CAPÍTULO VIII

OTRA VEZ EN EL CASTILLO

A la mañana siguiente, todo el mundo andaba apresurado. La casa permanecería cerrada durante una temporada. La señora Hunt, que ayudaba a la limpieza de la casa y hacía la comida, iría cada día a ventilarla y a limpiarla un poco. Y también se cuidaría de dar de comer a las gallinas.

El capitán Arnold tenía su equipaje a punto y la señora Arnold también había preparado todo lo necesario para ella. Mike deseaba abrir uno de los baúles y poner en él dos libros que de repente había sentido la necesidad de llevarse consigo.

—Ya no se puede abrir —aseguró Dimmy—. Ya has añadido cosas dos veces más y has revuelto todo lo que había en el interior del baúl. Ahora ya lo he cerrado y he guardado la llave.

—¡Caramba! —protestó Mike. Y fue a ver si podía abrir la cartera de Paul que éste llevaría consigo. Pero Dimmy la había cerrado con mucho cuidado.

A las diez y media en punto llegó Ranni con el coche, que aparecía muy reluciente. Sonrió a los niños, que estaban muy excitados.

—¡Así, pues, volvemos a ir al castillo! —dijo—. ¡Pobre coche! Va a sufrir bastante con tantos baches.

—Los coches de Baronia no temen a los baches —rechazó Paul—. Eso lo dijo usted mismo. Adiós, capitán Arnold, que tenga usted mucha suerte en su vuelo de prueba.

—Muchas gracias —respondió el capitán Arnold—. Si oís algo que se parezca a un gran zumbido y que pasa con la velocidad del relámpago, seré yo con el nuevo aparato.

Todo el mundo se rió. Nora dio un abrazo a su padre.

—Cuídate mucho y ten cuidado, papá querido —dijo—. Buena suerte.

Pronto terminaron las despedidas y el coche se puso en marcha, mientras el capitán y la señora Arnold les hacían señas de despedida desde la puerta de la casa. ¡Ya estaban en camino!

En el coche había mucho jaleo, pero a nadie le importaba excepto a Dimmy, quien aseguraba que Nora resultaba una persona muy incómoda para ir sentada a su lado. Pero cuando Peggy se puso en el lugar de Nora, la señorita Dimmy cambió de parecer y dijo que creía que Peggy todavía resultaba más pesada que Nora. Ninguno de los cinco niños dejó de hablar o de mirar por las ventanillas o de inquietarse mutuamente durante todo el viaje.

Comieron en Bolingblow como la vez anterior y les sirvió la misma camarerita.

—Vamos al castillo —le explicó Peggy—. ¡Es maravilloso!

—Y ahora viviremos allí una temporada —aclaró Nora.

La camarera se echó a reír. No creía lo que Nora decía.

—Nadie vive allí —dijo—. Así es que no tratéis de engañarme. Tiene mala fama. El «Castillo de la Luna» tiene mala fama.

—¿Por qué? —preguntó Mike.

—Pues… la gente dice que allí ocurren cosas —repuso la camarera, con aire misterioso—. Ya os conté la otra vez la historia de aquel individuo que fue a consultar libros a la biblioteca.

—¡Ah, sí! ¡Y los libros saltaban de las estanterías y caían sobre él! —dijo Peggy soltando una carcajada—. Esperemos que ocurrirá también mientras nosotros estemos allí. Pero, créanos, por favor, nosotros vamos a vivir allí.

La camarera se quedó pasmada mirándolos. Le parecía difícil de creer.

—Es verdad que he oído decir que se han encargado diversos artículos para el castillo y que han sido ya enviados allí —dijo—. Creo que se trata de comida y utensilios para la casa. ¿Es acaso para vosotros?

—En parte sí —contestó Peggy—. ¿Conoce usted más historias respecto al castillo?

—¡Rumores! —dijo la camarera, bajando el tono de su voz como si estuviera asustada de hablar—. ¡Rumores…! He oído decir que se oían extraños rumores.

—¿De qué clase? —preguntó Mike con gran interés.

—No lo sé. Nadie lo sabe —respondió la muchacha—. Rumores, dicen. No vayáis al castillo. Regresad a vuestra casa mientras aún estáis a tiempo.

