LA FIEBRE DEL ORO
Tres días después, dejando atrás bosques espesos, profundos barrancos y nuevos pantanos, los cinco compañeros llegaban por fin a las fuentes del Barem y no tardaron en hallar el valle de las dos cataratas, resguardado por las altas cumbres de la cadena del Dom.
Aquel lugar, quizá nunca visitado por persona humana, ni aun por los indios, que siempre suelen mantenerse próximos a las orillas de, los grandes ríos, siendo por aquellos territorios más pescadores que cazadores, era bello y grandioso, con la hermosura y grandiosidad de lo agreste y salvaje. Pinos majestuosos lo bordeaban, alzando sus copas a sesenta metros del suelo o más, y proyectando densa sombra por los lados; las montañas, cubiertas de una verdadera selva de cedros y abetos, con sus cumbres cubiertas de nieve, cerraban el valle, y dos ramificaciones del Dom, a derecha e izquierda del Barem, servían de marco a los gigantescos pinos, encerrando el valle como en un soberbio marco por tres partes.
El río, formado por las aguas de la cascada, se precipitaba rugiente e impetuoso, espumante y casi helado, saltando de roca en roca y serpenteando caprichosamente, arrastrando témpanos de bastante tamaño y formando peligrosísimos remolinos.
El fragor de la cascada y de la corriente bulliciosa despertaba los ecos del valle y atronaba los oídos de los viajeros, fingiendo ruido de batallas y estruendo de tempestad.
El señor Falcone y sus compañeros detuviéronse mirando con admiración mezclada de cierto sobrecogimiento el imponente espectáculo que ofrecía aquel valle sombrío.
—¿Y está aquí el oro, bajo nuestros pies? —preguntó al cabo de un rato Bennie, cuyos ojos se fijaban ansiosos en las rocas, cual si tratase de descubrir el precioso metal que ocultaban.
—Sí —repuso Correa—. La montaña al frente, las dos cataratas y el Barem en medio. ¡El minero no me engañó!
—¡Manos a los azadones! —exclamó el canadiense—. ¡Tengo ganas de ver el oro, nuestro oro!
—¡Cálmese, Bennie! —dijo riéndose el señor Falcone—. ¡Nadie se llevará nuestro oro!
—¡Siento que me abrasan los pies estas rocas que guardan el precioso metal!
—Lo creo; pero no hay que precipitarse. Procedamos con calma. El valle es grande y no sabemos en qué lugar se hallan los filones auríferos.
—Cierto —asintió don Pablo—. Tendremos que hacer calas y ensayos.
—Y montar el sluice —dijo Armando.
—Y encender fuego y hacer el almuerzo —añadió Back—, pues todavía no hemos almorzado.
—¡Al diablo el almuerzo! ¿Quién se acuerda de almorzar teniendo bajo sus plantas millones y millones quizás?
Los cuatro amigos soltaron la carcajada.
—¡Reíd, reíd! —prosiguió Bennie—. ¡Ah, flemáticos! ¿Acaso no sentís la fiebre del oro?
—¡Todavía no! —contestó festivamente el mecánico—. Pero ya nos atacará, tarde o temprano. Dicen que es contagiosa.
—¡Ea! ¡Ante todo, armemos la tienda y preparemos el almuerzo! —dijo Correa.
Como era cuestión de permanecer allí hasta el término de la buena estación, es decir, un par de meses largos, escogieron con cuidado el lugar más a propósito para acampar; un puesto resguardado de los helados vientos septentrionales y que ofreciese condiciones para resistir un posible ataque de pieles rojas o de forajidos.
Eligieron para campamento una roca horadada con muchas hendiduras que parecían hechas para servir de escondites y baluartes, situada cerca de la orilla izquierda del Barem, y en sitio a propósito para vigilar el sluice, que contaban con armas allí.
Alzaron la tienda ante la caverna, la cual fue destinada a caballeriza, pues querían conservar los excelentes animales para la vuelta.
Durante aquel día no intentaron exploración alguna, atareados con los cuidados de la instalación, preparándose buena provisión de musgo para formar sus lechos, de leña para la calefacción y la cocina, y almacenando las cajas convenientemente para tener bien acondicionados útiles, municiones, herramientas y provisiones.
Al día siguiente armaron el sluice, que es una especie de cedazo montado en dos sólidos postes por medio de fuertes goznes de hierro fundido. Interiormente está dividido en varios departamentos: ocho, diez y hasta doce; el primero, el más amplio, recibe la tierra aurífera tal como sale del pozo. El agua que pasa sobre él, pues hay que colocar el cedazo bajo la corriente de algún río caudaloso o de un torrente, disgrega rápidamente la tierra, llevándose las impurezas y dejando sólo la arena y el oro, que se cuelan por una especie de filtro al segundo departamento; otro colador o cedazo permite el paso del oro y a los fragmentos más pequeños, y merced a cierta cantidad de mercurio contenido en él atrae el precioso metal, impidiendo que el agua se lo lleve. Así sucesivamente va filtrándose y purificándose al pasar de departamento en departamento.
Con tal sistema se puede estar seguro de que no se pierde la menor partícula de oro, mientras que con el sistema antiguo de los cedazos primitivos muchas lentejuelas de oro eran arrastradas por la corriente del agua.
