PINCHAZOS Y PUNZADAS Y LIBROS QUE VUELAN
Dimmy estaba empezando a preocuparse por si les había pasado algo, porque ya era muy tarde para la merienda. Se había sentado junto a la mesa y miraba por la ventana para ver si llegaban los niños.
Se sintió aliviada cuando los vio entrar en la habitación.
—¡Ah! ¡Ya habéis llegado! —dijo—. ¿Os habéis divertido?
—Sí. Hemos ido al pueblo en ruinas, donde hay minas de estaño —contestó Mike—. Ranni nos ha llevado en el coche. Perdónanos por haber llegado tarde. Hemos estado explorando más allá. Aquel pueblo es muy raro.
—Sí —asintió Nora, que lo había estado explorando con Peggy mientras los chicos permanecían en la mina—. Las casas medio derrumbadas están recubiertas por la hiedra y otras plantas y por grandes hierbas. Es un lugar muy triste. No hay allí ni un alma. Solamente pájaros. Hemos visto también un par de conejos, que se escondían a toda velocidad.
—Id a lavaros —dijo Dimmy—. Y regresad rápidamente. La señora Brimming ha preparado para vosotros otra comida excelente.
Pronto se encontraron todos sentados a la mesa, lavados y peinados. Los chicos se habían bañado las piernas y los brazos en agua fría, para intentar librarse de sus escozores, que todavía les molestaban. Al principio, el agua les había aliviado, pero, tan pronto como se sentaron a la mesa, los pinchazos y punzadas se presentaron de nuevo con tanta agudeza que los chicos se rascaban y frotaban hasta hacerse daño.
—¿Qué os ocurre? —preguntó Dimmy—. ¿Os habéis herido con algo?
—No —contestó Mike.
—Sólo se trata de punzadas y pinchazos —añadió Jack—. Nos han empezado de repente en el pueblo. ¡Pero no se nos calman!
Cuando Brimmy vino a recoger la bandeja de la merienda, Dimmy le habló de las punzadas y pinchazos de los chicos.
—¿Cree usted que algo ha podido hacerles daño? —preguntó con ansiedad—. No consigo adivinarlo. Mírelos: no pueden permanecer quietos ni un minuto. Se mueven y se rascan continuamente.
—Se habrán acercado a las minas —dijo Brimmy en seguida— y habrán descendido a ellas. Eso me parece claro. Sólo puede hacer una cosa, señorita Dimmity. Que se metan en la cama y yo le daré a usted una loción para que empape con ella unas vendas y se las coloque en los brazos y las piernas. Esto les mejorará pronto.
—Pero ¿a qué se deben estos pinchazos y punzadas? —dijo Dimmy—. ¿Por qué les han aparecido así de repente?
—Ésa es la enfermedad que hizo que la gente se alejara de este pueblo —respondió Brimmy—. Se presentó de pronto, según dicen. Los hombres estaban trabajando en las minas, como de costumbre. De repente, se produjo un gran fuego. Cuando éste se extinguió, los hombres se pusieron de nuevo a trabajar en las minas; pero, cuando salieron, todos tenían estos pinchazos y punzadas.
—¡Cielo santo! —exclamó Dimmy—. ¿Y es peligroso?
—¡Oh, no, señorita! —la tranquilizó Brimmy—. Los muchachos se verán pronto libres de ellos si permanecen quietos en la cama, con la loción aplicada en los brazos y piernas. Sin embargo, cuando apareció por primera vez en el pueblo, pronto atacó a todo hombre, mujer o niño de aquel lugar y solamente cuando se fueron de allí los ataques cedieron.
—¿Y qué es lo que los causa? —preguntó Dimmy muy interesada.
—Pues no lo sé muy bien —repuso Brimmy—. Se dice que aquel gran fuego tenía algo que ver con ello. Dejaba escapar radiaciones, o algo por el estilo. Esto infesto el aire de la mina y se propagó al aire de fuera y fue lo que produjo a la gente del pueblo tales pinchazos y punzadas en los brazos y piernas. Una picazón continua, que casi los hizo volverse locos.
—Y por eso dejaron el pueblo, ¿verdad? —preguntó Jack.
