CAPÍTULO XIV

LA AUDACIA DE LOS BANDIDOS

Durante cuatro días aún los buscadores de oro continuaron su marcha por aquel salvaje territorio que se extiende entre la ribera derecha del Yukon y la izquierda del Bonanza, a través de aquella selva virgen casi tan vieja como el mundo, entre aquel amasijo de rocas dificilísimas de escalar y entrecortadas por torrentes que ponían a dura prueba las piernas de los caballos.

Al quinto decidieron descansar para cazar algo, cuando de pronto se encontraron ante un vasto placer poblado ya por un centenar de mineros yanquis, ingleses, alemanes y mejicanos.

Aquel campo áureo, recientemente descubierto y ya invadido por los aventureros, hallábase a algunas millas del Bonanza y a veinticinco de la orilla izquierda del Klondyke, en una especie de alta planicie rosácea rodeada de bosques de cedros, pinos y abetos, resguardados por el Sur por una sierra de agudos picachos, todavía cubiertos de nieve.

Unos cuarenta miserables tugurios, en parte tiendas de campaña, feas, viejas, descoloridas, en parte chozas de troncos y ramas de árboles, se esparcían a lo largo del torrente que descendía a brincos de la montaña.

¡Qué miserable espectáculo ofrecían aquellos buscadores de oro! Quizá hubiese entre ellos quien habría acumulado una fortuna, considerables riquezas; pero nadie lo creería al verlos en aquel lastimoso estado: sucios, andrajosos y flacos. Más que seres humanos parecían bestias embrutecidas por la dura labor de los claims y de las privaciones.

El campo de oro estaba en plena actividad, aunque el viento Norte que soplaba hacía con el frío doblemente penoso el trabajo de los pozos. El agua del torrente arrastraba aún en su loca carrera enormes pedazos de hielo.

Habían abierto gran cantidad de pozos, especialmente cerca del arroyo, y no hallaron en ellos el oro mezclado con el cuarzo, sino mezclado con arcilla, el paydin, o sea el fango de oro, había que buscarlo en el fondo de los pozos, extraerlo de allí y lavarlo en las heladas aguas del torrente.

Con tan intenso frío, aquella labor tenía que ser sobremanera penosa, y quizá no tanto para los hombres que se quedaban en los claims como para los encargados del lavado, operación hecha para purgar al precioso metal de las piedrecillas, arenas y fango adheridos a él.

Para lavar el oro, sin sluice, aquellos infelices tenían que sumergirse hasta la cintura en el agua helada del torrente, y permanecer allí los breves minutos que podían soportar semejante baño, con objeto de hacer circular la batea.

Para poder obtener el oro casi puro se valían del antiguo sistema de la batea o fuente de madera dura, capaz para contener unos diez kilogramos de paydin de un diámetro de medio metro y de diez centímetros de fondo. Hay que sumergirla en la corriente, imprimiéndola un movimiento circular y al mismo tiempo ondulatorio. Poco a poco se lleva el agua fango e impurezas, dejando el oro más pesado amontonado en el fondo. Un segundo lavado más rápido que el primero, removiendo el contenido con golpes diestros en el fondo externo de la batea, hace desaparecer las últimas impurezas.

No se crea que se trata de una operación fácil, como puede parecer a primera vista. Requiere habilidad suma, que se adquiere con larga práctica.

Los pobres diablos que por turno lavaban el fango dorado volvían a los claims en estado lamentable por las inmersiones en el agua helada. Algunos, menos fuertes, caían al suelo extenuados en cuanto entregaban la batea a sus compañeros, y tenían que ser llevados a la tienda y colocados cerca del fuego para desentumecerles las piernas.

—Este fango es riquísimo en oro —dijo Bennie, que con sus compañeros asistía hacía buen rato a las operaciones del lavado y veía a veces pepitas enormes en el fondo de las bateas—. Estos hombres no han de salir por menos de cien duros al día cada uno.

—Cierto —afirmó Pablo Correa—. Y si no supiese que en las fuentes del Barem hay filones o campos de oro de fabulosa riqueza, propondría que nos quedásemos aquí.

Por la tarde se nubló el cielo y se levantó espesa niebla sobre el campo. Nuestros amigos se retiraron a la tienda, renunciando a visitar el bar, que era licorería y garito en una pieza, y temiendo que algunos mineros poco escrupulosos les robasen los caballos, los ataron a uno de los palos de la tienda, ante la cual encendieron una gran hoguera.

