CAPÍTULO XV

EL PUEBLO EN RUINAS

La señora Brimming parecía trastornada. Edie Lots, por su parte, cerró la boca y apretó los labios con expresión de enfado. Dimmy se volvió a los niños.

—Voy arriba a descansar un rato. Hace mucho calor esta tarde. ¿Qué haréis vosotros? ¿Saldréis de paseo?

—Pues… quizá vayamos a explorar el pueblo en ruinas —dijo Mike—. Esta mañana hemos pasado de nuevo por delante del cruce y pensamos que verdaderamente nos gustará ir a verlo pronto.

Edie Lots le miró y abrió la boca para decir algo. Dimmy la vio y comprendió que no debía permitirle hablar de nuevo… ¡Decía tantas tonterías! Así, pues, empezó a hablar ella y siguió hablando hasta que las bandejas desaparecieron de la habitación y con ellas Brimmy y Edie.

Edie no tuvo oportunidad para decir lo que había pensado…, aunque Jack creía que le sería fácil adivinarlo. Seguramente hubiera intentado disuadirles de ir a las minas.

—Ahora me voy arriba —dijo Dimmy—. No os vayáis de paseo hasta dentro de media hora, es decir, no salgáis inmediatamente después de haber comido tanto. Quedaos a leer un rato.

—Vayamos a escuchar la caja de música, Jack —pidió Nora—. ¡Me gustan tanto esas cajitas musicales! ¿Es verdad que toca cien tonadas diferentes?

—Pues yo sólo he tenido tiempo de contar treinta y tres. En aquel momento me llamasteis vosotros —respondió Jack—. Está bien, iremos y contaremos unas cuantas más. Es una caja muy hermosa… La mejor que yo he visto y oído en mi vida.

Se dirigieron hacia la habitación oscura en que estaba el retrato. Jack le miró temiendo ver aquellos ojos centelleantes. Pero aparecían como siempre, mirando con dureza y enojo. Los niños se dirigieron a la caja de música.

Jack la puso en marcha. La música argentina empezó a sonar y los niños la escucharon embelesados. Cuando estaba acabando la tonada, Dimmy entró corriendo en la habitación.

—¿Alguno de vosotros ha estado en mi cuarto? ¡Es imposible que me hayáis gastado una broma tan tonta!

Los cinco la miraron muy extrañados.

—¿Qué broma? —preguntó por fin Jack—. Ya sabes que no hemos subido desde la hora de la comida, Dimmy.

—Pues entonces es muy extraño —dijo Dimmy, frunciendo el ceño.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jack.

—Toda la habitación está cambiada —contestó Dimmy—. La cama está en un lugar diferente. Mis ropas han sido colocadas en distintos cajones. Las fotografías que he traído conmigo han aparecido caídas en el suelo, boca abajo, y uno de los jarrones que adornaba la estantería se ha caído y se ha roto en mil pedazos.

—¡Igual que el otro! —exclamó Mike—. Pero, Dimmy, ¿quién ha podido hacer una cosa tan tonta en tu dormitorio? ¡También en tu dormitorio! Ninguno de nosotros hubiéramos hecho tal cosa.

—No, yo también pienso que no —respondió Dimmy—. Esto ha sido hecho por odio, seguramente… ¡No puedo entenderlo! No puedo imaginar que una de las guardianas lo haya hecho. Son mujeres adultas y esto es un acto tan tonto y lleno de odio que no puedo imaginar que lo hubieran podido realizar sólo porque les damos un poco más de trabajo.

Dimmy salió de la habitación. Los niños se miraron unos a otros.

—¡Pobre Dimmy! —dijo Peggy—. No puede imaginar que exista alguien que sienta odio hacia ella. ¡Es tan buena!

—Estoy seguro de que lo ha hecho Guy —opinó Paul—, o el espíritu del castillo, sea quien sea. Pero es un personaje desagradable si se divierte rompiendo los jarrones del señor de Luna.

La caja de música seguía tocando.

—¿Se ha acordado alguien de contar las canciones? —preguntó Jack—. A mí se me ha olvidado.

