UN ENEMIGO MISTERIOSO
Durante catorce días los mineros continuaron su trabajo siguiendo el filón y acumulando gran cantidad de oro: al decimoquinto tropezaron con un enorme bloque de cuarzo durísimo, absolutamente inatacable, y allí cesó de improviso aquel trabajo rudo y fatigoso que realizaban con febril entusiasmo.
La masa rocácea se extendía en dirección a un barranco profundo, confinante con una de las dos cascadas, y era tan enorme y sólida, que podía desafiar, no sólo a los picos, sino también a un barreno. Cuando se convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos, volvieron a la boca del poco y comenzaron a hacer calas en distintas direcciones. Na tardaron en hallar arena aurífera.
Pero pronto se convencieron de que el nuevo filón no era, ni con mucho, tan rico como el anterior. En dos jornadas de trabajo sólo consiguieron reunir dos kilogramos de oro, resultando así una ganancia de unas tres mil pesetas por día,
—¡Cuernos de bisonte! Convengo en que es bastante ganar tres mil pesetas diarias, y muchas minas ricas de California no dan mucho más; pero para nosotros es muy poco. ¡A este paso no seremos cresos!
—Pues a mí me parece bastante, y creo que es usted demasiado exigente, señor Bennie.
—¡Qué sabes tú, Armando! ¡Te digo que es muy poco!
—Dígame usted de algún país donde un zapador pueda ganar seiscientas pesetas de jornal.
—Bueno; tienes razón; pero ha habido día que hemos ganado más de seis mil, y acostumbrados a ganar demasiado, esto nos parece una miseria.
—¡Y lo llama miseria! ¡Adiós, millonario!
—Vamos a ver, señor Falcone, ¿cuánto suma el oro que hemos recogido en estos días pasados?
—Ciento sesenta kilogramos.
—O sea…
—Unas quinientas mil pesetas.
—¡Y esto en quince o dieciséis días!
—Creí que era más.
—¡Cómo! ¿Aún le parece a usted poco, Bennie? Cuente usted que son veinte mil duros por cabeza.
—Sí; pero no se compra una ciudad con veinte mil duros.
—Pues busque usted otro filón más rico.
—No tengo que cansarme mucho para encontrarlo, amigos.
Un ¡oh! de admiración acogió aquellas palabras.
—¡Hable, Bennie! —dijeron los cuatro.
—Una pregunta previa: ¿Creen ustedes que hay oro en el río Barem?
—Ciertamente —dijo Falcone—. El otro día examiné sus arenas y hallé polvo de oro.
—¿Y de dónde cree usted que procede el precioso metal?
—Indudablemente de los flancos del Dom.
—¿Ha observado usted la catarata mayor?
—Sí.
—En su base se ha formado una extensa cuenca, probablemente muy profunda.
—Verdad.
—Pues bien, señores; ¿saben ustedes lo que pienso?
—Hable usted.
—¡Explícate!
—¡No somos adivinos!
—Que dentro de esa cuenca debe de hallarse acumulado el oro arrastrado por la cascada.
El señor Falcone miró de hito en hito al canadiense. La reflexión de éste le había impresionado vivamente.
—Sí; puede ser. Mejor dicho, debe de ser así —dijo.
—Entonces, ¿por qué no vamos a coger esa fortuna?
—¡Tiene usted razón, caramba! —exclamó don Pablo—. Quizá haya en esa cuenca inmensos tesoros acumulados durante siglos y siglos.
—¡Pues vamos a cogerlos! —dijo Back.
—¡Despacio, amigo! —replicó el mecánico—. Primero hay que ver si podemos echar mano al tesoro. No han pensado ustedes en la catarata.
—¡La desviaremos!
—¿Y después?
—¡Vaciaremos la cuenca!
—Para lo cual necesitaremos varios meses de trabajo. Pero vamos a ver primero si hay posibilidad, mediante alguna mina… ¿Cuánta pólvora tenemos?
—Doce kilogramos, sin contar los ochocientos cartuchos de nuestros fusiles —respondió Bennie.
—¡Vamos allá!
—Dirigiéndose a la cascada, que rugía a la derecha del valle, y llegados junto a ella, pusiéronse a examinarla atentamente para ver si era posible realizar la labor proyectada.
El río, que bajaba de la montaña, y que podía considerarse como el brazo principal del Barem, por ser el más caudaloso, precipitábase en la cuenca o taza desde una altura de sesenta metros lo menos con un ruido ensordecedor. Después de tan atento examen, el señor Falcone vio que había posibilidad de acometer con buen éxito la empresa ideada por el canadiense.
