas, agitaron las patas en el aire y chillaron. «Sus ladridos y gritos de terror resuenan hasta lejos —escribió Worsley, que fue uno de los muchos que disfrutaron del espectáculo—. Siguen un camino incierto y de través, aunque cada cachorro posee la voz de Jeremías, la panza de Falstaff, y jadean y se caen por la nieve hasta que, con gran alegría suya, se dirigen hacia el barco, y entonces, durante unos pocos minutos, arrastran el trineo casi tan de prisa como un equipo de perros adultos. Crean espera que con dos lecciones más conseguirá enseñarles a arrastrar un trineo sin la ayuda de ningún guía. Entonces, los ascenderán de la categoría de cachorros a la de perros de arrastre».
El resto del mes de agosto transcurrió sin incidentes, con espléndidos amaneceres que teñían el hielo de color de rosa, y delicadas formaciones de hielo que se deshacían en agua y que parecían campos de claveles. La noche del 17 de agosto, con una temperatura de treinta grados bajo cero, Hurley colocó veinte bombillas de magnesio detrás de los montículos de hielo que rodeaban el buque. «Casi cegado por los sucesivos destellos —anotó—, me perdí entre los montículos, golpeándome los tobillos contra cantos de hielo y hundiendo los pies en charcos helados». Pero la foto que consiguió era evocadora e inquietante: el Endurance, buque espectral, a la vez valeroso y vulnerable, sobresaliendo del hielo que lo rodeaba.
Se acercaba la primavera. Los expedicionarios empezaban a preguntarse si al poder abrirse camino regresarían inmediatamente a la bahía Vahsel para empezar la travesía transcontinental, o volverían primero a la civilización para abastecerse de nuevo. Se hicieron apuestas sobre la fecha en que se rompería el hielo: McIlroy sugirió el 3 de noviembre; Lees, pesimista como siempre, pensaba que no era probable que fuese antes de mediados de febrero; Shackleton dijo que apostaba por el 2 de octubre.
La presión volvió en la noche del 26 de agosto. Durante varios días no representó un verdadero peligro, pero en la noche del 1 de septiembre se volvió amenazadora. «En la noche del 2 de septiembre viví uno de los momentos más pavorosos de mi vida —recordó Bakewell—. Estaba tumbado en mi camastro cuando el barco saltó literalmente por el aire y cayó sobre su manga». Las planchas de hierro del cuarto de máquinas se doblaron, se desencajaron los marcos de las puertas y las vigas se curvaron como si fueran a astillarse. El Endurance luchaba y gemía como si agonizara.
«Hubo momentos en que no creímos posible que el barco lo resistiera», escribió McNish, que había visto cómo se doblaban las vigas encima de él como troncos de bambú. Pero la presión pasó y una semana más tarde McNish estaba construyendo una casilla que protegiera al piloto de la furia de los elementos cuando se pusieran en marcha de nuevo. Entretanto, Shackleton había calculado, en privado, que estaban a unos cuatrocientos kilómetros de la tierra conocida más cercana, y a más de ochocientos del lugar civilizado más próximo.
Septiembre transcurrió sin nuevos contratiempos, aunque raramente estaba ausente el tronar de la distante presión, y los témpanos en torno al buque no cesaban de moverse. Los hombres jugaban sobre ellos al fútbol, entrenaban a los perros y cazaban focas, que regresaban con la primavera. Una noche, una ligera nevada hizo rielar el barco como si estuviera plateado, y el hielo parecía estar cubierto de diamantes.
En la tarde del 20 de septiembre, el acceso de presión más intenso sufrido hasta entonces sacudió el barco de la quilla al mástil, hasta el punto de que pareció que sus costados iban a abrirse. Pero al cabo de una hora la presión descendió.
