MOMENTO TERRIBLE
La misma noche, aprovechándose de la niebla, que había vuelto a caer en el campo de oro, don Pablo y sus compañeros prosiguieron su marcha hacia el Barem, partiendo sin despedirse, para evitar que los siguiesen.
Guiándose con la brújula caminaron toda la noche en dirección Este, tomando toda clase de precauciones para ver si hacían perder las huellas al tenaz californiano.
Al salir el sol se hallaban en un bosque de pinos y cedros a treinta y dos millas del Bonanza.
Hicieron un alto para desayunarse y dar descanso a los caballos, muy sobrecargados, y dos horas después continuaron el viaje, resueltos a no acampar de nuevo hasta llegar al Barem.
Esta marcha fue quizá la más fatigosa desde que salieron del lago de los Esclavos, pues tuvieron que atravesar terrenos pantanosos, bosques espesísimos, cursos de agua casi helada y barrancos abruptos y profundos con las paredes casi cortadas a pico. Así, al acampar de nuevo, hombres y animales hallábanse extenuados.
—¡Una hora más, y envío al diablo todos los tesoros de Alaska! —exclamó Bennie—. ¡Esta marcha ha sido una verdadera carrera de baquetas!
—Pero ha sido necesaria —replicó Correa—. Si no hubiéramos caminado tan de prisa, habríamos sido alcanzados por alguna cuadrilla de mineros.
—Y quizá por el californiano y su compañero —añadió Armando.
—¿Nos habrá seguido aún? —preguntó Back.
—Es probable —respondió su compatriota.
—¡Sangre de bisonte! —exclamó el canadiense—. ¿Por ventura es ese hombre un lebrel?
—Pues no me sorprendería que nos siguiera.
—Por lo visto, a toda costa quiere tener su parte de oro.
—Y vengarse de mí, además. Así, pues, les aconsejo a ustedes que estén muy en guardia, y más ahora que está aliado con el forajido.
—¡Bah! ¡No se arriesgará a descubrirse!
—Si nos ha seguido de Dawson al Bonanza, a pesar de todas las precauciones que tomamos, bien puede seguirnos ahora también.
—¡Me alegraría, para poder colgarle de un árbol!
—¡Como no nos juegue alguna de las suyas! ¡Ese bandido es capaz de todo!
—Tendremos los ojos muy abiertos.
—Y dormiremos sólo con uno —añadió Armando.
—¡Eso hace falta, amigas!
—Velaremos noche y día. ¿Cuánto distamos de las fuentes del Barem?
—Unos tres días escasos de marcha regular.
—¿Y recogeremos el oro a paletadas?
—Si no a paletadas, por lo menos a puñados.
—¿Recuerda usted exactamente el punto?
—Me lo describió mi amigo tan minuciosamente, que no puedo engañarme. Es un valle entre altos picos que dominan el Dom, y dos cataratas a los costados.
—Entonces, mañana vadearemos el Barem y proseguiremos la marcha hasta que nuestras piernas lo permitan —dijo Falcone—. Hay que apresurarse, porque la buena estación es muy breve, y tenemos que aprovecharla.
En aquel momento los caballos relincharon con inquietud, esforzándose por soltarse.
—¿Qué ocurre?
—¿Habrán olido algún enemigo? —inquirió Armando.
—Puede ser, porque nuestros caballos no son asustadizos.
Don Pablo se había levantado empuñando el fusil, e inspeccionó prudentemente los alrededores.
—¿Nada? —preguntaron Bennie y Armando.
—Nada. Parece como si la selva estuviera desierta.
—El peligro no viene de la selva, amigos —dijo Back—. Los caballos tienden las orejas hacia el río.
—¡Vamos a ver los tres! —dijo resueltamente el canadiense—. Tú, Back, quédate guardando el campamento con el señor Falcone.
Mientras los dos custodios exploraban los alrededores de la tienda, Correa, el italiano y el vaquero se dirigieron hacia el río, mirando atentamente todos los matorrales y bajo los altos árboles. Ningún rumor sospechoso llegaba a sus oídos; sólo se oía el ruido de la corriente y el gemido de las ramas azotadas por el helado viento septentrional.
Los tres exploradores llegaron a la orilla del Barem y se encorvaron para inspeccionar la corriente; pero el agua, ensombrecida por las copas de los inmensos árboles que costeaban la corriente, presentábase a sus ojos como una masa negra. No pudieron, pues, distinguir nada.
—¿Se habrán engañado nuestros caballos, a pesar de su instinto? —preguntó el joven mejicano.
