El capitán del buque, Frank Worsley, siempre recordaría vívidamente aquel día. Corría el mes de julio, a mediados del invierno en la Antártida, y hacía ya semanas que les envolvía la larga noche polar. Alrededor del barco, en todas direcciones hasta el horizonte, estaba el mar de hielo, blanco y misterioso bajo las claras y brillantes estrellas. De vez en cuando el alarido del viento afuera interrumpía las conversaciones. Lejos, en la distancia, el hielo gruñía, y Worsley y sus dos compañeros escuchaban su voz, que se les acercaba a través de las heladas millas marinas. A veces, el pequeño barco se estremecía y gruñía, en respuesta al viento, con sus maderas ensambladas tensas por la presión de millones de toneladas de hielo, a las que alguna lejana perturbación ponía en movimiento, y que al llegar hasta él presionaban su resistente costillaje. Uno de los tres hombres habló:
—Está casi en las últimas. El barco no puede aguantar más, capitán. Más vale que se resigne a aceptar que es sólo cuestión de tiempo. Puede que sean unos meses o sólo unas semanas o hasta unos días, pero lo que el hielo agarra, lo guarda.
Año 1915. Quien hablaba era Sir Ernest Shackleton, uno de los exploradores polares más famosos de la época, y sus compañeros eran Frank Wild, su segundo, y el capitán Worsley. Su buque Endurance se hallaba atrapado a los 74 grados de latitud sur, en las aguas heladas del mar de Weddell, en el Antártico. Shackleton se hallaba comprometido en una ambiciosa misión: había viajado, con sus hombres, hacia el sur para alcanzar una de las escasas metas que quedaban en el mundo de las exploraciones: la travesía a pie del continente antártico.
Desde diciembre de 1914, el Endurance había hecho frente a condiciones excepcionalmente duras del hielo, recorriendo más de mil seiscientos kilómetros desde las remotas estaciones balleneras de la isla San Pedro, a las puertas del Círculo Polar Antártico A unos ciento sesenta kilómetros de su meta, el hielo, cuyo estado había cambiado, detuvo el buque. Un duro vendaval del nordeste, que soplaba desde hacía seis días, presionaba el banco de hielo en que se hallaba atrapado el barco. Días después, la temperatura cayó a doce grados por debajo del punto de congelación, lo que tuvo como consecuencia que las placas de hielo quedaran solidificadas para todo el invierno. Entretanto, la lenta e implacable deriva hacia el noroeste del mar de Weddell arrastraba al impotente Endurance, prisionero de las placas, cada vez más lejos de la tierra que había estado tan cerca de alcanzar.
Cuando Shackleton emprendió su Expedición Imperial Transantártica era ya un héroe nacional, protagonista de dos expediciones polares, una de las cuales le había llevado hasta ciento sesenta kilómetros del Polo Sur, el punto más meridional al que hubiese llegado hasta entonces un ser humano. Aunque, pese al heroísmo de estos intentos anteriores, en ninguno de ellos había conseguido lo que se propusiera. Cuando Shackleton volvió al sur, en 1914, otros habían alcanzado la meta del Polo Sur, razón por la cual se fijó otro objetivo: la travesía del continente antártico, desde el mar de Weddell hasta el mar de Ross. Los preparativos para la expedición del Endurance fueron abrumadores. Obtener fondos para hacerla realidad no fue el menor de ellos. Shackleton contaba ya cuarenta años y había puesto toda su experiencia de explorador y de organizador al servicio de esta ambiciosa empresa. Shackleton todavía no lo sabía, pero la travesía de la Antártida sería otra expedición sin éxito. Sin embargo, iba a ser sobre todo gracias a esta expedición fracasada del Endurance por lo que sería recordado.
La exploración del Antartico, a comienzos del siglo XX, no se parecía a ninguna otra exploración en cualquier otro punto de la Tierra. No había feroces animales ni indígenas salvajes que cerraran el paso al explorador. El obstáculo esencial era puro y simple: vientos de hasta más de trescientos kilómetros por hora y temperaturas de hasta cincuenta grados centígrados bajo cero. La lucha se establecía entre el hombre y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia. La Antártida era también un lugar excepcional por el hecho de que fue auténticamente descubierta por sus exploradores. Nunca vivieron allí pueblos indígenas y quienes pisaban ese continente podían proclamar con razón que eran los primeros de la especie humana que proyectaban en él su sombra.
