ENTRE EL ORO Y LA MUERTE
Al día siguiente, aunque devorados por el deseo de vaciar la taza de la cascada, Bennie y Armando, don Pablo y Back se pusieron en marcha para explorar los bosques, resueltos a librarse del peligroso enemigo que atentaba a su oro y a su vida. El señor Falcone se quedó de guardia en el campamento.
Mientras los dos mejicanos se dirigían a la montaña, el canadiense y el italiano se dirigieron a registrar los bosques de pinos, cedros y abetos y los matorrales del valle. Después de haber tratado en vano de descubrir alguna huella, cosa difícil por ser el terreno rocáceo, se internaron en la selva que flanquea la parte meridional del valle, avanzando con grandes precauciones para no ser sorprendidos.
Una vez en terreno no rocáceo, y por añadidura húmedo, el canadiense distinguió una doble huella humana que no dejaba duda acerca de su identidad.
—Son huellas de europeos —dijo Bennie.
—¿No serán el californiano y su amigo y compañero el forajido? —insinuó Armando.
—¡Cien mil cuernos de bisonte! ¡Ellos deben de ser! ¡Si los encontramos, los fusilaremos sin vacilar, muchacho!
Hallábanse los dos compañeros junto al límite del valle ante un amontonamiento de enormes rocas peladas, y ocultos tras el tronco de un cedro se pusieron a contemplar aquella montaña, tanto por prudencia, pues no era difícil que los de las huellas hubieran preparado en aquel bravío lugar alguna celada, como para ver si habían de seguir la pista a la derecha o a la izquierda. No tardaron en advertir que aquellas rocas eran muy fáciles de escalar, pues tenían hendiduras y salientes a modo de escalones. Las huellas terminaban allí.
Mirando a la cima, Bennie descubrió una especie de caverna natural, con entrada bastante ancha para dar paso a un hombre.
—Parece una galería —dijo Armando.
—¿Será su guarida? —se preguntó el canadiense.
De pronto lanzó una exclamación ahogada. Acababa de ver elevarse de la caverna una leve columna de humo.
—¡Ah! —exclamó—. ¡No me había engañado, muchacho!
—¡Indudablemente, están ahí! —murmuró Armando.
—Y no han sospechado nuestra presencia.
—Naturalmente, pues si la hubieran sospechado, se habrían librado bien de encender fuego.
—¿Vamos a sorprenderlos, Armando?
—Como usted quiera, Bennie.
Los dos cazadores cambiaron de cartucho las escopetas para estar más seguros de sus tiros, examinaron la carga de sus revólveres, y acercándose con precaución, comenzaron a trepar lentamente, y teniendo cuidado de no producir el menor ruido por desprendimiento de algún pedrusco al apoyarse en él.
En breve llegaron a la entrada de la gruta, y de un salto se pusieron en ella, apuntando al interior con las escopetas y dispuestos a hacer fuego.
—¡Quietos, o sois muertos! —gritó el vaquero.
Nadie respondió a la enérgica y terminante intimación.
Entraron y se hallaron en una caverna circular iluminada por las llamas de algunos tizones, restos de una hoguera medio extinguida por falta de combustible.
Su estupor fue inmenso al no ver en aquel antro criatura humana alguna. Pero si no se veían hombres, muchos objetos esparcidos en la gruta demostraban que había estado habitada.
Colgadas en las paredes había redes de pescar, hoces, cuchillos con mango de marfil y flechas; por el suelo, dos o tres pares de zuecos de los que usan los indios para pisar por la nieve, algunas prendas de vestir de piel, peces salados y ahumados y pieles de oso negro, lobos y zorros.
Bennie lanzó un grito de estupor y desilusión.
—¡Cien mil cuernos de bisonte! —exclamó—. ¡Hemos hecho una plancha mayúscula!
—¿Quiere usted decir que esta caverna no ha servido de vivienda a hombres de nuestra raza?
—¡Claro que sí! Esta es una habitación de indios, Armando.
—Entonces nos hemos equivocado.
—¡Completa y groseramente equivocados!
—¿Y dónde estarán los moradores de esta gruta?
—Probablemente habrán ido de caza.
—¿Y las huellas que hemos visto?
—De los indios.
—Pero eran botas como las nuestras.
—Quizá los indios de estas regiones hayan comprendido que el calzado a la europea es más cómodo y lo habrán adoptado.