—Los de usted, es posible —dijo el canadiense—; pero nuestros caballos de la pradera, no. Esos animales de las inmensas llanuras del Sur están acostumbrados a olfatear el peligro y a señalarlo.
—Sin embargo, no se ve nada sospechoso.
—¡Callen! —dijo Armando.
Callaron y aguzaron el oído. A cuarenta o cincuenta pasos sobre la corriente se oyó un sordo rumor como el producido por la caída al agua de un cuerpo muy pesado.
—Alguien se ha arrojado al río —dijo Bennie.
Lanzáronse en aquella dirección y bajaron al río por el lugar donde se había producido el chapuzón.
—¡Nada! —dijo Armando.
—Y, sin embargo, alguien se ha chapuzado.
—¿Habrá sido algún animal?
—Puede ser.
—¿Y por qué no un hombre? —preguntó don Pablo.
—¿Algún indio?
—No, Bennie. Sospecho que sea nuestro enemigo.
—¿El californiano? ¡Cuernos de bisonte! ¿Quiere usted que nos haya alcanzado ya? ¡Es imposible que haya descubierto nuestras huellas!
—Quisiera creerlo así yo también, pero… ¡Ese hombre es muy capaz de habernos seguido!
—Entonces, dejémosle que se ahogue.
—¿Qué hacemos? —preguntó Armando.
—Volvamos al campamento y estemos alerta —repuso el joven mejicana—. ¡Quién sabe si nos engañamos! ¡Quizá se trate de algún animal!
—Preferiría que fuera así —agregó Bennie.
Exploraron la orilla en una extensión de trescientos o cuatrocientos metros, tan infructuosamente como antes, y regresaron a la tienda.
Como no estaban seguros de la clase de enemigo ni de la parte por donde vendría, encendieron dos hogueras más para iluminar el campo por todos lados, y encargaron la primera guardia a Back y a Armando.
El vaquero y el italiano encendieron sus pipas, se envolvieron en sus mantas, porque la noche estaba muy fría, y se sentaron para vigilar.
Los caballos parecían haberse tranquilizado después de la exploración, y se habían echado junto a la tienda. Sólo el de Bennie permanecía en pie, no desmintiendo su raza.
En la selva no se percibía ningún rumor sospechoso. Hasta el viento había cesado, dejando tranquilas las copas de los cedros y los pinos.
Así pasaron cerca de dos horas. De pronto, Back observó que el caballo de Bennie erguía la cabeza y levantaba las orejas, como queriendo recoger algún vago ruido.
—¡Algo ocurre! —murmuró el mejicano poniéndose en pie—. ¿Quién puede aventurarse en el bosque con este frío y a tales horas?
En aquel momento el caballo lanzó un ahogado relincho y tiró de la cuerda que le sujetaba al palo de la tienda.
Armando, que velaba a espaldas de la tienda, se había levantado también y, dando media vuelta, llamó:
—¡Back!
—¿Qué ocurre?
—El caballo está inquieto.
—Y también los otros comienzan a dar señales de inquietud. ¡Mira! —contestó el mejicano.
—¿Se acerca alguien?
—Así lo creo.
—¿Quién puede ser el que se acerca por la selva con este tiempo?
—Difícil es averiguarlo.
—¿Por qué razón?
—Por la niebla. Comienzan a no verse los dedos de la mano.
—¡Es verdad! ¿Avisamos a Bennie?
—Esperemos un poco.
Ambos se habían alejado un poco de la tienda, tratando de descubrir la causa de semejante alarma.
Por desgracia, durante las dos horas de su vela se había extendido una espesa niebla que impedía distinguir el más grueso tronco a distancia de seis o siete pasos.
—¡No se ve nada! ¡Estúpido país de nieblas!
—¿No oye usted nada, Back?
—Sólo el rumor de la corriente.
—¡Eh!
—¡Caramba!
—¡Un gruñido de oso gris, Back!
—¡Sí, Armando!
—¿Tratará de sorprendernos la fiera?
—¡Despertemos a los compañeros! ¡Contra una fiera así, nunca seremos demasiados!
Era inútil despertarlos. El canadiense había oído el gruñido del terrible animal y, despertando a sus compañeros, salió de un salto fuera de la tienda.
—¡Un grizzly! ¿Verdad, Back?
—¡Sí, Bennie!
—¡Lo prefiero al californiano! ¿Dónde está?
—Se pasea por entre la hierba —repuso Armando.
