CAPÍTULO IV

EN EL INTERIOR DEL CASTILLO

La señora Arnold se adelantó. Llevaba en la mano el papel que la agencia le había facilitado.

—Hemos venido a visitar el castillo —dijo—. ¿Podemos hacerlo ahora? No hemos podido telefonearles porque el castillo no figura en el listín de teléfonos.

—¡Pero… pero a nadie le está permitido visitar el castillo! —dijo la viejecita. Y sus dos compañeras asintieron vigorosamente con la cabeza.

—No venimos en plan turístico —explicó la señora Arnold—. La agencia de alquileres nos ha mandado la reseña de este castillo y nos ha indicado que podríamos visitarlo a cualquier hora si mostrábamos su autorización. Esta autorización nos la mandaron juntamente con los detalles del castillo. Es posible que este castillo convenga a una amiga mía que quiere alquilar una casa grande por uno o dos meses.

—Es que… mi hijo no está en casa —tartamudeó la mujer, que parecía sobrecogida—, y me ha dicho que nadie debía penetrar en él. Ha dicho que nadie alquilaría este lugar. Hasta ahora, nadie había venido para visitarlo, ni para comprarlo, ni para alquilarlo. Nadie. Creo que no debo permitirles entrar.

—¡Pero si hemos venido ex profeso para visitarlo! —protestó la señora Arnold—. ¡Esto es ridículo! Me temo que los propietarios se enfaden mucho si ustedes se niegan a dejar visitar el castillo a los que vienen con el propósito de alquilarlo. Les hará usted perder mucho dinero. ¿No se da usted cuenta? Su hijo no debe meterse en esto. Ha de hacer lo que se le mande.

—Pero ha dicho que no debíamos dejar entrar a nadie.

Se volvió indecisa hacia sus dos compañeras. Las tres sostuvieron en voz baja una pequeña conferencia. Los niños y la señora Arnold esperaban con impaciencia. ¡Qué tontas eran aquellas mujeres!

Por fin, la más regordeta de las tres se volvió hacia ellos.

—No sé qué va a decir mi hijo —repitió—, pero creo que debo dejarles entrar. Mis dos hermanas y yo somos las guardianas de este lugar.

—Sí, creo que deben dejarnos entrar y además acompañarnos a visitarlo —dijo la señora Arnold con firmeza—. ¿Qué hace aquí su hijo? ¿Está también al cuidado del castillo?

—Oh, no. Mi hijo es muy, muy sabio —respondió la mujercita, con orgullo—. Es un científico. No puedo decirle el número de exámenes que ha pasado.

—En ese caso, ¿por qué se entierra en este lugar? —preguntó la señora Arnold. Pensaba que aquel hijo misterioso debía de ser un individuo mimado y gandul y que vivía cómodamente en el castillo atendido por aquellas tres mujeres.

—Tiene mucho trabajo —la voz de la mujercita continuaba expresando orgullo—. Trabajo importante, que requiere tranquilidad y paz. No sé lo que va a decir si viene gente a vivir en el castillo.

—Poco importa lo que él diga —exclamó la señora Arnold, que empezaba a enfadarse—. El castillo no es suyo y, si pone tantas dificultades cada vez que viene alguien con la autorización para visitarlo, seguramente les hará perder a ustedes su empleo. Así que, por favor, no hable más de su hijo y condúzcanos a visitar el castillo.

—Sí, señora —dijo la mujercita, que ahora parecía asustada. Las otras dos permanecieron en silencio y siguieron a la pequeña comitiva con aire preocupado.

—¿Cómo se llaman ustedes? —preguntó la señora Arnold, mientras bajaban por un largo pasadizo.

—Yo soy la señora Brimming, y mis hermanas son la señorita Edie Lots y la señorita Anna Lots —dijo la mujercita—. La persona que quiere alquilar el castillo, ¿lo necesitará todo?

—Claro que sí —respondió la señora Arnold—. Excepto el lugar en que ustedes viven, naturalmente. ¿Por qué lo pregunta?

La señora Brimming no contestó a esta pregunta, pero lanzó una rápida mirada hacia las largas caras de sus dos hermanas. Los niños, que encontraban muy lenta a la señora Brimming, se adelantaron, deseosos de ver el castillo cuanto antes.