—¡Puede ser!
—Me alegro mucho de este descubrimiento, pues me libra de una grave preocupación. De los indios no tenemos que temer una jugarreta.
—¿Esperamos su regreso?
—Perderíamos un tiempo precioso, amiguito. Dejemos el pleno y tranquilo disfrute de su caverna a los pieles rojas.
—Pero todavía hay algo inexplicable.
—¿Qué?
—El hallazgo de los haces de leña en la caverna que nos sirve de cuadra.
—Puede haberlos dejado algún indio que fuera a espiarnos sin malas intenciones. Los indígenas de estas regiones no son malos, Armando, y respetan a los hombres blancos. Volvamos, pues, al campamento, y tratemos de desaguar la cuenca de la cascada, que es lo más importante.
Tranquilizados ya, los dos hombres volvieron al campamento y contaron su aventura a Falcone y a los dos mejicanos, que también acababan de regresar sin haber hallado nada. De común acuerdo resolvieron no preocuparse por lo que hicieran los indios y reanudar su labor, tratando de vaciar la taza de la cascada.
Comieron apresuradamente, se procuraron una sólida cuerda de nudos para poder bajar a aquel barranco, una vez desaguado, y por prudencia se llevaron consigo las armas y toda la pólvora que poseían para llenar los barrenos correspondientes.
Ataron la cuerda al tronco de un gran pino que se alzaba junto a las rocas, y Bennie descendió animosamente al abismo. Los otros le siguieron prestamente con picos y una larga mecha.
La cuenca, que debía de almacenar todo el oro arrastrado por el agua de la montaña, medía lo menos noventa metros de circuito y era muy profunda.
Para vaciarla resolvieron hacer un barreno a la profundidad de tres metros y otro en la roca viva que separaba el abismo del Barem, a fin de dar al agua fácil salida.
Resuelta y afanosamente, pusiéronse los cinco hombres al trabajo, con el ansia de contemplar antes de la noche los tesoros allí almacenados. Con actividad febril laboraron durante más de tres horas, y a las cuatro de la tarde los dos barrenos ya estaban listos.
—Subamos —dijo el señor Falcone—. La explosión será tremenda, y pueden caernos encima pedazos de roca que…
—¡Oh, oh! —dijo el canadiense—. ¿Qué le pasa a mi caballo?
—¿Habrá ido algún indio al campamento? —dijo Armando.
—¡Vaya al diablo! ¡Tenemos ahora cosa más importante que hacer que salir a recibirle!
—¡Fuego a los barrenos, amigos! —dijo el mecánico—, y arriba inmediatamente.
—Son tan largas las mechas —añadió Back—. que tenemos tiempo de sobra para subir. Lo menos tardarán cinco minutos en llegar a la pólvora.
Correa y Bennie las encendieron, y todos treparon por la cuerda con ligereza y agilidad.
Armando fue el primero en subir; pero en vez de llegar hasta el borde superior del abismo, se quedó a la mitad, en una especie de plataforma bastante grande, desde la cual podía ayudar a sus compañeros. Ya todos se habían reunido con el joven italiano, se disponían a continuar la ascensión, cuando de pronto la cuerda, cortada de un golpe por arriba, cayó al abismo, afortunadamente antes de que ninguno de los cinco compañeros se hubiera colgado de ella.
Un rugido de furor se escapó de los pechos del quinteto.
—¡Han cortado la cuerda! —gritó Back, que empezó a trepar por una roca para ver si se había soltado.
Don Pablo se precipitó para agarrarla, pero ya era tarde: la cuerda se había hundido en el agua.
—¡Traición! —clamaron todos.
Una risa sarcástica, insultante, les contestó.
Correa, al oírla, palideció y se estremeció.
Había reconocido al autor de la hazaña: al californiano, cuya venganza los perseguía encarnizadamente.
—¡La risa del californiano! —exclamó—. ¡Estamos perdidos!
—¡Juro que morirás a mis manos sin misericordia ni remisión! —gritó Bennie furioso.
Y se precipitó a la pared rocosa, con la esperanza de poder trepar por ella, aunque fuese a costa de colosales esfuerzos. Armando le siguió animosamente. Pero pronto se convencieron ambos de que la empresa era punto menos que imposible.
—¡Indeseable! ¡Miserable! —rugió el canadiense—. ¡Echa una cuerda!