—¡Maldita niebla!
—¡Cuidado! —gritó Back.
En medio de la húmeda cortina se veía confusamente una forma gigantesca que parecía tratar de dirigirse hacia las hogueras.
Bennie y don Pablo, que eran los que se hallaban más próximos, apuntaron precipitadamente y dispararon sus fusiles. Oyóse un aullido feroz, agudo, y luego nada.
—¿Ha caído? —preguntó el canadiense.
—No he podido verlo —repuso Back.
—Si no hubiera muerto, se habría precipitado contra nosotros —dijo Armando.
—¡Vamos a verlo! —añadió resueltamente Bennie.
Y se lanzó al lugar donde se había visto el presunto oso, siguiéndole Armando y Correa. Pero, llegados al sitio, no vieron nada.
—¡Busquemos! —dijo el cazador.
—¡Prudencia! —advirtió el joven mejicano—. ¡Esos animales son muy astutos!
El canadiense se puso a dar vueltas a un tronco enorme, mientras los otros dos inspeccionaban un matorral próximo. Ya había dado la vuelta, cuando de pronto le cayeron en los hombros dos enormes zarpas. Trató de sustraerse al brutal atraco con rápido y enérgico movimiento y disparar su fusil, pero no pudo hacerlo, y, en cambio, el peso de las dos zarpas le hizo caer al suelo, no permitiéndole otra cosa que gritar:
—¡Socorro!
Armando y Correa se precipitaron en auxilio de su amigo y hallaron un oso gris gigantesco, que se levantó sobre las patas posteriores para caer sobre ellos. Sorprendidos los dos cazadores por la imprevista aparición, descargaron sus escopetas a boca de jarro, y viendo que la fiera no caía, echaron a correr hacia el campamento llamando a Back y a Falcone, Bennie llegó casi al mismo tiempo; no habiendo recibido lesión alguna ni perdido la serenidad, aprovechó aquel pequeño respiro para huir. Por desgracia, había soltado el fusil al ser derribado por el feroz animal y se fugó sin él, pues no era ocasión de entretenerse a buscarlo ante tamaño peligro.
Los cinco amigos se agruparon detrás de la primera hoguera, cuatro armados de escopetas y uno de revólver, dispuestos a la lucha.
Pero contrariamente a sus costumbres e instintos belicosos, por el momento el grizzly no parecía tener ningún deseo de asaltar a los cazadores. Se le oía gruñir cerca y alguna vez le veían surgir entre la niebla por brevísimos instantes, y en seguida desaparecer, sin duda por ocultarse tras el tronco de algún enorme pino.
—¿Está usted herido, Bennie? —preguntaron solícitos los dos italianos.
—¡No! —respondió el canadiense—. Sólo me han lastimado un poco los hombros las uñas de la bestia. ¡Mas espero la oportunidad de vengarme a mi sabor del pésimo rato que me ha hecho pasar!
—Paréceme que no le corre prisa darte esa satisfacción —le dijo Back.
—¡Ya lo veo!
—Me parece que ha debido irse. No le oigo ya —añadió.
—¿Tendrá ya bastante?
—No lo creo, tío —contestó Armando—. Hemos disparado con demasiada precipitación porque se nos echaba encima y quizá ni siquiera le hayamos dado.
—¡Chits! —dijo el canadiense aplicando el oído.
En esto se oyó un chapuzón como el que habían percibido algunas horas antes.
—¡Se ha echado al río!
—¿Tendrá su cubil al otro lado del Barem? —preguntó Falcone con interés.
—Lo supongo.
—Entonces podremos dormir tranquilos.
—Dormir, sí; pero tranquilos, no. ¡Sólo con un ojo!
—¿Y su escopeta de usted, Bennie?
—La cogeremos mañana, Armando. No es un bocado predilecto de los osos.
Convencidos ya de la ausencia de la fiera, Bennie, don Pablo y el señor Falcone se acostaron en la tienda, y Armando y Back volvieron a ocupar sus puestos ante las hogueras, continuando su vela.
La noche transcurrió sin más alarmas, señal evidente de que el oso había atravesado el Barem, abandonando definitivamente la partida. Quizá las balas de Correa y del italiano le habían herido y se retiraba a su guarida para curarse.
Al despuntar el nuevo día tomaron sendas tazas de té bien calientes y se pusieron en marcha, buscando un vado para pasar el Barem; pero el joven mejicano, por temor de tropezar con el cubil del oso gris, hizo remontar a sus compañeros unos seiscientos metros.
