CAPÍTULO XII

EL PAÍS DEL ORO

Como entonces no había alumbrado en Dawson y las nieblas del Yukon envolvían a menudo aquella llanura fangosa, hubiera sido algo difícil para Bennie y sus amigos hallar la fonda en que estaban alojados.

Afortunadamente, el joven mejicano conocía la ciudad a palmos, y podía ir con los ojos cerrados a cualquier parte de Dawson.

Orientóse al salir, y sin vacilar se dirigió resueltamente en la dirección requerida, pero andando por en medio de las calles para evitar sorpresas.

Así, uno junto a otro y todos en guardia y revólver en mano, avanzaron la mayor parte del camino, sin hallar en él ni perros; ya próximos a la fonda, al doblar una calleja, vieron surgir frente a ellos, entre la espesa niebla, algunas formas humanas, ignoraban si serían pacíficos mineros que se retiraban a su alojamiento, o el californiano y sus amigos; pero por si acaso Bennie apuntó a uno de los bultos con su revólver y preguntó:

—¿Quién vive?

Una voz bien conocida dijo:

—¡Son ellos!

Al oírlo el canadiense murmuró rápidamente:

—¡Al suelo!

Casi en el mismo instante retumbaron seis detonaciones, pero las balas pasaron sobre las cabezas de nuestros amigos, que, obedeciendo a Bennie, se habían agachado.

—¡Tomad, bandidos! —gritó el vaquero descargando uno tras otro los seis tiros de su revólver.

Don Pablo, Back y los dos italianos dispararon también. Las formas humanas desaparecieron entre la niebla con rapidez, pero no tan presto que no llegasen a los finísimos oídos de Bennie dos palabras pronunciadas como un suspiro de agonía:

—¡Muerto soy!

—¡Llamaremos a talones, caballero! —dijo el canadiense.

Y guiados por el joven mejicano, en pocos minutos se hallaron ante la puerta de la fonda de maese Calkraff, que les abrió inmediatamente, pues aún no se había acostado, y puso a disposición de Correa una cama de tablas cubierta con una piel de oso por la módica cantidad de un dólar.

—A las cuatro hará usted el favor de despertarme —dijo el joven mejicano.

—¿Tan pronto se marcha usted? —preguntó el fondista, contrariado por la súbita partida de sus huéspedes—. La estación no es todavía propicia para ir a las minas.

—Es que vamos lejos y nos esperan.

—¿No van al Klondyke?

—Vamos al monte Cuarzo. Si viniese alguien a preguntar por nosotros, puede usted darle esa dirección.

—Está bien. ¡Buenas noches, señores!

—Ha hecho usted bien en contestar así, don Pablo —dijo Falcone.

—Indudablemente, vendrá el californiano o enviará a saber de nosotros; se dirigirá tras nosotros al monte Cuarzo y no volveremos a verle.

Se envolvieron en sus mantas y poco después soñaban que eran fabulosamente ricos.

Dos horas antes del alba ya estaban en pie los cinco. Tomaron un té, compraron al fondista algunas botellas de ginebra y de whisky, cargaron los caballos y se pusieron en camino, atravesando la ciudad. Casi al otro extremo el joven mejicano se detuvo ante una tienda, llamó de una manera particular, le abrieron y guió a sus nuevos amigos a un tinglado donde había dos caballejos robustos y fuertes, de pelo largo y espeso, y varias cajas con útiles de minería y víveres.

—Esta es mi fortuna —les dijo festivamente—. Con mis caballos y los vuestros os prometo llevaros en breve al Dom.

Cargaron las cajas, las aseguraron sólidamente y emprendieron el viaje con rapidez en dirección al Sudeste para llegar a la desembocadura del Klondyke.

Seguía la niebla aún más densa que cuando salieron del garito para irse a dormir, pero indudablemente se disiparía a la salida del sol.

El joven mejicano, como buen conocedor del terreno, iba delante guiándolos por un sendero que costeaba el Yukon, camino bordeado de árboles, quizá pinos y abetos, Falcone se puso a su lado. Armando, Back y Bennie se encargaron de conducir los caballos.

Era una mañana muy fría. A intervalos soplaban del Norte ráfagas heladas que^ desgarraban la niebla y hacían gemir las ramas de los árbole$. En cambio, del anchuroso río alzábanse vapores que humedecían el rostro y los vestidos de los mineros.

