CAPÍTULO III

EL «CASTILLO DE LA LUNA»

A la una en punto, Ranni se internó con el coche en la ciudad de Bolingblow. Era una hermosa ciudad, con amplias calles y el mercado en el centro.

A la señora Arnold le gustó.

—Aquí hay buenas tiendas —dijo—, y el hotel al que Ranni nos ha conducido tiene buen aspecto. Es antiguo, pintoresco y perfectamente limpio.

Todos estaban hambrientos y disfrutaron al comprobar que la comida que se les sirvió era muy buena.

—Melón helado. ¡Qué bueno! —comentó Mike—. ¿Y qué más? Pollo frío, jamón y ensalada. No puede ser mejor. Después de esto, no desearé nada más que uno o dos helados.

La camarerita sonrió a los niños hambrientos y anotó rápidamente lo que le encargaban. Al poco tiempo, todos se encontraban comiendo con afán, demasiado ocupados para charlar.

Cuando hubo pagado la cuenta, la señora Arnold preguntó a la camarerita un par de cosas.

—¿Sabe usted si hay buen camino para ir al «Castillo de la Luna»? ¿Y cuánto tardaremos en llegar allí en coche?

—¡El «Castillo de la Luna»! —exclamó la camarera, sorprendida—. No pueden ustedes ir allí. No está abierto para el público. Nadie puede ir a visitarlo.

—Me han dicho que este verano estaba en alquiler —dijo la señora Arnold—. Nos gustaría visitarlo.

—¡En alquiler! —dijo la camarera—. Nunca imaginé que nadie quisiera alquilar un lugar tan antiguo y desolado como aquél. Ningún criado querrá ir allí. ¡Y está tan lejos de la ciudad más cercana! Nadie ha vivido en él desde hace muchos años.

—¡Oh Dios mío! Entonces creo que no se debe hallar en buenas condiciones —dijo la señora Arnold, pensando que probablemente habían hecho el viaje en vano—. Hay guardianes en él, según tengo entendido.

—No lo sé —respondió la camarera—. He oído decir que una vez al mes alguien va hasta allí en un carro, para llevar provisiones, alimentos y petróleo. Así es que supongo que alguien debe habitar en el castillo. Pero a mí no me gustaría vivir en esa vieja y solitaria mansión. He oído decir que allí ocurren cosas extrañas… cosas muy extrañas.

—¡Ooooh! ¿Qué clase de cosas? —preguntó Nora con afán.

—No lo sé —replicó la camarerita—. Lo único que sé es que unos individuos muy sabios fueron allí una vez para ver unos libros que hay en la gran biblioteca y se asustaron muchísimo. Contaron que los libros salían solos de las estanterías y se ponían delante de ellos, o algo por el estilo.

Todos se echaron a reír.

—¡Eso va bien! —dijo Mike—. Me gustará vivir en un castillo en que los libros salen por sí solos de las estanterías. Yo les diré: «¿Hay alguna interesante historia de misterio para mí? Entonces, por favor, salid de vuestras estanterías. ¡Yo os recogeré!».

A la camarera no le gustaba que se rieran de ella. Enderezó la cabeza.

—Es un sitio raro y nadie lo conoce muy bien en nuestros días. Yo no me acercaría a él ni aunque me pagaran por hacerlo.

Los niños se dirigieron al coche, sonriendo ante la cara de indignación que ponía la camarera. Se instalaron en él y Ranni se volvió hacia la señora Arnold, con aire interrogante.

—¿Vamos al castillo, señora? —preguntó.

Ella asintió y Mike estudió el plano.

—Desde ahora, los caminos no son muy buenos —dijo—. Gire usted a la derecha cuando llegue a la salida del pueblo, Ranni.

—Debo decir que no me gusta lo que he oído del «Castillo de la Luna» —dijo la señora Arnold, mientras se dirigían hacia allí—. Si nadie ha vivido en él desde hace mucho tiempo, el lugar debe estar bastante abandonado.

—Es verdad. Las apariencias no son muy buenas —asintió Mike—. ¡Qué rara es la gente! Poseer un castillo y no preocuparse de él. ¡Vaya, qué malo es el camino!

Ranni tuvo que aminorar la marcha porque el camino se había vuelto en efecto muy malo y siguió siendo malo en todo el trecho restante. Estaba lleno de baches, era desigual y en algunos sitios muy pedregoso. El coche avanzó con precaución.