—Sí —dijo después de haber reflexionado—. Poniendo un barreno en la base de esa gran roca que dificulta el paso libre del agua, podrá vaciarse rápidamente la taza. Ese obstáculo, ya trabajado por el agua, no debe de oponer gran resistencia, e indudablemente cederá al impulso de una buena carga de pólvora.
—La única dificultad consiste en desviar la catarata.
—¿Le parece a usted imposible? —preguntó don Pablo.
—Acaso con otro barreno podrá lograrse —apuntó Bennie.
—¡Probaremos!
—Pero inundaremos el valle —insinuó Back.
—¡No importa! No tardarán las aguas en abrirse nuevo cauce para juntarse a las del Barem.
—¡Síganme ustedes! —dijo Falcone.
Y echó a andar por la orilla del río, avanzando doscientos o trescientos pasos en busca de un lugar propicio para abrir un nuevo cauce a las aguas.
En aquel sitio corría entre dos paredes rocosas que lo estrechaban como en una cañería. Examinó con atención su curso, avanzó un poco más y se detuvo en la parte donde la corriente describía una curva brusca.
Como el recodo era muy acentuado y el curso del río impetuoso, las aguas se precipitaban contra la orilla izquierda, chocando con tal furia, que parecía que iban a horadar la roca que las obligaba a desviarse.
—¡Allí! —dijo el señor Falcone—. Si en aquel lugar se abriese paso a la corriente, las aguas seguirían naturalmente el nuevo cauce, abandonando la cascada.
—¿Bastará un barreno? —preguntó Bennie.
—Se necesitarán varios; pero los haremos estallar a la vez.
—¡Si logramos nuestro propósito, hétenos millonarios, señor Falcone! ¡Estoy seguro de que en el fondo de la cascada está la caja de caudales de la montaña!
—¡Pues la saquearemos! —contestó festivamente el mecánico.
—Vamos a examinar la otra orilla.
La corriente era rapidísima y profunda, y el agua estaba demasiado helada para sumergirse impunemente en ella. Tuvieron, pues, necesidad de agenciarse dos pinos, cuyos troncos bastaban para cruzar el río, un puente móvil de ocasión.
Una vez en la otra orilla, examinaron la roca que deseaban hacer volar. El ímpetu de la corriente la había debilitado bastante, disgregando muchas partes de ella y resintiéndola de tal modo, que al recibir el empuje de las aguas parecía estremecerse. No era de creer, pues, que opusiera resistencia. Indudablemente, aun sin barrenos, no tardaría mucho tiempo en caer quebrantada, aniquilada por la fuerza incontrastable de la corriente.
Satisfechos de su examen, los cinco mineros se pusieron alegremente a la obra. Abrieron seis barrenos bastante profundos, cargando cada uno con un kilogramo de pólvora, y prepararon las mechas.
Ya era de noche, pues la labor los ocupó toda la jornada, cuando encendieron las mechas y pasaron a todo escape a la otra orilla para no sufrir las consecuencias de la explosión.
No tardó mucho en producirse con estrépito infernal, pues los seis kilogramos de pólvora se incendiaron casi simultáneamente, ensordeciendo a los mineros, despertando los ecos del valle y repercutiendo en el bosque y en la montaña.
Quebrantada la pared por la explosión, cedió en un trecho de sesenta metros, dejando un vacío bastante más profundo que el lecho del río. Al hallar un desahogo, las aguas se precipitaron por allí furiosamente, derribando cuantos obstáculos había a su paso, y se extendieron por la llanura.
—¡Hurra, hurra! —gritaron los mineros contemplando los efectos de su obra.
—¡El tesoro es nuestro! —exclamó Bennie tirando a lo alto su sombrero—. ¡Dentro de pocos días habremos forzado la caja de caudales de la montaña!
Poco después el fragor ensordecedor de la cascada cesaba bruscamente. El río, que había abandonado su antiguo lecho, se abrió nuevo cauce, canalizado entre las rocas del valle, para desaguar en el Barem seiscientos metros más adelante.
—¡A la cascada! —ordenó el señor Falcone.
Los cinco mineros se dirigieron a aquella especie de gigantesco embudo, y vieron que había desaparecido casi toda el agua. Solamente unos hilillos de escasa importancia bajaban aún lamiendo las negras rocas.
Pero el agua del fondo había desaparecido, no dejando en la base de las rocas más que una taza de unos cuarenta metros de ancho y poco más de largo, probablemente bastante profunda.
—Mañana bajaremos y haremos desaparecer también esa agua —dijo el mecánico—. Con un buen barreno abriremos un cauce en la roca viva.