Durante la cena se guardaron bien de hablar de las fuentes del Barem. Su llegada al campo sin apropiarse un claim y emprender los trabajos previos para las excavaciones quizá había despertado sospechas entre los mineros, y no era difícil que alguno tratase de escuchar sus palabras.

Ya Armando, encargado de velar por los caballos, había visto algunas sombras humanas aproximarse a la tienda, fingiendo haberse extraviado en su camino a causa de la niebla. No había duda que los espiaban.

—Cuando nos vayamos, tomaremos nuestras precauciones para evitar que nos sigan —dijo el joven mejicano—. Aunque aquí abunda el oro, no faltará quien pretenda seguirnos con la esperanza de que lo llevemos a placeres más ricos, Así suele suceder.

—Lo mismo ocurría en el Colorado —contestó Bennie—. Bastaba que un grupo de mineros se alejase, para que muchos lo siguieran creyendo que iban a mostrarles algún yacimiento aurífero más rico.

Establecidos los turnos de guardia, Bennie, don Pablo y el señor Falcone se metieron en la tienda y se echaron a dormir envueltos en sus mantas, mientras Back y Armando se acurrucaron ante la hoguera que ardía fuera.

Ningún suceso interrumpió el pacífico sueño de los mineros. Solamente, ya al amanecer, Bennie y Correa creyeron ver una sombra humana aproximarse a los caballos; pero aunque dieron la vuelta a la tienda y escudriñaron los alrededores, no hallaron a nadie.

Al otro día, mientras don Pablo y el señor Falcone volvían al campo de oro, Armando y el canadiense se internaron en la selva con la esperanza de cazar algo para ahorrar las provisiones y, a ser posible, aumentarlas.

Su gira fue fatigosa e improductiva: sólo pudieron matar en la ribera del Bonanza dos nutrias, animales no despreciables, si bien pequeños, y más apreciados por su piel que por su carne.

Iban a atravesar el campo minero para ir a su tienda, cuando oyeron en el bar un clamoreo ensordecedor, indudablemente, se trataba de una querella de juego, cosa frecuente en los placeres, como también ocurría que por efecto de ella resultase algún muerto. Como no les interesaba el lance ni tenían para qué mezclarse en cuestiones ajenas, se disponían a proseguir su camino, mas de pronto les pareció oír la voz de Correa.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó Bennie, parándose de pronto—. ¿Se habrá mezclado en alguna riña nuestro amigo don Pablo?

Al oír los gritos, varios mineros abandonaron los claims y se dirigieron hacia el garito, armados de sus revólveres y sendos cuchillos.

—¡Ven, Armando! ¡Acaso nuestros amigos corran peligro!

—Le sigo a usted.

—¿Está cargado tu fusil?

—Sí.

—¡Pues disponte a todo y está muy alerta! ¡Con estos buscadores de oro la vida siempre está en un tris!

En dos saltos halláronse ante la puerta del bar, donde se agrupaban muchos mineros.

Oyeron la voz del joven mejicano, que, vibrante de indignación, pronunciaba estas palabras:

—¡Mientes, bellaco! ¡No soy ladrón ni asesino!

El canadiense se abrió paso con ímpetu irresistible, empujando a los mineros, y diciendo:

—¡Largo, largo! ¡Paso, paso!

Habíanse reunido ya en la tienda treinta o cuarenta mineros, y formaban un círculo en torno de don Pablo y del señor Falcone, que tenían cara a cara a un individuo que ni Bennie ni Armando reconocieron a primera vista.

Era un hombre de unos cuarenta años, alto, flaco como un espárrago, con barba larga y negra, nariz semejante al pico de un papagayo, ojos pardos de mirada falsa, dura, recelosa y largo cabello enmarañado.

Vestía un chaquetón de cuero, deslucido y viejísimo; unos calzones de piel de foca, desgarrados, sucios y fangosos; llevaba pendiente de la cintura un largo y ancho machete, y colgado al hombro, un magnífico Winchester de doce tiros.

Aquel tipo tan poco simpático gruñía como un oso gris, repitiendo en todos los tonos:

—¡Os juro, caballeros, que este hombre ha tratado de robarme y asesinarme en plena selva! ¡Aún tengo en el cuerpo una bala que me disparó!