Llegaron a un gran vestíbulo, adornado con magníficas cortinas de brocado. Todo alrededor relucían las brillantes armaduras. Paul golpeó una de ellas, que emitió un ruido a hueco.

—¡Me gustaría ponerme una! —dijo—. Me gustaría taparme la cara con la visera y mirar a través de ella.

—Eres demasiado pequeño para llevar armadura —replicó Jack—. En cambio a mí me iría bastante bien.

La señora Arnold notó la expresión de alarma que se pintaba en el rostro de la señora Brimming.

—¡Son sólo palabras! —dijo riéndose—. No tocarán ninguna de esas armaduras. ¡Qué hermoso es este vestíbulo!

—Sí —asintió la mujer, conduciéndolos hacia una gran puerta. La abrió de par en par. En el interior se vio una hermosa habitación, con preciosos muebles tapizados en color azul real, un poco deslucido por los años. Una alfombra recubría toda la estancia. Sus colores aparecían también un poco apagados, pero mostraban una agradable gama de azules, rojos y crema. Los pies de los niños se hundían en ella al atravesar la habitación.

—Esto le gustaría a mi madre —dijo Paul en seguida—. ¡Mirad qué reloj!

Un gran reloj estaba colgado en la pared. Tenía la forma de una iglesia, con su correspondiente campanario. Mientras los niños lo estaban contemplando, una campanilla en su interior empezó a dar las horas. Eran las tres.

—¡Oh, mirad! ¡Un ángel sale por la puerta del reloj! —gritó Peggy—. ¡Un angelito con alas y una trompeta!

El ángel se detuvo un momento con su trompeta. Luego, lentamente, se volvió a esconder en el interior y la puerta se cerró.

—¡Nunca he visto un reloj semejante! —exclamó Nora con gran deleite.

—Hay aquí muchas cosas curiosas —afirmó la señora Brimming—. El señor Luna, el que vivió al principio de la centuria pasada, coleccionó muchas extrañas maravillas del mundo entero. Hay una caja de música que toca cien tonadas diferentes y…

—¡Oh! ¿Dónde está? —gritó Peggy con entusiasmo.

Mas la señora Arnold consultó su reloj y vio que quedaba el tiempo justo para hacer una rápida visita al castillo, pero no para ver cajas de música y escuchar las cien tonadas diferentes.

—Ya os quedará tiempo para hacer sonar la caja de música si alquilamos este castillo —dijo—. Ahora debemos darnos prisa. Por favor, ¿quiere usted enseñarnos todas las habitaciones, señora Brimming? Excepto, naturalmente, las suyas propias. Mi amiga, que es la reina de Baronia, traerá su servicio y, como es lógico, querrán utilizar la cocina.

—Claro —dijo la señora Brimming. Sin embargo, parecía estar a punto de comentar que ella no sabía lo que su hijo opinaría de todo aquello—. Las cocinas son muy grandes. Nosotros sólo usamos un rincón. Les conduciré a las otras habitaciones y luego al piso de arriba.

Todas las habitaciones eran hermosas. En el piso superior, los dormitorios también lo eran y estaban magníficamente amueblados y adornados con hermosas pinturas y cortinas raras y muy hermosas. Algunas de ellas hacían pensar a Peggy en los paños de oro, porque relucían y centelleaban.

Allí no había nada corroído, ni estropeado, ni abandonado, ni sucio. Todo estaba muy bien cuidado y la señora Arnold no pudo hallar ni una mota de polvo. Por muy raras que parecieran aquellas guardianas, resultaba indudable que habían cuidado del castillo con afán y amor.

En el piso superior había una gran habitación cuyos muros se hallaban forrados de libros desde el suelo hasta el techo. Los niños lo contemplaban todo maravillados. Exceptuando en una biblioteca pública, nunca en su vida habían visto tantos libros juntos.

—¡Qué maravilla! —comentó Mike boquiabierto—. Esta habitación es muy adecuada para un día de lluvia. Nunca podríamos acabar de leer todos estos libros.