Se fue, llevándose los platos. Peggy rió.

—Esto es muy emocionante. Es raro que todos los lugares antiguos tengan alguna historia por el estilo. No sería raro que aquel hombre, Guy, hiciera correr tales cuentos para mantener a la gente alejada del castillo y podérselo guardar para él. No sé qué me juego a que no existen rumores ni cosas que ocurran.

—Y yo estoy de acuerdo contigo —dijo Mike—. Son sólo cuentos. Pronto lo averiguaremos. A mí, personalmente, me gustaría que algo ocurriera.

—Pero que no fueran rumores —protestó Nora—. A mí no me gustan los rumores. Quiero decir los rumores raros, cuando uno no sabe qué los produce.

—Como el balancín de nuestra habitación —dijo Peggy—. De noche, de repente cruje como si alguien se hubiera sentado en él. Pero cuando enciendo la luz, no hay nadie.

—Claro que no hay nadie —afirmó Dimmy—. Es sólo la madera curvada, que gime por haber sostenido tu peso durante el día, Peggy.

Ahora ya habían llegado a los helados. Eran tan buenos que la señorita Dimmy les permitió repetir. Nora le acarició el brazo con cariño.

—Me gustan algunas de tus costumbres, Dimmy —dijo— como ésta de permitirnos repetir de los helados y la de hacerte la distraída si alguno de nosotros se decide a encargar una tercera ración.

—No habrá tercera ración —aseguró con firmeza Dimmy—. Voy a pedir la cuenta.

Los niños sonrieron. En realidad, no deseaban una tercera ración de helado, pero siempre les gustaba tirar de la lengua a Dimmy. La camarera compareció con la cuenta.

—He estado hablando con mi amiga acerca del «Castillo de la Luna» —les dijo en voz baja—. Es la sobrina del tendero que ha mandado algunos de los comestibles al castillo. Y cuenta que el conductor del camión estaba tan asustado cuando llegó al castillo que saltó del coche, tiró al suelo todo lo que llevaba y gritó: «¡Ahí va!». Volvió a subir al camión rápidamente y descendió por el camino como si cien perros le persiguieran.

—Pero ¿por qué estaba tan asustado? —preguntó Nora, intrigada—. No hay nada en absoluto que pueda asustar junto a la puerta principal. ¡Este conductor debe de estar loco!

—Yo os digo que es un lugar de espanto —dijo la camarera, que parecía muy resuelta a armar un gran jaleo con lo poco que sabía—. Volved a verme cuando hayáis estado allí un par de días. Estoy segura de que tendréis historias raras que contar.

Los niños se rieron.

—Ahora en el castillo sólo hay tres inofensivas guardianas —dijo Mike—. Ellas estarían más asustadas que nadie si, como usted dice, ocurriesen cosas.

—¡Ah… guardianas! ¿Hay tres? ¡Qué cosa más rara! —exclamó la camarera.

—¿Por qué? ¿Cree usted que de noche se marchan volando montadas en el palo de una escoba? —preguntó Jack sonriendo maliciosamente.

La camarera se enfadó. Apiló los platos haciendo mucho ruido y se fue.

—Regrese usted —la llamó Mike—. Nos iremos al «Castillo de la Luna», pero pronto volveremos. No, lo he dicho mal. Bien, sea como sea, todos regresaremos.

Volvieron al coche. Ranni estaba ya al volante esperando pacientemente. De todos modos, resultaba muy agradable verle allí, tan robusto, tan fuerte, tan tranquilo, después de haber oído los cuentos tontos de la camarera. Todos se metieron en el coche. Sentían que habían comido muy bien. ¡En ruta hacia el castillo!

Ranni puso el coche en marcha. Siguieron el mismo camino que la vez anterior, lleno de baches y roderas. Ranni conducía con precaución. Nora y Peggy miraban hacia el exterior, buscando la encrucijada que conducía al pueblo en ruinas.

—Me hubiera gustado preguntarle a la camarera si sabía algo acerca de este pueblo —dijo con pesar Nora—. Pero se me ha olvidado. Estoy segura de que nos hubiese contado alguna historia maravillosa.

—¡Mirad! Aquí está la encrucijada —dijo Peggy—. Propongo que vayamos allí un día y lo exploremos. Está aproximadamente a un kilómetro de aquí. Me gustará explorar un pueblo en ruinas.