Respondióle otra carcajada burlona, y al terminar la risa oyeron algo más lejos la voz del californiano, que decía:
—¡Vais a saltar todos con las rocas cuando estallen los barrenos!
Sólo entonces se acordaron los mineros del tremendo peligro que corrían.
Los infelices palidecieron. Bajo sus pies, a pocos metros, las dos mechas ardían acercando su llama a las dos cargas de pólvora. Dentro de dos o tres minutos todo habría terminado para ellos.
—¡Estamos perdidos! —repitió don Pablo limpiándose el sudor que perlaba su frente—. ¡Dentro de poco rato haremos cabriolas por los aires!
—¡Y el bandido se ha escapado! —aulló Bennie colérico.
—¡Y con nuestro oro! —añadió el mecánico.
—¡Y con nuestros caballos! —agregó Back—. ¡Pero esto no es razón para que nos crucemos de brazos esperando el salto mortal sin intentar nada para evitarlo! ¡Hay que hacer algo!
—¡No se puede hacer nada! —le contestó su compatriota—. ¡Es imposible escalar estas rocas!
—Por lo menos, tratemos de apagar las mechas —exclamó Bennie.
—Para eso necesitaríamos bajar, y la roca está cortada a pico.
—Si saltara…
—¡Se mataría usted! Son más de siete metros de altura, y caería usted sobre unos peñascos puntiagudos, que le despedazarían.
—¡Entonces estamos condenados irremisiblemente a perecer!
El señor Falcone no contestó; no sabía más que decir que la muerte le parecía inevitable y en cuestión de un par de minutos.
Guardaron unos segundos de silencio fúnebre. Los cinco desgraciados miraban con terror los dos hilillos de humo que salían de las minas.
Cada segundo que transcurría tenía para ellos la duración de una hora.
Ya comenzaban a resignarse con su espantosa suerte, cuando oyeron una voz humana en lo alto de las rocas.
Al oírla, Bennie lanzó un rugido de fiera herida y apuntó con su escopeta, dispuesto a hacer fuego, creyendo que el californiano había vuelto para darse el sabroso placer de asistir a la agonía de sus víctimas.
Ciego de ira, iba a disparar sobre un bulto que asomaba inclinándose con precaución hacia el abismo, cuando le agarró por el brazo con fuerza febril el señor Falcone, gritando:
—¡Indios! ¡Indios! ¡Amigos! ¡Bennie! ¡Estamos salvados!
Cuatro indios habían aparecido al borde del abismo y miraban con curiosidad a aquellos cinco blancos reunidos en la plataforma.
—¡Una cuerda! ¡Echad una cuerda! ¡Pronto, o estamos perdidos!
Las voces de Bennie fueron comprendidas por los indios. Uno de ellos se desciñó de la cintura una larga correa y la dejó caer, agarrándola por un extremo los cuatro pieles rojas.
—¡Arza! ¡Pronto! —ordenó Falcone.
—¡Tú el primero, Armando! ¡Pronto! —dijo el canadiense.
El joven se agarró a la correa y fue izado en un santiamén.
Una vez arriba, sin entretenerse en dar las gracias a sus salvadores, se precipitó hacia las grutas y comprobó que les habían robado el oro recogido con tanta fatiga.
Corrió como un loco gritando:
—¡Robados! ¡Robados!
Los indios habían izado ya a sus compañeros.
—¡Indeseables! —rugió Bennie—. ¡Si llego a echarle la vista encima!…
Miró alrededor, y vio que su caballo, el de Back y uno de los de don Pablo galopaban hacia ellos sin bridas y como si hubieran conseguido escapar de manos del que los había cogido. El cuarto animal no logró, sin duda, igual suerte, y continuaba en poder del californiano.
—¡A caballo! ¡Monta tú también, Armando, y usted, don Pablo! ¡Ustedes quédense, o sígannos como puedan!
El canadiense, el joven mejicano y el sobrino del mecánico se lanzaron hacia la selva a toda prisa de sus corceles, mientras sus dos compañeros decidieron quedarse para cuidar de los víveres que tenían almacenados en una de las hendiduras de la roca, como saben nuestros lectores.
Los tres caballos emprendieron una carrera desenfrenada, atravesando en pocos minutos el valle en toda su longitud, y llegando a la entrada de la selva, se internaron en ella sin detenerse un instante.