—Sí, el lugar cogió mala fama —contestó Brimmy—. Nadie quería trabajar en las minas y por eso no se podía ganar dinero. Al cabo de tres años, no quedaba ni un alma por aquí y, desde entonces, ha quedado abandonado y se está deshaciendo en ruinas. ¡De esto hace ya unos cien años ahora! Recuerdo que mi abuela decía que había ocurrido en el tiempo de su abuelo. Yo advertí a estos niños que no fuesen allí, señorita Dimmity, pero son muy testarudos, ¿no es cierto?
¡Dimmy no diría jamás nada contra los cinco chiquillos!
—¿Será usted tan amable de darme esa loción que tan amablemente me ha ofrecido? —propuso—. Nora, ve con la señora Brimming y tráela.
Dimmy pensaba que los tres chicos se rebelarían ante la idea de tener que meterse en cama a aquella hora, pero no fue así.
—Los pinchazos y las punzadas pueden ser algo muy pesado cuando no se detienen —se quejó Mike, frotándose fuertemente los brazos—. Casi resulta divertido cuando sólo dura un momento, pero no cuando se tiene que soportar durante horas.
—Tienes razón —corroboró Jack, que se sentía muy de acuerdo con él—. Es como el hipo, que es cómico cuando dura sólo unos minutos, pero se vuelve alarmante si se prolonga media hora.
Subieron a sus habitaciones para desvestirse. Dimmy les aseguró que les llevaría la loción en cuanto la tuviese. Los chicos abrieron la puerta de sus dormitorios y se quedaron pasmados.
¡Sus habitaciones habían sido totalmente cambiadas, como había ocurrido con la de Dimmy! Las camas estaban junto a la ventana, las ropas habían sido sacadas de los cajones y puestas en lo alto del armario, el jarro de florea se hallaba en el suelo y sus zapatos se veían sobre el alféizar de la ventana.
—¡Esto es una locura! —exclamó Jack contemplando todo aquello. Un grito de Paul les advirtió de que lo mismo había sucedido en su habitación. Fueron al cuarto de las niñas y también allí todo aparecía cambiado de lugar.
—¡Una locura! —repitió Mike—. ¿Quién anda haciendo todo esto? ¿Y por qué?
—Si es el espíritu del castillo, habrá tenido mucho trabajo —comentó Paul.
—¡Qué va! —dijo Jack—. Esto no es ningún espíritu. Esto es obra de alguien que está lleno de odio. Pero ¿por qué?
—Todo esto forma parte de los acontecimientos extraños a que se refirió la camarerita, creo yo —dijo Mike cogiendo sus zapatos del alféizar de la ventana—. ¿Qué os parece? Cambiemos rápidamente las cosas y pongámoslo todo en orden. ¡Que Dimmy no vea lo que ha ocurrido! Si se le antoja, es posible que nos haga regresar a casa y yo pretendo enterarme de algo más de lo que ocurre aquí.
—¡Estamos de acuerdo! —dijeron los otros dos.
—Tú, Mike, ve y pon en orden la habitación de las niñas. Yo arreglaré la nuestra y Paul puede encargarse de la suya —decidió Jack—. ¡Al ataque! Dimmy estará aquí en un abrir y cerrar de ojos.
Se apresuraron tanto como sus pinchazos y punzadas se lo permitían. Ya habían puesto sus habitaciones en orden y empezaban a desvestirse cuando Dimmy entró con una gran botella que contenía un líquido verde, y unas tiras de viejas sábanas para ser utilizadas como vendas. Les miró con reproche.
—Pensé que os encontraría ya en la cama. Supongo que habéis estado haciendo monerías por ahí, como de costumbre. No creo que estéis tan mal como decís.
—Estamos mal —repuso Mike—. Mira mis piernas. ¡Las tengo llenas de arañazos! Ven, cuídame a mí primero, Dimmy. Ya estoy en cama.
Dimmy colocó las vendas empapadas en la loción verde sobre Las piernas y brazos, envolviéndolas suavemente. Mike se relajó.
—¡Esto es magnífico! ¡Es celestial! Esta loción es tan fresca como el hielo. Ahora ya casi no siento los pinchazos y las punzadas.
—La señora Brimming ha dicho que estaríais completamente bien mañana por la mañana —dijo Dimmy—. Debo decir que me parece muy extraño. Todo el cuento del pueblo en ruinas es raro. Creo que aquí hay muchas cosas extraordinarias. Me entran ganas de regresar con vosotros a casa.
Mike se sentó en la cama muy asustado.