—Son muy antiguos —dijo Jack—. Me imagino que no deben resultar muy interesantes. ¡Qué despilfarro tener miles y miles de libros y ni una alma que los lea!

—Mi hijo los lee —afirmó la señora Brimming con orgullo. Nadie se molestó en responder. Todo el mundo estaba harto de su hijo.

En el tercer piso había amplias buhardillas, en las cuales se habían almacenado grandes cajas, muebles antiguos y chatarra de toda clase.

—Me parece que a mi amiga no le interesarán las buhardillas —dijo la señora Arnold, que había contado las habitaciones—. Creo que el primero y el segundo piso le serán suficientes. Todo está muy bien conservado. ¿Lo cuidan ustedes solas o les ayuda alguien?

—Nadie nos ayuda —dijo la señora Brimming con orgullo. Y las señoritas Edie y Anna Lots asintieron.

Volvieron a descender a una de las habitaciones del piso inferior.

—Hemos estado aquí solas durante años y años. Amamos este viejo castillo. Nuestra familia ha estado siempre aquí, trabajando en algo. Nuestras bisabuelas ya estaban aquí cuando el bisabuelo del señor actual era el dueño. Éste era —dijo indicando una pintura.

Los niños miraron el gran retrato que colgaba sobre el hogar de la sala en que se encontraban. Mostraba un hombre de cara triste, con un mechón de pelo negro cayéndole sobre la frente. Sus ojos parecían mirar con ferocidad.

—Parece que no le gustamos —comentó Peggy—. Desearía que no tuviera un aspecto tan amenazador. No me gustará permanecer en esta habitación, si venimos a vivir en este castillo. Nunca me sentiré a gusto mientras el bisabuelo del actual señor de Luna me esté mirando.

Todos se echaron a reír. Entonces Mike recordó algo

—No hemos ido a la torre, a la gran torre que vimos mientras veníamos. ¡Hemos de ir a verla!

Un silencio siguió a sus palabras. La señora Brimming miró a sus hermanas y éstas la miraron a ella. Nadie dijo nada.

—Bien, ¿qué hay de la torre? —volvió a decir Mike, sorprendido por aquel silencio—. ¿Es que no puede verse? Estoy seguro de que a tu madre le agradaría la torre, Paul. Le gustaría sentarse en lo alto y contemplar el paisaje. ¡Qué magnífica vista ha de disfrutarse desde allí! Vayamos a explorarlo.

—Yo me quedaré aquí y hablaré un poco con las cuidadoras —dijo la señora Arnold, que no tenía ganas de subir centenares de escalones hasta lo alto de la torre—. Podéis vagabundear un poco. La torre estará también en buen estado, ¿verdad, señora Brimming?

—Sí, señora —respondió la señora Brimming tras una pequeña pausa—. Pero no hay nada que ver en ella. Nada. Estoy segura de que su amiga no deseará usar la torre, porque hay muchos peldaños para subir hasta arriba y en lo alto se encuentran solamente pequeñas habitaciones, con paredes de piedra y ventanas estrechas.

—Está cerrada —exclamó una de las señoritas Lots de manera inesperada—. Cerrada con llave.

—¿Y en dónde está la llave? —preguntó Mike en el acto. No quería perderse la ascensión a lo alto de la torre.

A esta pregunta siguió otro silencio.

—Se ha perdido hace años —añadió la primera—. Pero allí no hay nada que ver.

—¡Pero con toda seguridad ha de tener una vista magnífica! —exclamó Mike con excitación. No creía lo de la puerta cerrada y la llave perdida. ¿Por qué las cuidadoras no deseaban enseñar la torre? ¿Acaso no la habían cuidado?

—Pues busquen ustedes la llave antes de que venga mi amiga —ordenó la señora Arnold—. Seguramente le gustará contemplar la vista desde lo alto de la torre. Ahora debo hacerles algunas preguntas respecto a la comida y a otras cosas. Podéis corretear durante veinte minutos, niños. Pero, por favor, ¡no hagáis ninguna travesura!

—¡Claro que no! —dijo Peggy, como si se sintiera ofendida—. Ven, Mike. —Y bajando la voz susurró—: ¡Vayamos en busca de la torre!