—¡Qué país! —dijo Falcone al mejicano.

—Verdad es que Dawson y sus alrededores no son muy atractivos, pero hay que tener en cuenta que todavía no ha empezado la buena estación.

—Me han dicho que no se puede trabajar en las minas más de tres o cuatro meses al año.

—Y a veces sólo dos —repuso Correa—. Pero son meses que representan una labor enorme; meses de fatigas y penalidades que extenúan al hombre más fuerte y robusto.

—Sí; debe ser muy fatigosa la faena.

—¡Tremenda! A cierta profundidad la tierra está siempre helada. ¡Con decirle a usted que por las noches hay que tener el fuego encendido en los pozos de excavaciones!

—Pero la riqueza de los filones compensa la fatiga.

—Verdad es. Yo he visto mineros que con un solo azadonazo han ganado cien y hasta doscientos pesos. He conocido un canadiense que descubrió una pepita de catorce libras.

—¡Una verdadera fortuna!

—Y ganada en cinco minutos escasos. No pierdo la esperanza de hallar alguna así.

—¿En el Klondyke?

—En las fuentes del Barem. El minero que me habló de ese filón recogió en tres semanas noventa kilogramos de oro.

—¡Fabuloso!

—Y parece que en el fondo de las cataratas hay pepitas aún más ricas. Con el sluice y el mercurio de usted reuniremos oro en cantidad prodigiosa y en poquísimo tiempo.

—Siempre que no nos molesten y nos estorben.

—¿Quién osaría?

—¿Se ha olvidado usted del californiano?

—¡Sí; ese hombre nos seguirá! —murmuró Correa como si hablara para sí—. En cuanto sepa que me he ido de Dawson, como sabe que conozco un filón riquísimo, se pondrá en nuestro seguimiento. Pero trataremos de engañarle.

—¿Cómo?

—Tomando el camino menos frecuentado.

—Eso nos fatigará más.

—Sí; pero nos proporcionará otra ventaja.

—¿Cuál?

—Evitar el encuentro con las cuadrillas de forajidos.

—¿También por aquí hay bandidos, don Pablo?

—Sí, señor Falcone. En todas las regiones mineras ricas hay siempre organizada alguna banda análoga. En California son los salteadores; aquí, los forajidos. Comprenda usted que es más fácil y cómodo apoderarse del oro recogido a fuerza de trabajo por los mineros, que ir a sacar el precioso mineral en las entrañas de la tierra.

—¿Y no los persiguen?

—De vez en cuando los mineros, exasperados, se reúnen, sé organizan, hacen una batida por los bosques y exterminan a una cuadrilla; pero no escarmientan los demás. Cuando han sido ahorcados todos, surgen otros para sucederlos.

—¿Y hay muchos forajidos?

—Me han dicho que este año abundan bastante, sobre todo por las cercanías del vado de Klondyke.

—Estaremos en guardia.

—Tenemos que estarlo. Nuestros caballos son más precio* sos que el oro para esos bandidos, y si nos ven tratarán de apoderarse de ellos.

—Afortunadamente estamos bien armados y somos buenos tiradores, en especial Bennie y mi sobrino. Si nos asaltan recibirán una lección de la que se acordarán por mucho tiempo.

Así charlando, llegaron a las diez de la mañana a la desembocadura del Klondyke. Se había disipado la niebla, y un sol radiante iluminaba las riberas del Yukon y las de su afluente.

El paisaje era hermosísimo. A derecha e izquierda del gran río se elevaban verdosos y lozanos, bañados por la áurea luz solar, majestuosos pinos, cedros amarillos, abedules, sauces, abetos y árboles de la cicuta; en cambio, las riberas del Klondyke, con más escasa y pequeña vegetación, mostraba sus arenas de oro. Algunas canoas tripuladas por indios recorrían el Yukon, quizá llevando pieles y caza a Dawson, y las columnas de humo que se elevaban en el aire a la orilla opuesta del río indicaban la presencia de campamentos de Coyucones.

Águilas de cabeza blanca, martín-pescadores, ánades silvestres y grandes cisnes revoloteaban sobre el gigantesco río, precipitándose de vez en cuando al agua para cazar algún pez, muy abundantes en aquellas aguas. Y en las copas de los frondosos árboles de la orilla se oían cantar o se divisaban, saltando de rama en rama, los pájaros de la nieve y multitud de otras varias aves.