Iniciada en 1914 y terminada en 1917, es decir, durante casi toda la primera guerra mundial, la expedición del Endurance fue, según se dice a menudo, la última de la Edad Heroica de las exploraciones polares. Se comprende mejor el significado y la importancia de la travesía transantártica propuesta por Shackleton si se tiene en cuenta el contexto de pruebas de heroísmo —y también de egotismo— que se dieron antes de ella. En realidad, la grandeza de Shackleton como jefe del Endurance debe mucho a los sufrimientos casi demenciales de sus anteriores experiencias antárticas.
La «Edad Heroica» comenzó cuando el navío Discovery, al mando del capitán Robert Falcon Scott, partió hacia el estrecho McMurdo, en la Antártida, en agosto de 1901. A pesar de que se hablaba de progresos científicos, el verdadero objetivo de esta primera expedición continental era, como lo fue de las que la siguieron, llegar al Polo Sur, que nadie había reclamado todavía y conseguirlo para Gran Bretaña. A Scott le acompañaron el doctor Edward Wilson, médico, zoólogo e íntimo amigo, y el teniente Ernest Shackleton, un oficial de la marina mercante de veintiocho años de edad que había viajado ya por Africa y Oriente. Los tres hombres emprendieron viaje el 2 de noviembre, con cinco trineos cargados y diecinueve perros. Se enfrentaban a un desafío excepcional, un duro viaje de ida y vuelta de más de dos mil quinientos kilómetros, siempre en trineo, a través de lugares enteramente desconocidos que no figuraban en los mapas.
De día, los tres hombres llevaban su carga con o sin la ayuda de los perros, arrastrándola en relevos que les hacían perder mucho tiempo. De noche, dividían meticulosamente sus escasas provisiones en tres partes iguales, y leían en voz alta a Darwin, antes de meterse en sus helados sacos de dormir. Pasaron hambre y padecieron escorbuto. Los perros enfermaban y se caían, hasta que los mataban para alimentar a los supervivientes. Scott y sus dos compañeros llegaron hasta los 82° 17' sur, a casi mil doscientos kilómetros del Polo, antes de aceptar por fin que su situación era desesperada y decidir retroceder. Para entonces, Shackleton escupía sangre, abatido por el escorbuto, y a veces había que llevarlo en el trineo. El 3 de febrero de 1903, tres meses después de haber emprendido el viaje, llegaron de regreso a su barco. La última etapa de esta terrible caminata había sido una carrera contra la muerte. Habían recorrido mil quinientos treinta y seis kilómetros en noventa y cuatro días.
Esta primera incursión antártica estableció el modelo de heroicos sufrimientos que caracterizaría las siguientes expediciones británicas. Sin embargo, aun el más superficial examen de los diarios de los participantes indica que estos sufrimientos eran innecesarios. Menos de tres semanas después de comenzar la expedición, Wilson anotaba: «Los perros se cansan mucho y son muy lentos» (19 de noviembre); «Los perros complican mucho las cosas hoy, y guiarlos resulta una tarea de lo más exasperante» (21 de noviembre); «Los perros, muy fatigados y muy retrasados; guiarlos se ha vuelto una tarea perfectamente atroz» (24 de noviembre). Se puede seguir día a día la espiral descendente de estos desgraciados y exhaustos animales. Resulta penoso leerlo.
El diario del propio Scott da más señales de alarma: «En conjunto, nuestros esquís han sido de poca ayuda… a los perros, que se han convertido en un estorbo, tuvimos que atarlos a los trineos» (6 de enero de 1903). El día siguiente anotó: «Sacamos a los animales de las tiraderas y arrastramos los trineos nosotros mismos durante siete horas, recorriendo dieciséis kilómetros, y los perros caminaron regularmente al lado de los trineos». Esto nos da una imagen asombrosamente absurda: tres hombres caminando sobre la nieve antártica a cosa de un kilómetro y medio por hora, con los esquís atados a los trineos y acompañados por una jauría de perros. Scott y sus compañeros no se habían tomado el tiempo de aprender bien a esquiar ni sabían cómo guiar a los perros. Sus prodigiosas dificultades eran, pues, consecuencia de su casi inconcebible incompetencia y no de la necesidad. Y los hombres pasaban hambre no porque algún desastre imprevisto hubiese destruido sus raciones sino porque no habían calculado debidamente las raciones de alimentos necesarias. Shackleton, el más corpulento, sufrió más simplemente porque su cuerpo exigía más carburante que el de los otros.