—Pronto encontraremos una encrucijada —dijo Mike—. Sí, aquí está. Debemos coger el camino de la izquierda, Ranni.

—Menos mal —respondió Ranni—. El otro no habríamos podido cogerlo. Apenas si es un camino.

Era cierto. La desviación de la derecha no constituía un verdadero camino. Era tan sólo una senda por donde, en otro tiempo, debieron de pasar los carros. Se veía que no había sido utilizado desde hacía años.

Peggy señaló algo que se vislumbraba en la distancia, aproximadamente a un kilómetro.

—Mirad —dijo—. Allí hay casas. Madre, ¿crees que eso es todo lo que queda del pueblo de Luna, que está en ruinas? ¿Por qué causa crees que está en ruinas?

—¿Cómo voy a saberlo, querida Peggy? —respondió su madre.

—Seguramente los habitantes lo encontraban demasiado solitario y lo abandonaron.

—Puedo ver lo que queda de los tejados —anunció Peggy—. Todos están medio hundidos. Debe ser divertido explorar un pueblo en ruinas.

—Bueno, entre gustos no hay disputas —dijo la madre—. A mí me parece que hay cincuenta mil cosas mejores que pasearse por las calles malolientes de un pueblo abandonado, en el que no queda ni un alma.

—¿Por qué ha de ser maloliente? —preguntó Peggy.

En aquel mismo instante, el coche se hundió en unas roderas tan profundas que la señora Arnold se asustó, temiendo que algo se estropeara. Pero Ranni le aseguró que el coche era muy, muy fuerte.

—Los automóviles de Baronia están construidos para correr por caminos como éste —dijo—, llenos de baches, charcos y piedras. Puede usted estar tranquila, señora Arnold, el coche resistirá. Pronto veremos el castillo. Primero se encuentra una colina. Debe de estar por aquí cerca.

Todos miraron hacia la colina que se alzaba muy próxima. Era muy empinada y estaba recubierta de árboles.

De pronto, Jack lanzó una exclamación.

—¡Mirad, ya se ve el castillo! ¡Allí a la derecha, cerca de la cima! Está situado un poco por debajo de la cima, para que ésta le proteja del viento, seguramente. ¡Fijaos qué torre más alta! Rebasa la colina. ¡Qué raro! Solamente tiene una torre.

—Pues a pesar de que sólo tenga una torre, el aspecto es de un gran castillo —dijo Nora—. Me parece magnífico. Hay muchos pequeños torreones y almenas por todas partes. La vista desde ese castillo debe de ser maravillosa. Sin embargo, sería triste vivir aquí siempre.

—Me parece que es bastante hermoso para que puedan vivir en él tu padre y tu madre, Paul —opinó Jack—. Quiero decir que es un verdadero castillo, fuerte y grande y de aspecto imperial. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Paul lo entendía. También a él le gustaba mucho el aspecto del castillo. Y, además, el paisaje de los alrededores era típicamente inglés y a su madre le encantaría el pueblo de Bolingblow, el mercado, los campos de trigo y los campesinos.

—Tanto si el aspecto es imperial como si no lo es, supongo que el interior resultará imposible, al menos en cuanto a muebles se refiere —dijo la señora Arnold—. Los muebles deben de estar completamente carcomidos. Bien, pronto lo veremos. Ya estamos llegando.

Ascendían por la empinada colina. Ranni había puesto la primera y el coche subía lentamente, ronroneando. La senda era tan mala como la carretera que acababan de dejar. El camino torcía primero a la derecha y luego a la izquierda, para hacer más fácil el ascenso a la colina.

A medida que se acercaban al castillo, parecía aún más grande y más impresionante.

—¡Nos está mirando! —exclamó de repente Nora—. Se dice: «¿Qué es ese artefacto horrible y ruidoso que viene a estorbar mis sueños?». Estoy segura de que nos está observando.

—No seas tonta —dijo Peggy, que se sentía molesta—. ¡Dices unas cosas tan tontas, Nora! Me parece un lugar magnífico. Sus torreones se recortan sobre el cielo. Su única gran torre se eleva muy alto. ¡Me gusta! Pertenece a la época de los viejos caballeros y de sus gentiles damas, no a nuestros días.