A fuerza de codos, Bennie y Armando rompieron el círculo y se pusieron al lado de Correa y Falcone, armando resueltamente sus fusiles. Apenas miraron a la faz de aquel hombre, lanzaron a dúo la misma exclamación:

—¡El forajido del bosque!

Sin desconcertarse lo más mínimo, el acusador dijo, señalando a los recién llegados:

—¡Estos son sus cómplices! ¡Los reconozco! ¡Señores, pido que se les aplique la ley de Lynch!

Al oír estas palabras el canadiense se precipitó sobre el bandido, diciendo:

—¡Voy a pegarte un tiro por sinvergüenza, ladrón!…

—Y, ni corto ni perezoso, le apuntó con su escopeta; pero varios mineros le contuvieron.

—¡Caballero, no permitimos asesinatos!

—¡Os digo que este canalla es un bushranger!

—Está bien; pero él acusa a ustedes de haberle asaltado para robarle en plena selva.

—¡Miente!

—Lo veremos. Como aquí no hay Policía ni jueces, nosotros nos constituiremos en tribunal para juzgaros con arreglo a la ley de Lynch. Y al culpable le aplicaremos la pena colgándolo de un árbol.

—¡Sí, sí! —exclamaron muchos mineros—. ¡Apliquémosles la ley de Lynch!

—Acepto —dijo el forajido—, y presentaré al jurado un testigo que afirmará, como yo lo hago, que este mejicano es un redomado ladrón.

—¡Perro! ¡Miserable! —rugió Correa, rojo de cólera.

—¡Tiene razón este caballero! —dijo una voz irónica.

Y se adelantó al medio del círculo un hombre en quien los cuatro amigos reconocieron inmediatamente al californiano que creían haber dejado en Dawson.

—Yo acuso a estos señores —exclamó el indeseable— de ser ladrones. A mí me asaltaron cerca del Yukon y me robaron ciento veinte onzas de oro.

Los cuatro amigos gritaron indignados:

—¡Indeseable! ¡Cobarde!

Bennie y Correa se precipitaron contra él; pero los mineros los detuvieron.

—¡Calma, señores, calma! El jurado hará justicia; pero debéis limitaros a demostrar lo que afirmáis, sin querer hacer uso de la fuerza ni de las armas.

—¡Ese hombre —gritó don Pablo, señalando al californiano— es compañero de ese forajido! Trató de asesinarme hace pocas horas en las calles de Dawson.

—El jurado decidirá.

El señor Falcone adelantó un paso, y poniéndose la mano en el pecho, dijo con acento solemne:

—¡Juro como hombre honrado que es verdad cuanto han afirmado mis compañeros!

Los mineros se conmovieron ante el aspecto leal y el acento sincero del mecánico. Volviéronse a mirar a los bandidos, y vieron que el flaco había palidecido, y que el californiano no parecía estar muy tranquilo.

El que hasta entonces había hablado por los mineros se acercó a Falcone y murmuró a su oído:

—¡Confíe usted en mí, caballero! ¡Ya verá usted cómo acaba todo esto!

Y una vez en medio del círculo, dijo:

—¡Doce hombres para formar conmigo el jurado que ha de aplicar la ley de Lynch con toda severidad!

Aunque el licorista trató de oponerse, temiendo que el mástil de su tienda se convirtiese en horca, cosa no improbable, en pocos minutos los mineros eligieron los doce jurados. El decimotercero, que era el que invocó la ley de Lynch y el que había llevado la voz cantante hasta entonces, parecía una persona culta y educada; por unanimidad fue designado como presidente.

Colocaron una gran mesa en medio de la tienda, y ante ella se sentaron los miembros del tribunal popular, después de haber pedido al licorista unas botellas de ginebra para aclarar la mente y soltar la lengua. Los demás mineros se sentaron a las otras mesas, revólver en mano para impedir la fuga de los procesados.

La ley de Lynch se proclamó por primera vez en los placeres de California para poner freno a los robos escandalosos y a los repetidos asesinatos que se cometían a la luz del día. Después de un breve interrogatorio, los jueces populares pronunciaban la sentencia, que siempre es inapelable. Fue adoptada más tarde en las minas de oro de Australia, en las de diamantes del África del Sur y de los campos auríferos de Alaska; en todas partes donde no hay jueces, ni Policía, ni guardias de seguridad.

