UN INDIVIDUO DESAGRADABLE
Salieron de la habitación seguidos por la mirada de las tres guardianas. Cerraron la puerta tras de sí. Estaban en el gran vestíbulo y las armaduras brillaban a su alrededor. Peggy sintió un ligero escalofrío.
—Me da la sensación de que estas armaduras me están vigilando —dijo—. Esas dos señoritas Lots me ponen la carne de gallina. ¡Qué familia más rara!
—Y parece que el hijo sea todavía más extraño —asintió Mike—. Creo que no va a gustarme. En cambio, ¡qué hermoso castillo! ¿Te gusta a ti, Paul?
—¡Oh, sí, mucho! —contestó el pequeño príncipe, con los ojos relucientes—. Y a mi madre le agradará. Y también a mis dos hermanos. Aquí habrá lugar suficiente para todos nosotros y también para vosotros. Nos lo pasaremos en grande.
—Pero ¿dónde estará la entrada de la torre? —se preguntaba Jack—. Se alza en el lado este del castillo, así es que debemos buscar en esa dirección. Descendamos por este pasadizo. Seguidme.
Todos fueron detrás de Jack. Éste les condujo por un oscuro pasadizo, con las paredes cubiertas de algo que podían ser tapices, a pesar de que en la oscuridad era difícil ver de qué se trataba.
—Desearía tener una linterna —dijo Mike—. Tendremos que traer nuestras linternas y muchas pilas de recambio, porque aquí sólo parece que hay lámparas de aceite y estoy seguro de que no las encienden todas cada noche.
Llegaron al final del pasadizo y se encontraron en una pequeña habitación cuadrada. Viejos cofres se veían adosados a las paredes. Mike levantó una de las tapas y miró al interior. Al punto, un fuerte olor a naftalina se extendió por la habitación. Nora aspiró.
—Deben de ser alfombras, o cortinas, o algo por el estilo —opinó Mike, dejando caer la tapa de un golpe—. He de decir que esas tres viejas guardianas se ocupan de todo. Pero ¿qué hay en la torre?
—Por aquí no se ve ninguna entrada —dijo Jack, mirando a su alrededor. Y se dirigió hacia una gran tapicería que colgaba desde el techo hasta el suelo, recubriendo un espacio libre entre los viejos cofres. Levantó el tapiz y lanzó una exclamación.
—¡Aquí está la puerta que conduce a la torre! Por lo menos, yo creo que conduce a la torre.
Todos se agruparon para verla. Era una puerta alta y estrecha, ennegrecida por los años y que aparentaba ser muy fuerte. Había en ella una empuñadura de hierro negro y el enorme ojo de una cerradura.
Mike hizo girar la empuñadura varias veces. Se oía saltar un pestillo, pero, por muy fuerte que empujara, la puerta no se abría.
—Está cerrada —exclamó, decepcionado—. Y aquí no hay llave. ¿Opinas que es verdad que se ha perdido, Jack?
—No lo creo —contestó Jack—. Estoy seguro de que no quieren que usemos la torre. Estoy seguro de que ese desagradable hijo la usa y se encierra en ella para alejarse de las tres viejas.
—Será para hacer su maravilloso trabajo científico —dijo Mike burlonamente—. O bien para pasarse el día ganduleando sin que nadie lo sepa. Me imagino el aspecto que debe de tener. No le gustará tener que permanecer en su sitio cuando venga tu madre, Paul. Tendrá que largarse de la torre, si es que la está usando, y entonces tendremos el panorama a nuestra disposición.
Jack volvió a coger la empuñadura de hierro y dio una nueva sacudida a la puerta, esta vez con mucha violencia, Mientras lo hacía, se oyeron pasos en el largo pasillo que conducía a la habitación cuadrada en que se encontraban.
Los niños se volvieron para ver quién era. Jack tenía todavía la mano sobre la empuñadura de hierro de la puerta de la torre. Un hombre penetró en la habitación. Se detuvo en seco cuando vio a los niños y los miró con gran asombro. Era bajo, corpulento y muy moreno. Sus ojos parecían casi negros y su gran nariz y sus delgados labios le daban un aspecto muy feo.
Gritó muy fuerte.
—¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Cómo se atreven? Despejen inmediatamente. Aparta tu mano de la empuñadura de hierro, muchacho. La puerta está cerrada y no tenéis por qué andar merodeando por mi castillo.
Los niños se atragantaron. ¡Su castillo! ¿Qué significaba aquello?
—Este castillo pertenece al señor Luna —contestó Jack, que era el único que aún se sentía capaz de dirigir la palabra a aquel hombre tan enfadado—. ¿Es usted el señor Luna?
—¡Nada importa quien yo sea! —replicó el hombre, cogido de sorpresa por las palabras de Jack—. Os he dicho que os larguéis. ¿Cómo habéis entrado? Nadie puede entrar aquí. ¡Nadie!
—Mi madre, la reina de Baronia, va a alquilar este castillo al señor Luna —intervino el príncipe Paul, recuperando de repente el uso de la palabra y hablando en aquel tono imperial que a veces hacía reír a los niños. Pero esta vez no se rieron. Estaban contentos del tono autoritario de Paul.
El hombre miró a Paul como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Sus desgreñadas cejas descendieron sobre sus ojos, de modo que éstos se convirtieron en verdaderas ranuras.
—¿Qué cuento de hadas es ése? —preguntó con brusquedad—. ¡La reina de Baronia! ¡Nunca la he oído nombrar! Largaos, os he dicho. Y si os vuelvo a ver por aquí, os subiré a todos a lo alto de la torre y desde allí os tiraré abajo.
—No seáis tontas —dijo Jack, al ver que Peggy y Nora tenían miedo—. Bien, ya que propone usted que subamos a la torre para hacer una cosa tan imbécil, sabrá decirnos dónde está la llave. Nosotros mismos subiremos. Es seguro que la amiga de mi madre deseará saber cómo es la torre. ¿Dónde está la llave?
El hombre se enfureció. Tartamudeó algo, alzó los puños y se dirigió hacia ellos con un aspecto tan feroz que los chiquillos retrocedieron. Las niñas huyeron corriendo por el pasillo. Los muchachos mantuvieron un momento su posición y luego también ellos echaron a correr. El hombre era fuerte y podía haberles pegado a los tres con facilidad. Los perseguía.
Los cinco niños corrieron por el pasillo hacia el vestíbulo y abrieron la puerta de la habitación en que habían dejado a la señora Arnold con las tres guardianas.
—¡Dios mío! —empezó a decir la señora Arnold, a quien esta súbita irrupción había molestado—. Debo decir…
Detrás de los niños apareció el hombre, congestionado por la ira. La sorpresa le hizo detenerse en el umbral. Luego entró y se dirigió a su madre.
—¿Qué significa esto? He encontrado a estos niños merodeando por el castillo. ¿Y quién es esta mujer?
—Cálmate, Guy —suplicó la señora Brimming con voz entrecortada—. Traen una autorización. Piensa… piensa que su amiga, la reina de Baronia, querrá alquilar el «Castillo de la Luna». Ha venido a visitarlo y éstos son sus hijos. Y este niño es el hijo de la reina de Baronia, el príncipe Paul. Todo está en orden. Tienen derecho a estar aquí.
—Pero ¿no le he dicho a usted que no podía entrar nadie? —preguntó su hijo con furia—. ¿Qué cuentos son ésos de alquilar? No creo ni una palabra de todo el asunto.
La señora Arnold empezaba a alarmarse. ¡Qué hombre más extraño! Se dirigió a Mike y le dijo:
—Ve a buscar a Ranni.
Mike salió corriendo hacia el vestíbulo y se dirigió a la puerta principal. Habían dejado a Ranni y el coche allí fuera, frente a la escalinata que conducía a la puerta principal. Mike confiaba con todas sus fuerzas en que aún estuviese allí.
La puerta principal estaba bien cerrada y tenía dos grandes llaves en las cerraduras. Con gran dificultad, Mike dio la vuelta a las llaves y corrió los cerrojos. La puerta se abrió con un horrible chirrido, como si sintiera que la despertaran de un largo, de un larguísimo sueño.
Ranni se hallaba de pie junto al coche. Al ver la cara de angustia del niño, subió rápidamente las escaleras.
—Mi madre desea que venga —dijo Mike. Sin detenerse, corrió de nuevo hacia el vestíbulo y luego hacia la habitación donde había dejado a los demás. El corpulento Ranni le seguía. Sus botas producían un gran ruido al golpear contra el suelo empedrado.