Llegaron a un gran portal, cuyas verjas aparecían cerradas. Jack saltó para abrirlas. Ranni temía que estuvieran cerradas con llave, pero no lo estaban. Jack consiguió abrirlas, a pesar de que rechinaron y se resistieron como si no les gustara que las abrieran.

El coche pasó por la entrada y siguió por una avenida cubierta de hierba, que llevaba hasta la entrada. Una amplia escalinata conducía a una gran puerta claveteada de hierro.

—Ya hemos llegado —dijo la señora Arnold en un tono de voz que parecía indicar que aquello no le agradaba mucho. Descendió del coche con ayuda del príncipe Paul.

Mike subió la escalinata para llamar a la puerta. A un lado de la misma colgaba una gran cadena con una argolla de hierro en el extremo.

—¿Será esto la campanilla? —dijo dudando—. No hay picaportes. Fíjate, madre, hay telas de araña alrededor de la puerta, incluso en la cerradura. Parece que hace muchos años que esta puerta no ha sido abierta.

—Así debe ser —dijo la señora Arnold, que empezaba a temer lo que iban a encontrar en el interior del castillo, si es que llegaban a penetrar en él.

—¿Qué os parece? ¿Tiro de la cadena para ver si suena alguna campanilla? —preguntó Mike—. Voy a hacerlo.

Dio un fuerte tirón a la cadena. No ocurrió nada. No se oyó nada, ni un campanillazo, ni un timbre: ningún ruido. Mike dio otro tirón. Pero tampoco ahora sucedió nada.

Ranni probó a su vez. Tiró con tanta fuerza que la cadena se desprendió y cayó sobre sus hombros. Él se la quitó de encima con desagrado.

—Todo esto es tan viejo que incluso la cadena está carcomida —dijo—. Voy a golpear la puerta.

Golpeó con sus duros nudillos y luego comenzó a llamar a gritos. El eco resonó por todas partes y todos brincaron con espanto.

Pero nadie acudió. La puerta siguió cerrada.

—Está bien —comentó la señora Arnold—. Esto es muy desalentador. Creo que debemos abandonar nuestro intento.

—¡Oh, no, mamá! No podemos regresar a casa inmediatamente después de haber llegado hasta la puerta principal —dijo Mike mostrando su desacuerdo—. Caminemos por aquí un poco y veamos si encontramos otra puerta, alguna puerta trasera quizás. ¿O es que los castillos no tienen puertas traseras? ¿Tiene tu castillo puerta trasera, Paul?

—Más de una —respondió Paul sonriendo—. Vayamos por aquí. Parece que hay un camino.

Siguieron a Paul. No obstante, a la señora Arnold no le agradaba nada la idea de andar por allí buscando otra puerta. Ya había abandonado el proyecto de alquilar el castillo para los padres de Paul, pero sabía que los niños protestarían mucho si les obligaba a marcharse en seguida.

El camino rodeaba los muros del castillo. Llegaron a una pequeña puerta situada en medio de la muralla, pero ésta no tenía campanilla ni timbre. Siguieron caminando y, de repente, vieron un espacio abierto, circundado por un muro bajo.

—Mirad —dijo Peggy, indicándolo con la mano—. Hay ropa tendida en una cuerda. Tiene que haber alguien aquí. Sí, allí hay una gran puerta, en medio del muro. Conduce al interior del patio, tendedero o lo que sea. Por este lado deben de estar las cocinas. Si gritamos, alguien podrá oírnos.

Mike empezó a gritar y todos dieron un brinco, porque tenía una voz estentórea cuando quería.

—¡Eh! ¿Hay alguien por aquí? —llamó.

Nadie respondió. Algunas gallinas que picoteaban por el patio huyeron a esconderse bajo los matorrales. Un gato dio un salto y también huyó a toda velocidad.

—¡Eh! —repitió Mike, y luego se calló. Alguien había salido cautelosamente por una gran puerta que se encontraba allí cerca.

Era una mujercita arrugada y de pelo gris. La seguían dos mujeres muy parecidas a ella, aunque ambas eran altas y delgadas. Las tres miraron a los visitantes con sorpresa.

—¿Qué desean ustedes? —dijo la primera mujer que había aparecido y que era la más regordeta. Su voz parecía asustada—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué han venido? ¿No saben ustedes que no está permitido venir aquí?