Dejaron a un lado el camino del pueblo y los niños vieron de lejos los tejados medio hundidos de un desolado grupo de casas.

Y luego se encontraron en el empinado camino del castillo. Subieron lentamente por el serpenteante camino, con el motor ronroneante por el esfuerzo. Ni los potentes coches baronianos eran capaces de subir aquella empinada cuesta a toda marcha.

Como la vez anterior, las puertas del jardín estaban cerradas y Mike saltó del coche para abrirlas. Subieron la avenida y se detuvieron frente a la puerta principal. También ésta se hallaba cerrada.

—¡Ya hemos llegado! —exclamó Mike mirando el imponente castillo—. Parece inmenso cuando uno está tan cerca. Pero ¿qué ocurre? ¿Tocamos la campanilla? Oh, no, usted, no, Ranni. Rompió la cadena la otra vez. Espero que no tendremos que dar la vuelta por detrás, como hicimos aquel día.

—La cadena ya está arreglada —anunció Ranni. Los niños miraron todos hacia la puerta y vieron que era cierto—. ¡Esta vez podemos entrar por la puerta principal!

Jack brincó por la amplia escalinata y cogió la anilla de hierro que estaba al extremo de la cadena. La sacudió.

Esta vez se oyó sonar una campanilla. Un fuerte sonido discordante sonó en alguna parte del interior del castillo. Era un son resquebrajado y áspero, como si lo hubiese producido una campanilla grande, pero rota.

Ranni subió los baúles y el equipaje de Paul hasta delante de la puerta. Todos esperaban pacientemente a que la puerta se abriera. Pero Jack se impacientó y llamó de nuevo. De repente, pegó un brinco. La puerta se iba abriendo lentamente y sin hacer ruido.

¡Allí no había nadie! Los niños aguardaban inmóviles a que apareciera una de las guardianas. Pero no salió nadie. ¿Estaría alguien escondido detrás de la puerta?

Jack entró para verlo. No. El vestíbulo se hallaba vacío.

—¡Qué raro! —exclamó Dimmy—. Alguien debe de haber abierto la puerta en respuesta a la llamada, pero ¿por qué ha desaparecido?

—Una de las cosas raras que ocurren —repuso Mike soltando una carcajada—. Bien… Supongo que alguna de las hermanas la ha abierto, pero se habrá asustado al ver a Ranni y su roja barba y habrá huido corriendo. El vestíbulo está muy oscuro y no se vería si alguien lo cruzaba. ¿Le ayudo, Ranni?

Ranni no necesitaba ayuda.

—Id a ver si encontráis a alguien y preguntad si las cosas están dispuestas para nosotros —dijo deteniéndose en el interior del vestíbulo. Jack miró a Dimmy.

—¿Voy a ver si encuentro a la señora Brimming? —preguntó. Dimmy dijo que sí y Jack se marchó corriendo, intentando recordar el camino que conducía a las dependencias del servicio.

Regresó casi inmediatamente. Con él venía la señorita Edie Lots, que parecía muy asustada.

—He encontrado a una de ellas —anunció Jack, satisfecho—. Dice que no ha oído la campana y que no cree que nadie haya abierto la puerta.

—¡Qué curioso! —comentó la señorita Dimmity—. ¿Está todo dispuesto para nuestra llegada, señorita Lots? Espero que hayan recibido ustedes la carta de la señora Arnold y la que les envió la agencia anunciándoles que habíamos cambiado de planes.

—Oh, sí, sí —contestó la señorita Edie, que aparentaba estar sin aliento—. Nos comunicaron que solamente vendrían los niños y una tal señorita Dimmity. Sí, todo está dispuesto. Ustedes mismos podrán elegir los dormitorios que deseen. Han llegado ya los encargos. ¡Montones de paquetes! Están en la cocina.

—Gracias —dijo Dimmy—. Primero nos instalaremos y luego, más tarde, iré a la cocina y lo veré todo. Ahora, niños, subamos y mostradme las habitaciones. ¡Éste es un lugar verdaderamente magnífico!

Subieron las escaleras muy excitados y charlando sin parar. ¡Aquello iba a ser muy divertido!