Llegaron a octubre de 1915. El tercer día del mes hubo una presión muy fuerte a apenas diez metros del buque, que «estaba tan apresado entre los bloques de hielo» debajo del barco «como una roca en un glaciar», según palabras de Lees. Cuando se produjo una breve apertura del hielo, los tripulantes pudieron mirar el agua a los lados y ver, iluminados por el penetrante sol, grandes masas de hielo azulado, a más de doce metros por debajo de la superficie. Una escarcha rosada se elevaba por esos espacios abiertos, teñida de rojo al levantarse el sol, de modo que a veces parecía que el hielo estuviera ardiendo.
La subida de la temperatura, hasta alrededor de un grado bajo cero, provocó, el día 10, un blanduzco deshielo general. Los expedicionarios comenzaron a abandonar el Ritz y el día 13 regresaron a sus camarotes de siempre. La noche siguiente, la placa de hielo en que se hallaba apresado el barco se abrió súbitamente, el hielo se astilló debajo de la quilla y el buque flotó en agua clara por primera vez en nueve meses. Empujado por el viento que se había levantado, avanzó hasta cien metros por la estrecha vía de agua. Pero el hielo volvió a cercarlo y se encontró apresado de nuevo.
Durante los siguientes días, con los témpanos todavía sueltos, Shackleton mandó izar velas y trató de forzar el buque a avanzar, pero no lo consiguió. Poco después del té, el día 16, tras varios ruidosos golpes contra los costados, el barco comenzó a elevarse por encima del hielo escurriéndose entre los témpanos, y luego cayó bruscamente sobre el costado de babor, en un ángulo de unos treinta grados. Las perreras, los perros y los abastecimientos rodaron por cubierta formando montones de los que salían aullidos. Luego, hacia las nueve de la noche, se abatió la presión y el barco volvió a nivelarse.
El día 19, Shackleton hizo llenar las calderas y preparar sus fuegos, al mismo tiempo que se despejaba de pedazos de hielo el contorno del timón y del buque. Se encargó a McNish que construyera una pequeña batea, para navegar por las vías de agua y canales que se abrieran. Durante todo el día cayó intermitentemente nieve ligera, y por la noche apareció una orca en el breve espacio de agua que rodeaba el barco. Su enorme cuerpo pudo verse con claridad a través del agua tranquila y clara, mientras se paseaba tranquilamente alrededor del dañado navío.
En los días siguientes no cesó el trueno de la presión, que a James le parecía como el del tránsito callejero de Londres cuando se está sentado tranquilamente en un parque. Se reanudaron las guardias mientras los témpanos seguían rodeando el buque. Éste se veía ahora constantemente sacudido y batido, pero los expedicionarios se habían acostumbrado a ello hasta el punto de que se mostraban indiferentes a menos que hubiese un ruido o una sacudida muy violentos.
«Personalmente —escribió Worsley— me he hartado de alarmas ante las que no podemos hacer nada». Los perros, inquietos por falta de ejercicio, aullaban y gemían al oír los amenazadores ruidos procedentes del hielo. «Gracias a Dios que el hielo se abre un poco —escribió Lees el día 23—. Las cosas parecen un poco mejores». Después de una cena de buey en salazón, zanahorias, patatas hervidas y tartas Banbury, se hizo el tradicional brindis del sábado por la noche, «a la salud de las novias y las esposas». Había, ahora, hasta veintidós horas de luz diurna por jornada.
El sábado, 24 de octubre, pudieron ver cómo avanzaba la presión del hielo, durante un día por lo demás sin incidentes. Después de la cena, Lees acababa de poner The Wearing of the Green en el gramófono cuando un terrible choque sacudió el buque como un terremoto, haciéndolo temblar e inclinarse unos ocho grados hacia estribor. Los hombres acabaron de escuchar la canción, y luego, según Lees, salieron a cubierta «a ver si había ocurrido algo desacostumbrado». Encontraron a Shackleton en el hielo, con cara seria, examinando el codaste. Atrapado entre tres frentes de presión distintos contra su amura y en ambos costados, el Endurance se había doblado. El codaste estaba casi arrancado y ahora goteaba peligrosamente.