Además, se pelearon. Scott y Shackleton no podían ser, temperamentalmente, más distintos, y de hecho apenas se hablaban. Como producto de la Armada, Scott estableció un orden rígido basado en el rango y las reglas; en medio del Antartico consideró necesario poner grilletes a un hombre por su desobediencia. Shackleton, un angloirlandés de la marina mercante, era carismático y se mezclaba fácilmente lo mismo con la oficialidad que con la tripulación. Le habían escogido por su fuerza física para acompañar a Scott. Los largos días de blanco silencio, el implacable tedio, el constante esfuerzo, la abrumadora cercanía de unos a otros, eran factores que debieron de hacer trizas los nervios de los tres hombres. Al parecer, Wilson tuvo que actuar como mediador y pacificador en más de una ocasión. Años más tarde, el segundo de Scott contó que un día, después del desayuno, Scott gritó a los otros dos: «Venid, cabrones». Wilson preguntó si se dirigía a él, y Scott contestó que no. «Entonces será a mí», dijo Shackleton. «Sí, usted es el cabrón mayor de todos, y cada vez que se atreva a hablarme así me las pagará». Es una situación irreal, una escena de teatro del absurdo, con tres hombres solos en los confines de la Tierra insultándose.
A su regreso en el Discovery, Scott mandó a Shackleton, enfermo, a Inglaterra. Aunque molesto por su prematuro regreso a la patria, Shackleton fue recibido como un héroe que había penetrado más hacia el sur que cualquier otra persona, y como la única autoridad disponible sobre la expedición, recibió más atención de la que habría recibido en otras circunstancias. Debió de darse cuenta de que este reconocimiento le sería de gran valor si algún día decidía organizar su propia expedición. En todo caso, nunca más volvería a someterse a las órdenes de otro hombre.
Hijo de un médico, Shackleton pertenecía a la clase media acomodada. Nacido en el condado irlandés de Kildare, de niño vivió por poco tiempo en Dublín antes de que sus padres se trasladaran con su familia y para siempre a Inglaterra. Era el mayor de dos hijos y sus ocho hermanas lo mimaban. Se educó en la escuela privada Dulwich, un establecimiento de clase media muy renombrado, antes de entrar, a los dieciséis años, en la marina mercante británica. Cuando se presentó voluntario para la expedición al Polo Sur del capitán Scott, ya había llegado a tercer oficial en una prestigiosa línea mercante. Simpático y apuesto, con expresión soñadora, era un hombre de ambiciones románticas, y, ya maduro, se dejaría deslumbrar por muchos planes frustrados para hacer fortuna. La exploración polar atrajo tanto su naturaleza poética como su impaciente aspiración a ganarse una distinguida posición en un mundo de profundas divisiones de clase. La expedición del Discovery le abrió la puerta de una vida más brillante y agradable para él, que le permitiría salir de la clase media.
En 1904, se casó con su paciente novia, Emily Dorman, hija de un acaudalado abogado y que disponía de medios de vida independientes. Ahora, más que nunca, Shackleton quería hacerse un nombre. Tras fracasar en el periodismo, los negocios y hasta la política, avanzó hacia su destino definitivo. A comienzos de 1907 consiguió algo de dinero para una nueva expedición al Polo Sur. En agosto de ese año, tras menos de siete meses de frenéticos preparativos, su buque Nimrod se hizo a la vela hacia el sur.
Había aprendido mucho con la expedición del Discovery, pero no todo lo que iba a necesitar saber. El Nimrod partió con diez caballos manchúes y sólo nueve perros, pese a que para entonces las expediciones por el Ártico habían demostrado que los perros constituían el único medio sensato de transporte polar. Además, había avanzado poco en el aprendizaje del arte de esquiar y gran parte de su equipo montañero iba a resultarle inadecuado.
