ATAQUE DE LOS FORAJIDOS
Contrariamente a lo que temían, la noche fue tranquila. Sólo algunos lobos, aguijoneados por el hambre, se atrevieron a acercarse al campamento, ensordeciendo con sus aullidos a los centinelas. Pero un tiro que mató al más audaz bastó para que los otros escapasen, regresando a las madrigueras de las montañas de donde habían salido.
Después de un desayuno abundante, aunque poco variado, los mineros pusiéronse de nuevo en marcha, internándose en una especie de selva que parecía que iba a extenderse sin interrupción hasta las riberas del Bonanza.
Como el terreno era menos quebrado y rudo que el de la jornada precedente, al principio de la marcha fue muy rápida; pero no tardaron en tener que acortarla a causa de los espesos matorrales que crecían entre los enormes troncos de los pinos blancos y negros, de los abetos y de los cedros silvestres.
Sospechando que por aquellos lugares abundaría la caza, Bennie y Armando, nombrados abastecedores de la expedición, se pusieron a la vanguardia con sus fusiles.
En aquel terreno húmedo abundaban las huellas de alces, lobos, carcajúes, racoous y ovibos, especie de bueyes salvajes de baja estatura, pero dotados de formidables cuernos.
Ya habían recorrido unas diez millas a través de la selva, cuando Bennie mostró a Armando unas grandes huellas.
—Son recientes; apenas hace una hora que las han dejado.
—¿Y qué animales serán? —preguntó Armando.
—Probablemente ovibos,
—¿Valen la pena de gastar una bala?
—Y aunque sean dos, Armando.
—Entonces, persigámoslos.
—En eso pensaba. Dejemos que nuestros amigos continúen su camino y sigamos nosotros ese rastro.
—¿No nos extraviaremos?
—¡Bah! ¡Soy cazador viejo!
—Entonces, vamos.
Advirtieron a los compañeros sus propósitos, prometiéndoles reunirse pronto con ellos; se separaron del grupo y siguieron bajo los gigantescos árboles el rastro de los animales desconocidos.
A los quinientos o seiscientos metros acortó Bennie el paso, invitando a su compañero a que le imitase.
Conociendo lo asustadizos que son dichos rumiantes y lo difícil que es acercárseles, no querían alarmarlos con una brusca aparición. Hubiera bastado el más leve rumor para ponerlos en guardia y hacerles huir, y como son agilísimos, su persecución resultaría inútil.
Las huellas, que el vaquero no cesaba de examinar, eran cada vez más ciaras y recientes.
—¡Alto, Armando! —dijo ocultándose tras el tronco de un cedro colosal—. ¿No oyes nada?
—Sí; lejanos mugidos.
—Son nuestros bueyes. Deben de hallarse en aquel matorral.
—Así parece.
—¡Bueno! ¡Adelante sin hacer ruido!
Deslizándose de un tronco a otro, ojo avizor y con el dedo en el gatillo de las escopetas, los dos cazadores caminaron de puntillas unos doscientos metros. De pronto, a unos ochenta pasos vieron salir de un espeso matorral dos enormes carneros.
Los ovibos o bueyes almizclados son una especie de raza intermedia o de transición entre la raza lanar y la bovina. Son de mucha mayor estatura que los bueyes americanos y europeos; patas cortas, cabeza muy peluda, hocico corto y obtuso, boca estrecha, semejante a la de los carneros; pero tienen dos cuernos formidables, largos, curvados hacia delante y con base de gran espesor. Su pelo es hermoso, largo y sutil, con reflejos sedosos, pardo oscuro, blanco en el fondo y que íes cubre el cuerpo y las piernas, casi hasta el suelo.
Antiguamente esos animales eran abundantísimos en Alaska y en las costas de la América polar, donde formaban abundantes manadas de setenta u ochenta cabezas, pero casi los han destruido, y ya sólo pueden encontrarse en las islas más septentrionales: en la Tierra del Rey Guillermo, en la de Wollaskon y en la de Victoria. Sin embargo, aún se encuentra algún ejemplar en las más espesas selvas de Alaska y en las tierras occidentales; pero se prevé su pronta desaparición.
Su carne no es tan exquisita como la de sus congéneres; resulta hasta detestable para los europeos, por estar frecuentemente impregnada de almizcle. Sin embargo, exponiéndola durante cierto tiempo al aire libre, pierde tal aroma y se hace pasadera. Los dos bueyes, quizá los últimos supervivientes de su manada, vieron de pronto a los cazadores, y antes de que éstos tuvieran tiempo de echarse el fusil a la cara, dieron media vuelta y huyeron a toda prisa, internándose en el espeso y altísimo matorral.
—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el canadiense—. ¡Corramos, Armando, corramos!