No tardaron en distinguir en un claro del bosque, y a unos setecientos pasos delante, dos jinetes, en los cuales reconocieron al californiano y al forajido, llevando entre ellos el caballo de don Pablo cargado con varios bultos.
Los dos animales que montaban los bandidos parecían bastante cansados. La carga del tercero hacía suponer que era bastante pesada.
Al divisarlos, Bennie exhaló un rugido de placer.
Los fugitivos volvieron la cabeza y palidecieron reconociendo a sus enemigos. Tratando de huir, azotaron sin piedad a sus caballos, que parecieron hacer un supremo esfuerzo; pero el de la carga no podía seguirlos tan a prisa y tenían que amoldarse a su paso.
—¡Alto o disparo! —gritó el canadiense.
Dos duras interjecciones fue lo único que oyeron por respuesta.
—¡Ah! ¿No queréis rendiros? Pues preparaos. ¡Ahora vais a saber lo que es bueno! —exclamó Bennie con voz fuerte.
Y con admirable agilidad saltó del caballo, dejando que el animal siguiera corriendo impulsado por el ímpetu de su carrera.
Los dos bandidos espoleaban a sus cabalgaduras tratando de internarse pronto en la espesura de la selva, y tranquilos porque no se creían al alcance de las escopetas de los mineros. Por desgracia para ellos, el caballo de Correa, que llevaba la carga del oro robado, dificultaba la rapidez de su marcha y no pudieron pasar el claro tan pronto como hubieran querido.
De pronto se oyó una detonación.
Aún no se había extinguido el eco de ella, cuando el californiano cayó mortalmente herido.
Su compañero, espantado, abandonó la acémila con el oro que llevaba, e hizo dar un salto a su caballo para llegar a una ondulación del terreno.
Una vez allí, echó pie a tierra ágilmente y se aprestó a la lucha.
Armando y don Pablo continuaban la persecución a caballo y ganando terreno a ojos vistas.
—¡Ríndete! —gritó el mejicano.
—¡No! —respondió el bandido, que en aquel momento se echaba al suelo desmontando ágilmente, como hemos indicado.
Una vez en tierra y antes de que huyera su caballo, el bandido le mató de dos cuchilladas, haciéndole caer ante la roca que se elevaba aislada en el claro del bosque, y se tendió tras él para que el cadáver del pobre animal sacrificado le sirviese de barricada.
—¡Cuidado, Armando! —gritó don Pablo—. ¡Ese bandido tiene doce balas en su fusil!
En aquel momento se oyeron algunos disparos de revólver.
El mejicano y el sobrino del mecánico se volvieron y vieron que corría hacia ellos el canadiense.
—¡Bennie! —exclamó Armando.
—¡El mismo! —repuso el antiguo vaquero—. ¡Ya he acabado con uno! ¡Veremos ahora qué pasa con el otro!
—¡A la derecha, Armando! —gritó don Pablo—. ¡Ese bergante va a disparar!
En efecto; resonaron dos detonaciones seguidas y el joven italiano oyó silbar ambas balas.
—¡Desmonte usted y trate de no presentar blanco a ese indeseable! —le ordenó Correa.
El joven obedeció y se ocultó rápidamente tras un pequeño matorral. Don Pablo le había precedido, parapetándose tras un enorme tronco derribado.
Después de haber hecho los dos disparos, el forajido había vuelto a ocultarse por completo, no dejando ver ni siquiera la copa de su gorro de piel de zorro americano.
—¡Ese bergante —dijo Bennie, que se acercaba a sus amigos arrastrándose como los indios para no presentar blanco— cree que va a fusilarnos como a patos, pero no cuenta con la huéspeda! ¡Amigos, ya que el terreno es favorable, tratemos de cercar a ese indeseable!
Los tres mineros comenzaron a arrastrarse en tres distintas direcciones, aprovechándose de lo quebrado del terreno.
Una ronca imprecación del forajido les probó que había adivinado su táctica.
Inmediatamente, abandonando toda prudencia, se puso en pie de un salto y comenzó a disparar los diez tiros que le que* daban.
—¡Fuego! —ordenó de pronto el canadiense.
Casi en seguida retumbaron tres detonaciones.
El bandido lanzó un rugido feroz, giró sobre los talones y cayó boca abajo.
Este episodio había terminado.