Pese a estos fallos, el 19 de octubre de 1908 salió de su base del cabo Royds, en la Gran Barrera de Hielo, para su segundo viaje al sur. Iban con él tres compañeros y cuatro caballos. Se inició una vez más el arrastre a mano, con los consiguientes sufrimientos. Los caballos resbalaban y caían, a veces hundiéndose hasta el vientre en la nieve. Acabaron matándolos y comiéndoselos. A principios de diciembre, Shackleton y sus tres compañeros —Frank Wild, el doctor Eric Marshall y el teniente Jameson Adams— habían llegado a la lengua de un descomunal glaciar hasta entonces desconocido que descendía de una cordillera de montañas en que se apoyaba la Gran Barrera de Hielo. Shackleton lo llamó el glaciar de Beardmore, por el nombre de uno de los patrocinadores de la expedición. Fue la entrada, para la expedición, desde la plataforma de hielo sobre la que habían viajado hasta entonces a la meseta continental situada detrás de las montañas. Resultó un paso terrible y deslumbrante. Sin espolones para andar sobre el hielo, los cuatro hombres, acompañados por Socks, el único caballo que les quedaba, ya sin herraduras, se abrieron paso por la peligrosa lengua de hielo. El tercer día, el caballo cayó por una hendidura en el hielo y murió. Pese al hambre y a los pies y manos helados, cegados por la blancura de la nieve, avanzaron más allá del Beardmore hasta los 88° 23' sur, a unos ciento sesenta kilómetros del Polo. Shackleton pasó revista con realismo a su reserva de provisiones y al estado físico de los tres y adoptó la amarga decisión de regresar mientras todavía existían posibilidades de sobrevivir. Cerca del final del recorrido, con Adams muy enfermo, Shackleton y Frank Wild descartaron todo el equipo del que podían prescindir, con el fin de ayudar a su compañero acelerando la marcha. Caminaron treinta y seis horas sin apenas descansar, para acabar encontrando desierta la base que tan desesperadamente buscaban. Poco después los descubrieron cuando el Nimrod regresó con un grupo dispuesto a pasar el invierno allí para buscar sus cadáveres.
Shackleton había rebasado en más de quinientos kilómetros el avance de Scott hacia el sur. Aunque él y sus compañeros sufrieron mucho, lograron sobrevivir, gracias en gran parte a la carne fresca de los caballos, eludieron el escorbuto. De vuelta en Inglaterra, Shackleton se convirtió en un héroe nacional y recibió el título de Sir. Aunque hizo planes para otra expedición, esta vez con el fin de explorar la tierra al oeste del cabo Adare, en el mar de Ross, perdió mucho tiempo tratando de pagar las deudas del Nimrod. Durante los dos años siguientes, dio conferencias, dictó un libro, que se vendió muy bien, titulado El corazón de la Antártida, acerca de su más lejano sur, y hasta convirtió el Nimrod en un museo para visitar en el cual había que pagar entrada. Entretanto, otros hacían sus propios planes. Acompañado por las plegarias y los buenos deseos de la nación, Scott se proponía de nuevo llegar al Polo Sur. Shackleton, embrollado en sus obligaciones financieras, tenía que contentarse con leer todo esto en los periódicos y esperar.
El último viaje de Scott fue toda una epopeya. En octubre de 1910, se supo que el explorador noruego Roald Amundsen se había desviado de un proyectado viaje al Ártico y se dirigía al sur, decidido a llegar al Polo antes que los británicos. Había comenzado la carrera. Ambas expediciones emprendieron la marcha en octubre de 1911, la de Scott desde cabo Evans, cerca de su vieja base, y la de Amundsen desde la bahía de Whales, a una cierta distancia al este de la otra. El grupo de Scott se demoró debido a una asombrosa variedad de medios de transporte, como los caballos, que eran inútiles —como ya había demostrado Shackleton—, trineos de motor que no funcionaban y perros que nadie sabía guiar; avanzó lentamente hacia el sur siguiendo la ruta de Shackleton, representando el ya tradicional drama de hambre y sufrimientos. Amundsen y sus cuatro compañeros, con esquís y un grupo de cincuenta y dos perros bien entrenados, consiguió progresar a un promedio de veinticinco a treinta y cinco kilómetros por día, en comparación con los difíciles quince a veinte de Scott. En su viaje de regreso, los noruegos hicieron hasta casi cincuenta kilómetros diarios.