Lanzáronse a todo correr tras los fugitivos, que mugían desesperadamente, sin duda para advertir el peligro a sus compañeros, que no debían de estar lejos.
A los siete u ocho minutos perdieron de vista a los bueyes, animales que pueden competir con un buen caballo en la carrera, no obstante su pesadez.
—¡Al diablo! —exclamó Bennie deteniéndose—. ¡Nuestras piernas no pueden competir con las suyas! ¡Nunca hubiera creído que corriesen tanto!
—Hemos perdido inútilmente el tiempo.
—Otra vez nos desquitaremos.
—¿Vamos a reunimos con los compañeros?
—Sí, Armando.
Colgáronse al hombro las escopetas y se encaminaron hacia el Sur para cortar el paso a sus amigos, que habían continuado su camino hacia el Este.
Ya oían los relinchos de los caballos, cuando al dar la vuelta al tronco de un pino que se había caído de viejo, llegó hasta ellos una voz aguda, que gritaba:
—¡Eh! ¡Gentleman! ¡Stop! (¡Alto, caballero!).
Los dos hombres, sorprendidos por la imprevista intimación, miraron a todas partes buscando al que les intimaba la detención, pero no divisaron persona alguna. Bien es verdad que aquella parte de la selva era espesísima y por demás salvaje. Los rodeaban pinos y cedros enormes, seculares, entre los cuales había matorrales espesísimos. Trataron de concluir de dar la vuelta al pino caído para ver si divisaban a alguien entre las rocas, pero volvieron a oír la misma voz de antes, más seca, más enérgica e imperiosa:
—¡Alto, caballeros, o hago fuego!
—¡Váyase al diablo! —respondió Bennie, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Dónde está usted? ¡Tenga la bondad de enseñarnos las narices, señor mío!
—¡Estoy aquí muy bien, caballeros!
—¡Pues no le veo!
—¡No importa!
—¡A nosotros, sí! Deseamos verle para saber quién es y qué quiere.
—Quién soy, no os importa. Qué quiero, vais a saberlo.
—¡Vamos a ver!
—Que dejéis vuestro oro sobre el tronco de ese pino.
Bennie y Armando soltaron la carcajada.
—¡Nuestro oro! ¿Está usted loco, caballero ladrón?
—¡Cómo ladrón!
—¡Cuernos de bisonte! ¡Desde el momento que nos intima a que le demos la bolsa, está claro que es usted un ladrón! Pero esta vez se ha equivocado. Le prevengo que no podrá tener oro de nosotros, porque todavía no hemos visitado los placeres.
—Entonces, dejad vuestras armas.
—Con sumo gusto, siempre que vengáis a cogerlas —contestó el canadiense, y añadió rápidamente a Armando—: ¡En guardia, muchacho! ¡Nos las habernos con uno de esos forajidos que llaman bushranger!
—¡Estoy pronto!
—Echémonos tras este tronco para que nos sirva de barricada.
A todo esto, el bandido había repetido su intimación, ordenando por última vez que depusieran las armas, so pena de hacer fuego, a lo cual los cazadores, lejos de obedecer, contestaron con una carcajada, ocultándose precipitadamente tras el caído tronco del enorme pino.
Apenas lo habían hecho, cuando una bala pasó silbando sobre su cabeza, resonando casi simultáneamente la detonación. A riesgo de recibir un balazo en el cráneo, Bennie se puso en pie, y alcanzando a distinguir una nubecilla de humo por entre las rocas que limitaban aquella parte de la selva, apuntó con rapidez y disparó. Pero no debió de herir al forajido, porque no se oyó ningún grito.
—¡Cuernos de bisonte! —murmuró—. ¿Estará ese bandido parapetado tras las rocas?
—¿Le ha visto usted, Bennie?
—No.
—¿Y qué hacemos?
—¡Calla!
Volvióse rápidamente y vio que se agitaban las ramas de los arbustos a cierta distancia a espaldas suyas. Al mismo tiempo oyó voces que llegaban de la barrera rocácea.
—¿Querrán cogernos entre dos fuegos? ¡Cuernos de mil búfalos! —dijo el canadiense con inquietud.
—¿Qué? ¿Vienen forajidos por nuestra espalda, Bennie?
—Mucho me lo temo. ¡Oh, oh!
—¿Qué hay?
—¡Mira!
Volvióse Armando y vio salir del matorral más próximo a don Pablo y a Back. Los dos valientes mejicanos avanzaban con rapidez, casi sin hacer ruido y revólver en mano. En dos minutos halláronse junto a sus compañeros y se ocultaron tras el tronco del pino.
—¿Son los forajidos? —preguntó Correa.
—Sí —contestó el canadiense.