Shackleton ordenó inmediatamente que las bombas del cuarto de máquinas aumentaran la presión. Con el agua que iba subiendo peligrosamente, los maquinistas Rickinson y Kerr amontonaron desesperadamente carbón, madera, grasa de ballena, esforzándose en elevar la presión antes de que el agua, que iba subiendo, pudiera apagar el fuego. En menos de dos horas tenían la bomba en acción, pero pronto se dieron cuenta de que no bastaba para hacer frente a la subida del agua. Hudson, Greenstreet y Worsley desaparecieron en los pañoles, donde se almacenaba el carbón, para sacar la bomba de la sentina, que el hielo había inmovilizado todo el invierno. Excavando en el carbón, a oscuras, medio sumergidos en el agua negruzca y helada, consiguieron, a comienzos de la mañana, limpiar la bomba con ayuda de un soplete, y se establecieron turnos para moverla durante toda la jornada.
En los témpanos, los hombres se turnaron para cavar desesperadamente trincheras en torno al buque agonizante. Dentro de éste, el sonido del agua que entraba y el clic-clac de las bombas se elevaba por encima de los gemidos de las torturadas vigas. Abajo, en el cuarto de máquinas, Chippy McNish se ocupaba con feroz energía en construir un compartimento estanco a través de la popa, para contener la entrada de agua. Metido en ésta hasta la cintura, trabajó sin descanso toda la noche. Entretanto, los demás reunían febrilmente vituallas, ropa, comida de los perros, aparejos de los trineos, preparándose para desembarcar en el hielo. Worsley revisó la biblioteca de a bordo, arrancando de los libros que deberían abandonar los mapas, planos, hasta fotos de posibles recaladas. Marston, Lees y James trabajaron sacando vituallas mientras debajo de sus pies sonaba el agua que iba penetrando, y encima de ellos las vigas se curvaban, chirriaban y estallaban como disparos. A la mañana siguiente, Hurley fue a donde estaba McNish, que había trabajado incesantemente en la ataguía, y vio que se había contenido la entrada de agua.
«El agua —escribió— ha llegado a nivel del suelo del cuarto de máquinas, pero se consigue que no suba más. Todavía esperamos sacar con bien a nuestro barquito».
Era un día encapotado, con neblina. Por todas partes se oía y veía la presión, que elevaba el hielo hasta alturas inimaginables, pero el buque estaba tranquilo. McNish seguía trabajando en el cuarto de máquinas, llenando con cemento el espacio entre los dos baluartes que había construido y reforzándolo con tiras arrancadas de las mantas. «Las cosas parecen algo más prometedoras —escribió Wordie ya entrado el día—. El sol brilla y esperamos que la ataguía dé resultado». Desde las cuatro de la tarde hasta medianoche las bombas estuvieron constantemente en funcionamiento, hasta que se logró contener la entrada de agua. Se sacó de la popa todo lo almacenado en ella, para que se elevara por encima del agua, cuando se abriera el hielo, y así el barco pudiera flotar de nuevo. Aquella noche sólo se hizo funcionar la bomba del pantoque, mientras los agotados tripulantes echaban cabezadas pese a los leves ruidos que salían del buque. Chippy McNish seguía trabajando en la ataguía.
El día 26 amaneció claro, con algunas ligeras nubes, y el sol brillaba con deslumbrante belleza sobre el hielo. Todavía con el tronar de la presión en los oídos, a Shackleton le impresionó la incongruencia fantasmal de la serena belleza del día y la agonía de su barco. Desde el puente de mando, había visto que la presión lo doblaba, literalmente, como un arco, y a Worsley le pareció que el buque daba como una boqueada para respirar. Volvía a tener vías de agua y los agotados tripulantes se turnaban cada quince minutos en las bombas, medio dormidos de pie. A las nueve de la noche, Shackleton ordenó que se bajaran a un témpano estable los botes y los trineos. La entrada de agua disminuyó, contenida en cierta medida por los movimientos del hielo.
