Cuando los tres mineros volvieron al campamento llevando el cuarto caballo cargado con el saco del oro, hallaron a Falcone y a Back en el borde de la cascada.
Los dos barrenos habían abierto en la roca viva un gran cauce, por donde el agua de la cascada se precipitó buscando su nivel y vaciando la cuenca.
Espantados los indios por las formidables explosiones, habían huido aullando desesperadamente y sin hacer caso de las voces que para tranquilizarlos les daban Back y el mecánico.
Una vez guardado de nuevo el saco de oro robado por los bandidos y resguardados otra vez los caballos en la gruta que les servía de cuadra, los cinco mineros, impacientes por conocer las riquezas que contenía la taza de la cascada, se apresuraron a bajar al fondo del abismo.
No se habían equivocado en sus cálculos; la realidad superó a sus más halagüeñas esperanzas.
La cuenca de la cascada estaba llena de pepitas de oro acumuladas allí durante siglos y siglos. Las había de todos los tamaños; algunas enormes, verdaderos bloques de oro que no pesaban menos de medio kilogramo.
La cosecha, pues, fue prodigiosa.
No sin rudo trabajo y grandes dificultades transportaron a la caverna donde estaba el oro recogido anteriormente más de trescientos cuarenta kilogramos del precioso metal.
Dichosos por tan hermoso resultado, se detuvieron quince días más para explotar la segunda cascada; pero de la cuenca de ésta recogieron bastante menos, pues no pudieron lograr del todo desecarla ni desviar completamente la corriente, debido a la escasez de pólvora, que no les permitió abrir barrenos tan grandes como era necesario para tal obra.
Poco más de un mes después de su llegada al riquísimo valle emprendían el regreso a Dawson, cargados los cuatro caballos con el tesoro que habían conseguido arrancar a la tierra.
Aquel viaje se realizó felizmente y sin encuentros peligrosos ni aventuras.
Cambiada por letras de cambio una gran parte de su tesoro, los cinco afortunados mineros se embarcaron en un vapor de la North American Transportation and Trading Company, y descendieron el Yukon hasta su desembocadura.
En Seattle se repartieron el dinero a partes iguales. No podían decirse millonarios, pero ya era una fortuna nada despreciable.
En San Francisco de California se separaron por último, no sin darse fuertes y cariñosos abrazos.
Los dos mejicanos regresaron a su país; Bennie tomó el tren del Pacífico para ir a disfrutar de su dinero al Canadá, y el mecánico y su sobrino se establecieron en la capital californiana. Los dos italianos llegaron a poseer una de las más importantes fábricas de aserrar a vapor de San Francisco, y acumularon rápidamente una inmensa fortuna, merced a aquel oro recogido en las lejanas regiones de Alaska.