—¡Y seremos millonarios!
—¡Se precipita usted demasiado, mi querido Bennie!
—¡Cómo! ¿Lo pone usted en duda?
—No, en verdad; pero para asegurarme quiero ver primero el fondo de la cuenca.
—¡Le digo a usted que hallaremos oro en gran abundancia!
—¡Bueno, amigo, bueno! ¡No se incomode usted! —repuso el italiano riéndose.
—¡Es la fiebre del oro! —replicó festivamente el canadiense—. ¡Qué quiere usted! ¡Se le va a uno la cabeza!
Como todos estaban cansadísimos, retiráronse a la tienda, y después de una cena frugal, se acostaron, sin preocuparse de establecer turnos de guardia. En tantos días ni habían hallado huellas de fieras ni de hombres, y hacía varias noches que renunciaron a las velas, considerándolas inútiles.
Durmieron varias horas tranquilos. De pronto el canadiense despertó, oyendo con sus finos oídos de vaquero avezado a la vida de la pradera algunos relinchos de inquietud. De un salto se puso en pie y agarró el fusil, que siempre dejaba al alcance de su mano.
«Si los caballos han relinchado —pensó—, es que han olido algún peligro. ¡Veamos!».
No quiso alarmar a sus compañeros, y salió sin despertarlos.
La noche no era nada clara. Luna y estrellas hallábanse cubiertas por las nubes, pero algo se veía, y a treinta pasos podía distinguirse un bulto cualquiera. Los cuatro caballos estaban en pie, inquietos.
«¡Cuando se han levantado —pensó—, algo hay! ¿Habrá venido a rondar estos contornos algún oso gris? ¡No estaría mal, aunque no fuese sino para aumentar nuestras provisiones!».
Con un dedo en el gatillo, ojo avizor y oído alerta, avanzó y dio la vuelta a la tienda, sin ver nada sospechoso. Creyó que todo había sido una falsa alarma, y ya iba a retirarse, cuando su caballo relinchó otra vez.
—¡Mil cuernos de bisonte! —exclamó el canadiense—. ¡Mi caballo debe de tener algún motivo para alarmarse!
Acercóse al sotechado formado en la roca donde las caballerías tenían su cuadra, y al entrar tropezó con unos haces de leña amontonados en un rincón, y que estaba seguro de no haber visto el día anterior.
—¡Mil diablos! —murmuró lanzando alrededor miradas inquisitivas—. ¿Quién ha traído aquí esto? ¿Para qué? ¿Con qué objeto? ¡Cuernos de bisonte! ¡Hay que aclarar este misterio!
Corrió a la tienda y llamó a sus compañeros, que se despertaron sobresaltados y salieron empuñando las escopetas.
—¿Qué sucede, Bennie? —preguntó el señor Falcone.
—Cosas inexplicables,
—¡Veamos!
—¿Quién de ustedes ha llevado unos haces de leña al sotechado?
—Yo, no.
—Ni yo.
—Ni yo —respondieron todos.
—¿Están ustedes bien seguros?
—¡Segurísimos!
—Pues bien; alguien ha tratado de incendiarlo.
—¿Quién? ¡Veamos! —dijo el mecánico.
—Eso es precisamente lo que no sé.
—¿Serán los indios? —preguntó Armando.
—No lo creo. ¿A cuento de qué?
—Con el fin de robar los caballos y el oro que poseemos y después quemarnos a nosotros.
—¡No puede ser! —dijo don Pablo—. Los indios de estas regiones ni aprecian el oro.
—¿Pues quién puede haber sido? —preguntó Back.
—Algún minero que nos ha seguido y que trataba de inmovilizarnos destruyendo nuestros víveres, robándonos e impidiendo que le sigamos al dejarnos sin caballos.
—¿Y dónde se habrá escondido el indeseable? —preguntó Bennie.
—Habrá huido,
—Es probable; la noche es oscura y propicia.
—¡Señores míos, hay que velar por las noches! —dijo el mejicano.
—¡Y mañana explorar los alrededores! —añadió el mecánico.
—¡Registraremos hasta el bosque! —agregó Back.
—¡Y si encuentro a este bellaco, juro a ustedes que le meto en el cráneo sesenta gramos de plomo! —afirmó Bennie.
Después de inspeccionar los alrededores, llegar hasta las rocas y la cascada y registrar por todas partes, sin hallar nada, los mineros volvieron a la tienda; pero dos de ellos permanecieron de guardia, uno ante ella y otro en la entrada de la caverna, con la esperanza de sorprender al bandido.