«No hemos abandonado toda esperanza de salvar el barco», escribió Hurley. Sin embargo, tomó la precaución de envolver su álbum de fotografías en tejido impermeable «… puesto que se trata del único registro de mi trabajo que podrá acompañarme en caso de que nos veamos obligados a bajar al hielo». Se había inmovilizado, pero esa tarde ocurrió un inquietante incidente cuando varios marineros estaban en cubierta. Se acercó solemnemente una bandada de ocho pingüinos emperador; era un número mayor que el habitual cuando viajaban en grupo. Miraron intensamente el barco durante un momento, y luego levantaron la cabeza y emitieron un lamento fantasmal. «He de confesar que nunca, antes o desde entonces, he oído un sonido similar al siniestro llanto que emitieron aquel día. No puedo explicarlo». Era como si los emperadores hubieran entonado el canto fúnebre del barco. McLeod, el más supersticioso de los marineros, se volvió hacia Macklin y le preguntó: «¿Has oído eso? Ninguno de nosotros volverá nunca a casa».
Siguieron manejando las bombas toda la noche y la mañana siguiente. El 27 de octubre amaneció claro y despejado, pero frío, con una temperatura de veintidós grados y medio bajo cero. El hielo no había dejado de tronar, pero los hombres estaban demasiado fatigados para prestarle atención. Las bombas iban más y más de prisa y hubo quien improvisó una canción siguiendo su ritmo. La presión aumentó durante el día y a las cuatro de la tarde llegó a su punto culminante. De un golpe, se levantó el buque con la popa en lo alto, mientras un témpano en movimiento arrancaba el timón y la cabina de popa. Luego, el témpano aminoró la marcha y el barco se hundió algo en el agua. Las cubiertas comenzaron a romperse hacia arriba y cuando se desprendió la quilla, el agua penetró torrencialmente por todas partes.
Todo había terminado. A las cinco de la tarde Shackleton dio orden de abandonar el buque. Se evacuó a los perros por deslizadores o toboganes de lona y se bajaron al hielo las vituallas que se habían preparado de antemano. El jefe, desde la cubierta vibrante, miró por el tragaluz del cuarto de máquinas y vio cómo las máquinas caían de lado cuando los tornillos y puntales cedieron.
«Todo ha sucedido demasiado de prisa para que tengamos tiempo de lamentarnos —escribió Wordie—. Esto queda para el futuro». Los hombres estaban embotados por la fatiga y por lo súbito del fin. Ninguno de los diarios manifiesta preocupación por la seguridad personal de quien lo escribe, pues toda la emoción se centra en la muerte del buque. Desde que quedó atrapado entre placas, habían aclamado su espíritu combativo: noble, valeroso, valiente, barquito con agallas, fueron las expresiones con que orgullosamente lo describieron. Era su primer viaje, y Hurley, que se apoyaba en el hecho de que en inglés los barcos pertenecen al género femenino, escribió que era «una novia del mar».
«Es difícil escribir lo que siento —anotó Shackleton en su diario—. Para un marino, su barco es más que un hogar flotante. […] Ahora, crujiendo y temblando, su madera se rompe, sus heridas se abren y va abandonando lentamente la vida en el comienzo mismo de su carrera».
Antes de marcharse definitivamente, Hurley recorrió por última vez el Ritz, que ya estaba hundido más de un palmo en el agua. El ruido de las vigas que se rompían en la oscuridad le alarmó y salió rápidamente. Pero de todos los sonidos e imágenes, fue tal vez el del reloj que seguía con su afable tic-tac en el cómodo camarote común, mientras el agua iba subiendo, lo que más le emocionó.
Shackleton fue el último en marcharse. Izó la bandera azul y los hombres, desde el hielo, lanzaron tres hurras de saludo. Por un cruel accidente, la lámpara de emergencia del barco se había encendido y al interrumpirse intermitentemente su circuito, a todos les pareció como si el Endurance les diera un triste, vacilante y definitivo adiós.