—Yo lo he hecho —contestó Peggy—. Ahora vamos por la cuarenta y una. ¡Oh, fijaos, ahora toca Cherry Ripe! La cantamos en el colegio el trimestre pasado. Es una canción muy antigua.

Todos estaban escuchando la canción de Cherry Ripe cuando Jack oyó un ruido sobre la chimenea. Era un siseo lejano, como el que había oído antes. Miró hacia allí con inquietud.

También Mike y Paul lo habían oído, pero las niñas estaban demasiado ensimismadas con la caja de música. De súbito, Paul lanzó un grito que les hizo dar un salto a todos.

—Cállate, Paul —dijo Nora, enfadada—. Casi me has matado del susto.

Paul estaba mirando el retrato. Lo mismo hacían Mike y Jack.

—¡Sus ojos! —balbuceó Paul—. ¡Están vivos! ¡Me miraban!

Nora y Peggy miraron también al retrato.

—No seas tonto —le riñó Peggy—. ¡Estás inventando cosas! Sus ojos son horribles, pero son ojos pintados, qué sólo parecen estarte mirando. No seas burro, Paul.

¡Crash!

Un cuadro se cayó de la pared en que estaba colgado a espaldas de los niños, y éstos se sobresaltaron de nuevo. Jack miró hacia atrás, luego se acercó al cuadro y examinó la cuerda que lo había sostenido. En seguida se dio cuenta de que los cabos se habían roto porque estaban desgastados.

—¡Está bien! —dijo simulando despreocupación—. No tiene nada que ver con la mirada del señor de Luna… El cordón se ha ido desgastando.

—Esto no me gusta —dijo Paul, que se había puesto pálido—. Yo he visto muy bien que sus ojos relucían como si estuvieran vivos. ¿No lo has visto tú, Mike? Tú también lo estabas mirando.

Jack hizo una rápida seña a Mike. No quería que éste hablara delante de las niñas, las cuales no habían visto aquellos ojos cuando parecían vivos.

Por lo tanto, Mike no contestó a Paul. En cambio, propuso salir a dar el paseo que habían planeado.

—Esta habitación me pone nervioso —dijo—. No puedo soportar a ese tío, a ese señor de Luna que nos está mirando, ni esos cuadros que se caen de las paredes. Detén la caja de música, Jack, y salgamos.

—Hemos llegado a cuarenta y tres canciones —anunció Peggy—. ¡Escuchad! ¿Qué es ese siseo?

Esta vez todos lo habían oído, porque ahora la caja de música estaba en silencio. Jack no permitió que las niñas se enteraran de lo que seguía al siseo y les hizo abandonar la habitación.

—No es nada. Vámonos ya. Si no lo hacemos, no tendremos tiempo de llegar al pueblo en ruinas.

Las niñas obedecieron dócilmente. Jack miró hacia atrás, al interior de la habitación. Sí, aquellos ojos tenían de nuevo una expresión de vida. ¿Qué truco era aquél? Desde luego, debía de ser un truco muy peculiar.

Se dirigieron hacia la puerta principal y salieron hacia la luz del sol, que les hería los ojos en contraste con la oscuridad de la habitación. Ranni estaba afuera, cuidando de su coche.

—¡Ranni! ¡Qué suerte encontrarte aquí con el coche! —exclamó Paul. Y volviéndose hacia Jack, le dijo alegremente—: Podría llevarnos hasta el cruce de caminos con el coche. Esto nos hará ganar mucho tiempo. Luego tendremos que andar solamente el trecho del desvío que conduce hasta el pueblo. ¡Hace tanto calor esta tarde!

—Es una buena idea —asintió Jack.

Y todos subieron al coche. Ranni los llevó de buen grado. Se aburría porque tenía pocas ocupaciones. El coche descendió veloz por la avenida y salió al camino. Al cabo de un segundo, habían descendido la colina y llegaban al cruce.

—Yo esperaré aquí —resolvió Ranni—. Seguiré limpiando el coche mientras os espero.

Los cinco subieron por el camino empinado y polvoriento. Nunca había sido nada más que un sendero, pero ahora estaba tan descuidado y lleno de hierba que en algunos sitios parecía un campo. Solamente los bordes, que aún seguían marcados a cada lado, indicaban a los niños que se encontraban en un antiguo camino.