«No puedo entender lo que quieren decir los ingleses cuando afirman que los perros no sirven aquí», reflexionaba Amundsen en su diario. El 16 de enero de 1912, Scott y su debilitado grupo llegaron dando traspiés a los 90° sur, donde descubrieron, entrecruzadas en la nieve, las huellas de la expedición de Amundsen.
«Ha sucedido lo peor… —confió Scott a su diario—. Se han desvanecido todos los sueños». Al día siguiente, el desanimado grupo continuó hacia el polo, plantó su bandera, tomó notas y fotos y se dispuso a regresar.
«¡Santo Dios, esto es un lugar espantoso! —escribió Scott. Y ahora volver a casa, haciendo un esfuerzo desesperado… Me pregunto si lo conseguiremos».
No pudieron. Los cinco hombres del grupo de Scott estaban destinados a morir en el hielo. El final llegó con una furiosa ventisca de nieve que obligó al grupo, ya reducido a tres, a guarecerse en su única tienda, a sólo diecisiete kilómetros al sur de un depósito vital de abastecimientos. Scott mostró entonces su verdadera grandeza, no para dirigir expediciones, sino para expresarse.
«Moriremos como caballeros —escribió al tesorero de la expedición, que estaba en Inglaterra—. Espero que esto demostrará que la capacidad de sacar fuerzas de flaqueza y de sufrir no ha desaparecido de nuestra raza». Su Mensaje al Público es una letanía de excusas conmovedoramente ofrecidas: fracaso del transporte a caballo, el mal tiempo, la nieve, el «hielo terriblemente duro», «una escasez de carburante en nuestros depósitos que no me explico», y la enfermedad del valeroso compañero Titus Oates. Sólo un lector muy cínico no se conmovería ante estas palabras finales escritas en la pequeña tienda de campaña bajo la furiosa noche blanca.
«Si hubiésemos vivido, podría contar una historia de penalidades, resistencia y valor de mis compañeros, que habría conmovido el corazón de todos los ingleses. Estas apresuradas notas y nuestros cadáveres contarán la historia…».
«Es una lástima —anotó en la última línea de su diario, el 19 de marzo—, pero no creo que pueda escribir más».
Las últimas palabras de Scott tardarían casi un año en llegar al mundo exterior. Cuando lo hicieron, en febrero de 1913, sumieron en un profundo dolor a todo el Imperio. «Con la única excepción de la muerte de Nelson en su hora de victoria, no ha habido nada tan dramático», escribió un periodista. La tragedia de Scott se conmemoró en la prensa y en el púlpito. El público no sólo olvidó los errores fatales, contumaces, de la expedición, sino que parecieron desvanecerse. Nació un mito, que sería propagado, más tarde, por la publicación de los diarios de Scott, sutilmente revisados por Sir James Barrie, que, como autor de Peter Pan, era un maestro de la prosa sentimental.
Éste era, pues, el telón de fondo de los esfuerzos de Shackleton para organizar su Expedición Imperial Transantártica. Iniciada un año después de la noticia de la muerte de Scott, la expedición del Endurance fue percibida de modo ambivalente, ya como un emocionante acontecimiento nacional, ya como un anticlímax. En la imaginación del público, la Antártida era el escenario propio para aventuras heroicas, pero parecía impensable que cualquier éxito futuro pudiera sobrepasar el glorioso fracaso de Scott.
Los objetivos de Shackleton, expuestos en el folleto sobre su expedición, eran impresionantes: «Desde el punto de vista sentimental es el último gran viaje polar que pueda hacerse. Será un viaje más importante que ir al Polo y regresar, y creo que le corresponde a la nación británica llevarlo a cabo, pues nos han derrotado en la conquista del Polo Norte y en la conquista del Polo Sur. Queda el viaje más largo e impresionante de todos, la travesía del continente».
Por fin, Shackleton consiguió reunir a duras penas los fondos para la gran empresa. Sus patrocinadores principales fueron el gobierno británico y Sir James Key Caird, un rico escocés fabricante de yute que aportó la magnífica suma de veinticuatro mil libras. Entre otros patrocinadores destacados figuraban la señorita Janet Stancomb-Wills, hija de un magnate del tabaco, y Dudley Docker, de la Compañía de Armas de Fuego Pequeñas, de Birmingham. Donativos menores vinieron de la Real Sociedad Geográfica y de algunas personas, así como los de las escuelas privadas (las public schools) de toda Inglaterra, que sufragaron el coste de los perros de trineo.