—¡Lo sospeché! ¿Cuántos son?
—No lo sabemos. Hasta ahora sólo uno parece haber entrado en juego,
—¿Están ahí delante?
—Así lo creo, don Pablo. ¿Y el señor Falcone?
—Ahí detrás, a unos cien pasos; se quedó con los caballos.
En aquel momento la misma voz de antes gritó:
—Conque, caballeros, ¿en qué quedamos?
—¿Qué se le ofrece? —preguntó Bennie por vía de respuesta.
—¿Os rendís, o no?
—No tenemos el menor deseo de rendirnos.
—¡Pues os fusilaremos!
—¡A sus órdenes!
—¡Mirad que somos siete!
—¡Me tiene sin cuidado, caballeros ladrones!
No había Bennie terminado de pronunciar la palabra «ladrones», cuando sonó una descarga. Cinco o seis balas partieron de las rocas y fueron a enterrarse en el tronco del viejo pino. El canadiense se levantó precipitadamente para contestar, pero el joven mejicano se apresuró a tirarle de la ropa y hacerle recobrar su posición atrincherada tras el árbol, diciéndole:
—¡Deje usted que se muestren!
Después de la inofensiva descarga los forajidos no dieron señales de vida. Bien fuera porque se hubiesen alejado, o por aguardar a que los cazadores se moviesen para hacer blanco en ellos, el caso es que no se oían.
Bennie y Correa, temiendo que se acercasen arrastrándose por el césped, alzaron un poco la cabeza y miraron atentamente en todas direcciones. Una vaga inquietud comenzó a apoderarse de ellos. ¿Qué intentaban aquellos bandidos? No era de creer que tan pronto abandonasen la partida.
—No podemos estarnos así una semana —murmuró el canadiense, que ya perdía la paciencia—. ¡Vamos a atacarlos!
—¡Sería una imprudencia! —dijo Back.
Don Pablo, sin contestar, colocó su sombrero sobre el cañón del fusil, y lo levantó sobre la improvisada trinchera. Inmediatamente sonaron cuatro disparos, y el sombrero cayó al suelo atravesado por las balas.
—¿Os parece bastante, caballeros? —preguntó el bandido que había hablado antes.
Bennie iba a contestar, pero el joven mejicano le cerró la boca, murmurándole al oído:
—¡Obliguémosle a mostrarse!
Transcurrieron algunos instantes, y el forajido, con voz fuerte, habló otra vez:
—¿Estáis muertos, que no respondéis? ¡En tal caso, cogeremos vuestros fusiles y vuestros vestidos!
Oyóse el rumor de arbustos que se agitaban ante las rocas. El canadiense, el italiano y Correa se arrastraron hacia las raíces del tronco, mientras Back se llegaba al otro extremo para vigilar por la parte de la selva.
Un hombre de unos cuarenta años, andrajoso, flaco como un alambre, con barba inculta y enmarañados cabellos que le llegaban a los hombros, salió de la cresta roqueña empuñando una escopeta de repetición, un magnífico Winchester de doce tiros.
Sea que divisase entre las raíces del gigantesco pino a los tres buscadores de oro, o que le asaltase repentino recelo, en vez de adelantar, volvióse de pronto hacia atrás tratando de esconderse en un matorral vecino. Bennie se puso rápidamente en pie y disparó. Oyóse un aullido de dolor.
—¡Te di, indeseable! —gritó el cazador.
Y dando un salto que hubiera envidiado una cabra de monte, se precipitó hacia el matorral empuñando el revólver. Pero cuando llegó, el forajido ya no se veía.
—¡Cuernos de bisonte! ¿Dónde diablos se habrá metido?
—¡Allí, allí! —gritó Armando.
—¡Fuego! —ordenó don Pablo.
El bandido estaba muy cerca de las rocas. El italiano y el mejicano dispararon; el forajido vaciló como si hubiera recibido otra herida, pero inmediatamente se parapetó tras el tronco de un cedro y disparó seguidos los doce tiros de su Winchester. Apenas si los tres cazadores tuvieron tiempo de ocultarse tras el viejo pino. Cuando se levantaron de nuevo el ladrón había desaparecido.
—¡Déjenle que vaya a hacerse ahorcar a otra parte! —dijo don Pablo deteniendo a Bennie, que intentaba perseguirlo—. Quizá no esté solo y sus compañeros pueden darnos que hacer.
—¡Que el diablo se lo lleve! Si hubiera sabido que no tenía compañía, a estas horas no estaría vivo; yo se lo aseguro. ¡El indeseable hablaba como si tuviese una compañía a sus órdenes!
—¡Bah! ¡Es una vieja treta de los salteadores! ¡Vámonos, señores!