Emplearon un cuarto de hora en llegar hasta el pueblo. ¡Qué visión más desoladora!

Todas las casas aparecían vacías, las ventanas estaban rotas y los tejados mostraban grandes agujeros de los cuales habían huido las tejas. Algunas de las casas tenían tejados de paja y en ellos se veían también grandes boquetes.

—Ésta fue sin duda la calle principal —dijo Jack deteniéndose—. ¿Será esto una capilla? ¡Qué vergüenza dejarla arruinarse así!

—¡Qué silencioso y quieto está todo! —exclamó Nora—. ¡Pobre pueblo solitario! Nadie pasea por sus calles, ni da portazos, ni grita alegremente.

—¿Qué es aquello? —preguntó Mike señalando con el dedo—. Un montón de escombros de tejados y muros. Y aquello parecen restos de maquinaria vieja.

—Debió de pertenecer a las minas —dijo Jack—. ¿No recordáis que nos dijeron que había minas aquí? Supongo que se agotarían. Eran minas de estaño.

Nadie sabía nada respecto a minas de estaño. Se dirigieron hacia unos ruinosos barracones y examinaron detenidamente los restos de maquinaria. Llegaron a un pozo que se hundía profundamente en el suelo. Jack miró hacia el fondo.

—Ved, por aquí descendían los mineros —dijo—. Aquí cerca hay otra entrada, que es todavía mayor.

—¡Descendamos nosotros también! —propuso Mike.

Esto era, naturalmente, lo que Jack deseaba hacer.

—Las niñas no pueden bajar —dijo—. ¿Quieres venir también, Paul, o prefieres quedarte aquí para cuidar de las niñas?

—¡Me parece que pueden cuidarse solas! —respondió Paul con enfado—. O volverse junto a Ranni. A lo mejor prefieren descender.

—No, yo no lo prefiero —dijo Nora—. Eso está muy oscuro y me da miedo. ¿Cómo bajaréis?

—Hay una escalera de hierro —dijo Mike, que miraba hacia abajo—. ¡Caramba! Está muy desgastada. No sé si será segura…

—¡Ésta está mejor! —gritó Jack, que se había acercado a observar el pozo mayor, que se encontraba allí cerca—. Está mucho más nueva, me parece. Intentaremos descender por ella. Yo bajaré primero.

Montó sobre el borde del pozo. Los demás le miraban con excitación. ¡Minas de estaño! ¿Qué se puede encontrar en las minas de estaño? Nora tenía la vaga imagen de planchas de estaño pegadas por todas partes, lo cual naturalmente era muy tonto. Mike pensaba en rocas que tuvieran vetas de estaño.

Jack les llamó cuando estaba a medio camino.

—La escalera se conserva muy bien. ¡Descended, Mike y Paul!

Los dos muchachos le siguieron. La escalera parecía fuerte y en buen estado, lo cual resultaba sorprendente, si se pensaba cuánto tiempo hacía que había sido abandonado aquel pueblo. Jack había llegado al fondo y esperaba a sus dos compañeros.

Saltaron junto a él uno tras otro. Una voz hueca y extraña llegó hasta el fondo del pozo.

—¿Estáis bien, chicos?

—Es Peggy —dijo Jack—. ¡Qué rara parece su voz al resonar en los muros del pozo! —Y gritó muy fuerte—: Sí. Estamos en el fondo. Se ven túneles por todas partes. Echaremos un vistazo rápido y volveremos a subir en seguida.

—¡Procurad no perderos! —dijo de nuevo la voz de Peggy, hueca y llena de resonancias.

Los niños llevaban consigo sus linternas. Jack había encendido la suya tan pronto como arribó al fondo del pozo. Iluminó con ella a su alrededor.

Había, en efecto, túneles, tal como le había dicho a Peggy, que salían en forma radial del pozo central. Parecían túneles corrientes. Nada relucía en sus paredes, ni se veía metal por ninguna parte. Jack los fue iluminando uno por uno.

—¿Por cuál empezaremos? —dijo—. ¡Ésta va a ser una gran aventura!