Otra fuente de financiación la proporcionó la venta por adelantado de «todos los derechos de noticias e imagen» de la expedición. La Antártida era el primer continente descubierto por la cámara fotográfica. Ya en la primera expedición de Scott, en 1902, la fotografía había captado el lento avance por la vasta e inviolada blancura. Estas fotografías no tenían sólo valor histórico y geográfico, sino que resultaron muy populares. Herbert Pointing hizo un tributo a la última expedición de Scott con su película 90° Sur, todavía favorita del público cuando Shackleton inició su viaje. Dándose cuenta de esto, Shackleton formó el Trans Antartic Film Syndicate Ltd. para explotar los derechos de películas sobre la expedición, aparte de los derechos de noticias vendidos al Daily Chronicle.
Shackleton compró un buque en el famoso astillero noruego Framnaes, que desde hacía tiempo proporcionaba barcos para viajes a los polos. Era una goleta con tres palos, de madera y trescientas toneladas, bautizada Polaris, y que nunca había navegado. De cuarenta y ocho metros de eslora, estaba construido con planchas de roble y de pino noruego de hasta ochenta centímetros de espesor, recubiertas de ocote, una madera tan dura que no podía trabajarse con las herramientas corrientes. Cada detalle de su construcción había sido cuidadosa, casi amorosamente, planeado para asegurar su máxima resistencia. Parecía, por tanto, ideal para resistir el hielo. Shackleton le dio un nuevo nombre, Endurance, pensando en el lema de su familia: Fortitudine Vincimus, «vencemos gracias a la resistencia».
De hecho, se necesitaban dos buques. Shackleton se proponía iniciar su viaje por tierra en el mar de Weddell, pero quería disponer de un barco de auxilio que anclara en su anterior base del cabo Royds, en el mar de Ross. Desde allí, un grupo de seis hombres avanzaría tierra adentro, estableciendo depósitos de abastecimientos para cuando la expedición llegara desde el otro extremo del continente. Para esta tarea se compró el Aurora, un barco para la caza de focas construido en 1876, que había servido a su colega el gran explorador australiano Douglas Mawson.
En agosto, todo parecía a punto. Aunque la prensa británica había mostrado mucho interés por la anterior expedición polar de Shackleton, la salida del Endurance desde los muelles de Londres el 1 de agosto de 1914 quedó eclipsada por una noticia más importante: Alemania había declarado la guerra a Rusia y la guerra en Europa era inminente.
El buque se encontraba todavía en aguas británicas, rumbo a Plymouth desde Londres, cuando el lunes, 4 de agosto, se dio la orden de movilización general. Tras consultar con la tripulación, Shackleton puso el Endurance y su grupo a disposición del gobierno, pues creía «que entre nosotros había bastantes hombres entrenados y con experiencia para tripular un destructor». En secreto, debió de contener la respiración ante la perspectiva de que, después de tantos planes y preparativos, todo se frustrara antes de empezar. Pero la respuesta telegráfica del Almirantazgo contenía solamente una palabra: «Prosiga». Siguió un extenso cablegrama de Winston Churchill, primer lord del Almirantazgo, en el cual decía que las autoridades deseaban que tuviera lugar la expedición. El 8 de agosto, el Endurance se hizo a la vela en Plymouth y por fin emprendió el viaje.
Con el ejemplo del éxito del eficaz Amundsen en mente, Shackleton había hecho lo que para un británico eran enormes preparativos. Logró que pusieran a sus órdenes un joven oficial de la Real Infantería de Marina que, si bien oficialmente era el experto en motores, se mostraba lo bastante hábil en el arte de esquiar para instruir a todo el grupo. El Illustrated London News publicó una foto de Shackleton en Noruega, probando concienzudamente sus nuevas tiendas semiesféricas. Consultó con nutricionistas profesionales acerca de las raciones necesarias para expediciones en trineo y, aceptando el firme consejo de los noruegos, contrató la entrega de sesenta y nueve perros de trineo en Buenos Aires, donde el Endurance los recogería en su ruta hacia el sur. Según su segundo, figuraban entre ellos «una mezcla de perros lobos y de casi todas las clases de perros grandes, mastines, gran daneses, pastores, sabuesos, terranovas, perdigueros, airedales ingleses, jabalineros, etc.».