Siempre ha dado excelente resultado, pues si bien alguna vez ha causado inocentes víctimas, ha purgado a la sociedad de muchísimos bribones y criminales que sin esa ley hubieran quedado impunes.

El señor Falcone y sus compañeros fueron invitados a tomar asiento ante los jueces, así como el forajido y el californiano; pero aquéllos a la derecha y éstos a la izquierda y convenientemente distanciados. Ofrecióseles una copita de ginebra, y el presidente anunció que empezaba el juicio.

—Caballeros —dijo con cierta solemnidad—, estos hombres se acusan recíprocamente de bandolerismo; pero hasta ahora ninguno de ellos ha presentado testimonios de su afirmación. Tenemos, pues, que averiguar quiénes son los verdaderos culpables para aplicarles el condigno castigo. ¿Alguno de ustedes puede jurar y probar que ha sufrido cualquier depredación por parte de unos u otros?

Todos callaron. El presidente aguardó algunos minutos la respuesta, y luego prosiguió:

—Pues que a nadie de nosotros le consta la culpabilidad de los procesados, tenemos que proceder al interrogatorio. ¿Qué tiene usted que decir en descargo de sus amigos? —preguntó dirigiéndose al señor Falcone.

—Repito —contestó el mecánico— que somos hombres honrados, y que ese hombre ha asaltado en la selva a mis compañeros, a unas treinta millas de Bonanza. En cuanto a su compañero, ha intentado asesinarnos la noche anterior, a nuestra salida de Dawson. Lo juro por mi honor.

—¡Miente usted! —gritó el californiano.

—¡Silencio! —ordenó el presidente—. ¡Usted hablará cuando le interroguen!

—¡Repito que miente ese ladrón! —replicó el californiano—. Nunca he asesinado ni tratado de asesinar a nadie, y mucho menos en Dawson, donde no he estado jamás.

—¿Dónde ha residido usted, pues, hasta ahora? —preguntó el presidente.

—En los placeres de Klondyke.

El presidente se volvió hacia los mineros que llenaban la tienda, y exclamó:

—Acaban ustedes de oírlo. Puesto que la mayoría de ustedes han venido de los placeres del Klondyke, contesten con toda sinceridad: ¿hay alguno de ustedes que haya visto a ese hombre alguna vez en donde dice?

—¡Ninguno; nunca! —respondieron todos a una voz.

—Resulta que ha mentido usted.

—No he mentido; pero es que he trabajado en un claim muy apartado de los placeres.

—Sí; ¡bastante apartado, muy lejos! —dijo alguien entre la multitud que se agolpaba a la entrada del bar.

Todos volvieron la vista, y vieron a un minero que se adelantaba hacia la mesa del jurado.

—Conozco a ese hombre —exclamó con tono de resolución y energía viriles—. Se llama James Korthan, es californiano y un bribón de la peor especie, que me ha robado treinta onzas de oro en un garito de Dawson.

—¡Mientes, indeseable! —aulló el californiano, pálido como un cadáver—. ¡No te he visto en mi vida!

—¡Ah! ¿No me has visto nunca? Atrévete a jurar que no has estado en Dawson; jura que no te llamas James Korthan.

—No puede hacerlo, porque es verdad. Ese hombre ha trabajado conmigo en los placeres del Bonanza y le conozco bien —declaró don Pablo, que añadió, dirigiéndose al minero—: Gracias por su intervención, caballero. Creo que su testimonio satisfará a estos señores y bastará para ahorcar a esos bandidos.

—¡Ahorcarme a mí! —rugió el californiano—. ¡Toma!

Y antes de que pudieran impedírselo y de que los mineros le desarmaran, disparó su revólver contra Correa. Dando un salto de jaguar, el mejicano evitó ser herido. Bennie y Armando alzaron los fusiles, pero no pudieron servirse de ellos, porque el forajido de la nariz de lorito, con una poderosa sacudida, había inclinado el mástil de la tienda, y la lona cayó sobre los circunstantes, cubriéndolos.

Con los gritos de los jueces y de los demás mineros, oyéronse en el exterior tiros de revólver.

Bennie, Correa y Armando habían rasgado la lona con sus machetes y salido en persecución de los dos bandidos, a fin de evitar su fuga.

Pero cuando salieron era demasiado tarde. Los dos bribones se aprovecharon de la confusión para escapar y refugiarse en la selva.