El vado era excelente; por aquella parte la profundidad del agua no pasaba de un metro; pero por temor a las consecuencias de un baño helado, aconsejó a sus compañeros que subieran a los caballos. Los pobres animales, a pesar del exceso de la carga, penetraron animosamente en la finísima corriente y pasaron con toda felicidad a la orilla opuesta.
Tomaron tierra en un lugar lleno de matorrales espesos y de enormes pinos. El joven mejicano, que iba delante, trató de internar a su caballo entre aquellas plantas; pero el animal, lejos de obedecerle, hizo esfuerzos por volverse a precipitarse nuevamente en el río.
—¿Qué le pasa a su caballo, don Pablo? —preguntó Bennie.
Correa no tuvo tiempo de responder. Una masa enorme salió de improviso del matorral y se precipitó sobre él, derribándole con caballo y todo.
—¡Cuernos de bisonte! ¡El oso!
En efecto; era el oso gris que los había asaltado durante la noche. Indudablemente, la fiera los había espiado, y al verlos atravesar el río, se emboscó para sorprenderlos.
En vez de precipitarse sobre el mejicano y su caballo, la fiera se lanzó en medio del grupo con ligereza tal y tan impetuosamente, que los mineros no tuvieron tiempo de descolgarse las escopetas que llevaban en bandolera.
Para colmo de desgracia, aterrados los caballos a la vista de la fiera, se precipitaron confusamente en el río, derribando a los jinetes en el agua.
El momento era terrible. El feroz grizzly, erguido en la orilla sobre las patas traseras, se detuvo un momento, cual si estuviera indeciso en la elección de la víctima. Un momento más, y alguno de los cuatro hubiera probado los temibles dientes del monstruo.
Bennie y Armando, caídos en el agua, uno a la izquierda y otro a la derecha, se levantaron inmediatamente. Back cayó en un sitio donde la corriente era muy rápida, y tuvo que echarse a nadar. El señor Falcone, menos afortunado, había quedado en la orilla; pero bajo el caballo que montaba y sin poder levantarse de momento.
El canadiense llamó a Armando y se precipitó resueltamente contra la fiera con el revólver en una mano y el machete en la otra. El italiano había cogido un hacha del arzón de uno de los caballos.
Bennie apuntó con su revólver y apretó el gatillo; mas el cartucho, mojado por el chaparrón, no estalló. Iba a lanzarse sobre el animal machete en mano, cuando resonó una detonación.
El mejicano se había levantado y recobrado su fusil y disparó contra la fiera, metiéndole una bala en el cráneo. Pero no era bastante un balazo para matar a semejante monstruo, y el animal se precipitó furioso y rugiendo contra don Pablo.
—¡Huya usted! —le gritó Bennie.
Antes de recibir el consejo, el mejicano lo había puesto en práctica. En dos brincos sé resguardó tras el tronco de un enorme pino, dando vueltas en torno de él perseguido por la fiera y tratando mientras huía de cargar de nuevo su escopeta.
Furioso el grizzly y con la cara cubierta de sangre, perseguía tenazmente a su enemigo, dando gruñidos de cólera.
Mientras tanto, Bennie, Armando, Falcone y Back se habían reunido y cargado sus armas con cartuchos secos.
—¡Cuidado, Pablo! —gritó el canadiense.
Y apuntaba con su escopeta al animal; pero no se atrevía a hacer fuego, pues pasaban tan rápidamente y tan seguidos el oso y el mejicano, que temía matar a éste queriendo acabar con aquél.
—¡Tírese al suelo! —le gritó Bennie.
—¡No! —respondió Correa.
—¡Es que no podemos disparar por temor de darle!
—¡No importa; ya dispararé yo!
—¿Ha cargado usted su escopeta?
—Sí.
—¡Pues fuego!
El mejicano se volvió en aquel momento. El oso le seguía a tres pasos e iba a aferrarle. Apuntó con su arma, casi apoyando el cañón en el pecho del animal, y disparó, saltando inmediatamente y separándose del árbol. El grizzly se detuvo, quizás mortalmente herido, y en aquel instante recibió cuatro balazos más, que acabaron con su vida. Trató de sostenerse aferrándose al tronco con las uñas, pero no tuvo fuerzas para clavarlas en él; vaciló y cayó, dando su último aullido.
—¡Es una comida que nos hemos ganado bien! —exclamó Bennie—. ¡Señores míos, ofrezco a ustedes dos jamones que nada tienen que envidiar a los del cerdo mejor criado!