Por fin, al tercer día los mineros pusiéronse al trabajo haciendo calas para buscar los filones más ricos. Ansiosos de investigar la riqueza del subsuelo, excavaron un pozo cerca del río. No tardaron en hallar arena aurífera a menos de dos metros de profundidad, y Bennie y Correa, que eran los que abrían aquel pozo, lanzaron un ¡hurra! entusiasta, que atrajo a su lado a los tres compañeros. Seis pozales de aquella arena fueron izados y llevados al lavadero, en torno del cual se reunieron los cinco para conocer lo más pronto posible el resultado de su trabajo.
—¡Atención, señores! —dijo Bennie—. ¡En breve vamos a saber la importancia de la riqueza del filón que hemos descubierto, para saber si nos conviene seguir explotándolo!
—No sé si es que comienza a invadirme la fiebre del oro; pero es el caso —exclamó Armando—-que parece querer saltárseme el corazón del pecho.
—Eso es la emoción que experimenta el jugador que arriesga una gruesa suma a una carta —dijo don Pablo sonriendo.
Entre tanto, Back y Falcone habían cerrado el paso al agua, apresurando cuidadosamente la caída del oro en el último departamento del sluice.
Sacada la caja, vieron ondear el mercurio amalgamado al precioso metal. Bennie y el joven mejicano, los más hábiles en aquellas operaciones, procedieron a pasar la mezcla a un gran plato de madera y luego la echaron a un saco de lona.
—¿Para qué lo meten ustedes en ese saco? —preguntó Armando, que había seguido con atención profunda y vivo interés las distintas operaciones realizadas por los dos mineros.
—Para separar el oro del mercurio —respondió el canadiense.
—¿Y veremos después el oro?
—Sí; pero no hay que ser impacientes. Back, trae el caldero.
—¡Aquí está!
El canadiense cogió el saco con las dos manos y empezó a estrujarlo y retorcerlo con todas sus fuerzas. Comprimido de tal modo, el mercurio comenzó a salir por todos los poros de la tela, cayendo como lluvia de plata en el recipiente. Cuando Bennie abrió por fin el saco enseñó a sus compañeros, asombrados, un bloque de más de medio kilogramo, pero que parecía de plata mejor que de oro.
—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el vaquero con entusiasmo.
—¡Caramba! —dijo don Pablo.
—¡El filón es de una riqueza fabulosa! —añadió el canadiense.
—¡Canario! ¡Ya lo creo! —asintió Back.
—¡No le engañó a usted su amigo, don Pablo! —dijo Falcone.
—¿Todo eso es oro? —preguntó Armando—. ¡Qué barbaridad! ¡Más de medio kilo de oro en unos cuantos pozales de tierra!
—¡No te entusiasmes demasiado, muchacho! —le replicó su tío—. No es todo oro, aún tiene bastante mercurio. Pero de todos modos, el filón que hemos descubierto es de una riqueza extraordinaria, inverosímil. Aunque contenga un veinticinco o un treinta por ciento de mercurio, podemos decir que es una mina riquísima.
A todo esto, Back había encendido una hoguera y puesto sobre las llamas una sartén de hierro. Bennie cogió el precioso bloque y lo echó dentro. En breve se fundió el mercurio y en el fondo de la sartén quedó el oro puro.
—¡Oro! ¡Oro! ¡Oh! ¡Cuánto! ¡Una riqueza! —exclamaron los mineros con inmenso júbilo.
Realmente, la cantidad de oro que restaba en la sartén después de separado el mercurio justificaba su entusiasmo. Ni Bennie, ni Back, ni Correa habían visto nunca que de sólo seis pozales de arena aurífera saliera casi medio kilogramo de oro puro. Podía, pues, creerse que el terreno de aquel valle era prodigiosamente rico.
—El resultado del primer ensayo no puede ser más espléndido.
—¡Amigos, vamos a ser ricos como nababs, como cresos! ¡Compraremos ganados, campos, casas! ¡Qué, casas! ¡Si se nos antoja, podremos comprar una ciudad entera!
—Si todas las recolecciones dieran el mismo resultado, Bennie, sí que tendría usted razón —respondió Falcone—. Podría decirse que la riqueza de este valle superaba a la de toda California, Australia y África. Pero hay que ver si el filón continúa rindiendo lo mismo.
—¿Y qué? Cuando veamos que empieza a rendir menos, buscaremos y encontraremos otro tan rico o más que éste. ¡Cien mil cuernos de bisonte! ¡Amigos, al trabajo! ¡Necesito moverme, cavar; y si no, me pongo a saltar, a bailar!…
—¡Calma, Bennie! Hasta ahora la ganancia no es más que de un par de billetes de mil pesetas —dijo Armando.
—¡Bueno; pero bajo nuestros pies hay millones!
—Los cogeremos, pero no tenemos que enloquecer por eso.
—¡A trabajar! —dijo Falcone.
Bennie y Back bajaron al pozo; Armando y Correa subían los pozales llenos de arena aurífera. Falcone tomó la dirección del sluice, trabajo menos fatigoso y más en consonancia con sus aficiones y conocimientos mecánicos.
Durante toda la jornada los mineros trabajaron con ardor y casi sin descanso, febrilmente, ávidos de arrancar a la tierra los tesoros que guardaba en su seno.
A la noche resultó que habían logrado reunir doce kilogramos de oro, según pudieron comprobar en un peso que el mecánico llevaba. El trabajo, si bien rudo y fatigoso por lo ininterrumpido, sólo había sido de diez horas escasas. No podía ser más satisfactorio el resultado.
Así, para festejarlo, y después de comerse con excelente apetito uno de los jamones del oso, el último que les quedaba, se bebieron una de las seis botellas de whisky que habían traído.