Guy, el hijo de la asustada señora Brimming, estaba ahora examinando la autorización que casi había destrozado al arrancarla de manos de la señora Arnold cuando ésta se la ofreció para probar la veracidad de sus palabras. La cara del hombre no presagiaba nada bueno.
—¿Por qué no han escrito ustedes antes para ponernos de acuerdo? —preguntó—. A nadie se le permite visitar este lugar si previamente no se ha convenido la hora, y puedo asegurarle que nadie ha alquilado este castillo desde hace muchos años… muchos, muchos años. Yo no puedo…
—Señora, ¿me llamaba usted? —interrumpió la fuerte voz de Ranni. Guy levantó inmediatamente la cabeza y se quedó inmóvil al ver al corpulento baroniano, que se había detenido junto a la señora Arnold.
—Sí, Ranni —respondió la señora Arnold—. He recorrido este castillo y creo que vuestro dueño, el señor de Baronia, lo encontrará de su gusto. Este hombre, el hijo de una de las guardianas, no parece sentirse muy contento con nuestra venida. ¿Cree usted que el rey le permitirá permanecer aquí cuando venga con su servidumbre?
Ranni sabía muy bien lo que la señora Arnold deseaba que contestara. Miró a Guy con cara de disgusto. Luego, inclinándose hacia la señora Arnold, habló en voz alta.
—Señora, usted conoce los deseos de mi rey. Su Majestad no permitirá seguramente que nadie más permanezca aquí, excepto las guardianas. Yo recibiré órdenes de Su Majestad y se las transmitiré a este hombre. Seguramente no tendrá derecho a permanecer aquí, ni a meterse en cosa alguna.
Los niños miraron a Guy con aire de enfado. ¡Muy bien, Ranni! La señora Brimming dejó escapar un pequeño sollozo.
—¡Pero si es mi hijo! Siempre ha vivido aquí. No ha querido ser descortés. Sólo es que…
—Creo que no tenemos nada más que hablar —cortó la señora Arnold—. Su hijo deberá abandonar el castillo mientras lo tenga alquilado mi amiga. Él parece creer que el castillo le pertenece…
Guy se había puesto intensamente rojo. Adelantó un paso y abrió la boca, pero nadie supo jamás lo que había estado a punto de decir, porque también Ranni adelantó un paso. Esto fue suficiente. La figura de Ranni, con su barba roja y sus serios ojos, hizo que Guy cambiara rápidamente de opinión. Refunfuñó algo en voz baja, dio la vuelta y salió de la habitación.
—Debemos irnos ya —dijo la señora Arnold, recogiendo la autorización que Guy había lanzado sobre una mesa—. Diré a los agentes que se pongan en contacto con el señor de Luna y que lo arreglen todo rápidamente. Mi amiga desearía poder venir dentro de diez días, o antes si fuera posible, en caso de que todo quede solucionado. Le hablaré de lo hermoso y bien cuidado que está el castillo. Pueden ustedes estar seguras de que el servicio del rey lo tratarán todo con el mismo cuidado.
—Señora… por favor, no le diga usted al señor de Luna que mi hijo… que mi hijo… se ha comportado groseramente —rogó la señora Brimming. De repente se echó a llorar—. Él… bueno, ayuda también a cuidar el castillo y… y no sabía que alguien iba a venir a verlo o… a alquilarlo.
—Eso no excusa su comportamiento —dijo la señora Arnold—. Sin embargo, le prometo que no le causaré ningún disgusto ni a ustedes ni a él, siempre que se comporte como es debido. Pero con toda seguridad deberá abandonar el castillo mientras la familia de mi amiga esté aquí. Ustedes pueden quedarse, claro está, pero no su hijo, ni ningún otro pariente, ni amigo. Pondremos esto en claro con el señor de Luna.
La señora Arnold se despidió y se dirigió hacia la puerta principal seguida por los niños y por Ranni. Las guardianas no los acompañaron, sino que permanecieron donde estaban, tristes y preocupadas.
Desde una de las ventanas altas, dos ojos enfurecidos contemplaban el gran coche azul y plateado que se deslizaba por el camino. Nadie los vio excepto Ranni, y éste no dijo nada.