Pese a todo, el grupo no estaba tan preparado como Shackleton parecía creer. Tenía los perros, pero su único entrenador con experiencia, un canadiense, abandonó en el último momento, cuando Shackleton se negó a pagar el cuantioso depósito que le pedía. No llevaba píldoras contra las lombrices, que, como se vería, los perros necesitaron desesperadamente. Los planes para la travesía continental preveían un avance promedio, esquiando, de unos veinticuatro kilómetros al día, mientras que el promedio hecho por Amundsen había sido de veinticinco, y sólo uno de los hombres de Shackleton dejó Inglaterra sabiendo esquiar.
Pero la expedición contaba con un activo intangible, procedente de los anteriores intentos de Shackleton. En 1909, había llegado a los 88° sur, a menos de ciento sesenta kilómetros del Polo y había vuelto la espalda a una gloria segura para guiar a sus hombres en el largo regreso a la patria. Tras recorrer tan duros kilómetros, era desgarrador dejar la victoria a otro, y, para colmo, un rival. Pero Shackleton resistió la tentación de convencerse a sí mismo de que se podían cubrir esos kilómetros que faltaban o de que valían más que la vida misma. De haber estado más obsesionado por la gloria o de haber sido menos dueño de sí mismo, no cabe duda de que Ernest Shackleton hubiese sido el primer hombre en llegar al Polo Sur, y él y sus confiados hombres hubiesen muerto en algún lugar cercano a aquel en que Scott y su grupo perecieron dentro de su pequeña tienda de campaña. La decisión de Shackleton de regresar fue más que un excepcional acto de valor, pues ponía de relieve el terco optimismo que era la piedra angular de su carácter: la vida siempre ofrecía nuevas oportunidades.
«Cabe imaginar que si hubiese sido Shackleton quien perdiera ante Amundsen en el Polo, habría salido al encuentro de los noruegos, al regreso de éstos, y habrían hecho una gran fiesta todos juntos», me dijo una vez un renombrado historiador sobre el Polo. El abatimiento que cayó sobre Scott al perder ante Amundsen era algo desconocido para Shackleton. Diríase que le poseía una obsesión feroz pero muy flexible; una vez decidido a llegar al Polo, tensó todos sus nervios para lograrlo, pero cuando el desafío entrañó la supervivencia, no le perturbaron los demonios de las lamentaciones ni el miedo a que se le considerara un fracasado.
Ya al comienzo de su carrera se le consideraba como la clase de jefe que anteponía el bienestar de sus hombres a todo. Esto les inspiraba una confianza firme en sus decisiones, así como una tenaz lealtad. Durante el regreso de la latitud 88° sur, uno de los tres compañeros de Shackleton, Frank Wild, que no era uno de sus admiradores al comienzo de la expedición, registró en su diario un incidente que cambió para siempre su consideración. Tras una insuficiente comida de carne de caballo y pemicán (una mezcla de carne y frutos secos), en la noche del 31 de enero de 1909, Shackleton le obligó a comer una de sus galletas, de las cuatro que constituían la ración diaria de cada hombre.
«Supongo que nadie en el mundo puede darse cuenta de cuánta simpatía y generosidad entrañaba esto», escribió Wild, que subrayó algunas de sus propias palabras: «YO ME DOY CUENTA, por DIOS, y nunca lo olvidaré. Miles de libras no habrían podido comprar esa galleta».
Cuando Shackleton se dirigió al sur en el Endurance, en agosto de 1914, Frank Wild era su segundo. Wild nunca olvidó aquel acto de generosidad y su firme lealtad resultó uno de los activos más valiosos de la expedición. Por muy deficiente que fuese la preparación de la Expedición Imperial Transantártica, algo era seguro: sus hombres tenían un jefe que había dado muestras de grandeza. Shackleton fracasó una vez más y no alcanzó los objetivos de su expedición; más todavía, estaba destinado a no volver a pisar el continente antártico Sin embargo, vivió con sus hombres y los guió en una de las mayores hazañas de supervivencia de los anales de la exploración.