—¡Oh, no, Dimmy! No seas aguafiestas. Lo pasamos muy bien aquí. ¡Vaya! Has hecho que vuelva a sentir mis pinchazos y punzadas al decir tal cosa.
—¡Tonterías! —replicó Dimmy, que empezaba ya a vendar a Jack—. Acuéstate, Mike. Te dejaré la loción cerca para que, cuando tus vendas se sequen, puedas mojarlas de nuevo. ¿Queréis algún libro?
—Las niñas nos traerán alguno de la biblioteca —contestó Mike, que estaba decidido a hacer que Nora y Peggy les trajeran algún libro que tratara sobre el castillo y también sobre las minas, si es que podían encontrarlo—. Pide a Nora y a Peggy que suban; ¿lo harás, Dimmy?
Las niñas acudieron poco después y dijeron que irían a la biblioteca e intentarían encontrar algún libro para los chicos. Así lo hicieron. Al llegar a la puerta de la biblioteca se toparon con Edie Lots. Llevaba un plumero en la mano y ellas imaginaron que había estado limpiando el polvo de los libros.
Permanecía de espaldas a la puerta de la biblioteca aunque las niñas estaban ya ante ella y su cara se mostraba muy seria.
—Por favor, ¿quiere usted apartarse? Deseamos entrar en la biblioteca —dijo Peggy al advertir que Edie no se movía de allí y no les dejaba el paso.
Pero Edie se apartó e incluso les abrió la puerta.
—¿Qué clase de libros desean ustedes? —preguntó—. Aquí no hay libros para niños.
—Hemos pensado que nos gustaría leer algo respecto al castillo y al pueblo abandonado —dijo Nora—. ¡Oh, pero cuántos miles de libros hay aquí! No podremos encontrar lo que deseamos. Será como buscar una aguja en un pajar.
—Les ayudaré —propuso Edie con amabilidad—. He quitado tantas veces el polvo a estos libros que casi me sé sus títulos de memoria. Siéntense aquí un minuto. Voy a buscar la escalera, que está en el armario de ahí fuera, para poder subir hasta los estantes en que se encuentran los libros que ustedes desean.
Desapareció. Las niñas no se sentaron, sino que rondaron por allí, leyendo los títulos de los libros. De repente, Nora lanzó un grito y Peggy se volvió rápidamente. Nora se había llevado la mano a la cabeza.
—¡Peggy! ¿Por qué has tirado un libro? —se lamentó Nora muy enfadada—. Me ha dado en la cabeza.
—Yo no te he tirado ningún libro —contestó Peggy muy extrañada. Se agacharon para recoger el libro y en aquel mismo momento otro se aplastó junto a ellas, chocando con el pie de Peggy. Ésta se levantó muy alarmada. ¿De dónde venían los libros? Entonces se agarró al brazo de Nora y se lo indicó. En lo alto de una estantería, un libro se estaba inclinando, luego pareció que saltara de su sitio y cayó a unos dos palmos de las niñas.
—Esto es lo que la camarera nos contó que había ocurrido a aquel hombre que vino aquí para consultar unos libros antiguos —dijo Peggy en un susurro—. ¡Míralos! ¡Ahí va otro!
Era cierto. Otro libro empezaba a inclinarse y, después, como en un salto, abandonaba la estantería y caía al suelo con estrépito, quedando abierto por en medio. Cayó junto a Nora y ésta lo miró llena de espanto. En las páginas abiertas vio un plano. En seguida recogió el libro. ¡Un plano! ¿Estarían señaladas en él las minas?
Miró el título. Resultaba difícil de leer, porque las letras eran antiguas y borrosas.
—Historia del «Castillo de la Luna» y de sus tierras —leyó—. ¡Caramba, éste es el libro que buscábamos, Peggy!
La señorita Edie entró. Traía consigo una pequeña escalera de biblioteca. Se detuvo cuando vio los libros en el suelo.
—¡No traten ustedes los libros así! —les dijo con enfado—. ¡No lo permitiré!
—Se han caído de las estanterías por sí solos —repuso Nora, aunque no esperaba ser creída. ¡Pero Edie sí lo creyó! Lanzó lejos de sí la escalera y huyó a todo correr. Parecía asustadísima. ¿Fingiría o estaba realmente asustada? En verdad, aparentaba sentirse horrorizada.
—Daremos este libro a los chicos y les contaremos cómo salen saltando de las estanterías —dijo Nora—. ¡A ver qué dicen!