Después de un breve alto en la orilla del Yukon, en medio de la gran pradera matizada de flores y radiante de luz, los buscadores de oro atravesaron el río en un lanchón que tripulaba un indio viejo, y luego emprendieron animosamente el viaje al Oeste por el valle del afluente.

El Klondyke, que hasta hacía muy poco era casi desconocido, es un río de pequeño curso en comparación con el Yukon. Puede decirse que es uno de los más pequeños afluentes de éste. Parece que tiene sus fuentes en la falda del Quay, montaña casi aislada al Este en los territorios ingleses del Noroeste, y en una región absolutamente desierta y quizá no recorrida aún por ningún hombre blanco.

De allá corre siempre hacia Poniente^ abriéndose paso por entre selvas espesísimas de pinos y cedros por tierras medio congeladas, recibiendo por la izquierda las aguas de tres afluentes: el Sachloutit, que es el mayor; el Barem o el Bonanza, desaguando luego a poca distancia de Dawson. De corriente por lo general impetuosa y medio helado la mayor parte del año, no es navegable más que algunos meses, y sólo por canoas indias. Pero si no sirve como vía, en compensación es rico en oro.

En efecto; sus arenas están llenas de polvo de oro; pero los mineros las desdeñan y prefieren abrir cálims en busca de pepitas escondidas entre las rocas. Parece que aquel oro proviene de la falda del Quay, del Dom y del Sold Quay, tres grupos de montañas no muy altas que se alzan al Este, al Sur y al Norte, respectivamente.

Quizá no sea el único río en que abunda el oro, y probablemente también el Indio, otro afluente del Yukon, más al Sur, atraviesa terrenos auríferos; pero hasta ahora los mineros han limitado sus buscas al valle del Klondyke.

Queriendo don Pablo Correa engañar al californiano en el caso de que éste y sus amigos siguieran sus huellas, en vez de tomar el camino ordinario de los mineros, que no se alejan de la costa, se desvió hacia el Sur para vadear más tarde el Bonanza a pocas leguas del desagüe. Pero a medida que se distanciaban del Klondyke la ruta era más áspera, ruda y dificultosa y ponía a dura prueba las piernas de los hombres y de los caballos.

El terreno rocáceo prestábase poco a la rapidez de la marcha. Rocas enormes cubiertas de musgos, húmedas y resbaladizas, dificultaban el adelanto y obligaban a los viajeros a dar rodeos en busca de pasos menos peligrosos.

La región parecía desierta, desolada, salvaje. No se veían cabañas, ni indios, ni buscadores de oro; hasta los animales faltaban. Apenas si a largos intervalos se oía el triste y amenazador aullido de algún lobo o el lúgubre graznido de un mochuelo escondido en el hueco de un árbol.

Dando vueltas entre tantos obstáculos y descargando muchas veces a los animales para que pasaran más fácilmente los lugares difíciles, a la puesta del sol llegaron a la falda de una sierra coronada por altos pinos y por milenarios cedros de extraordinaria corpulencia.

Hacía bastante frío. De las nevadas cimas soplaban ráfagas heladas, y sobre los árboles flotaban masas de vapores densos. De vez en cuando aullidos feroces hacían estremecerse a los caballos.

Los mineros, extenuados por lo penoso de la jornada, se apresuraron a hacer una gran recolección de ramas secas y encendieron dos enormes hogueras, plantando en medio la tienda. En seguida prepararon la cena con las provisiones que llevaban, sirviéndose como plato fuerte el jamón de cerdo, y terminaron tomando sendas tazas de té muy caliente.

Mientras comían en torno de la hoguera principal, el joven americano les dijo que aquellos lugares estaban infestados de forajidos pocos meses antes. Cuadrillas enteras de mineros que regresaban del valle del Bonanza fueron robadas y asesinadas. Esto dio lugar a que se organizase una expedición de buscadores de oro, y al cabo de unos dos meses consiguieron darles caza y apresar a la mayoría de la banda, que colgaron de los árboles más altos.

—No me sorprendería que hallásemos aún esqueletos de alguno de aquellos forajidos —concluyó diciendo don Pablo—. Me han dicho que fueron más de treinta los condenados a bailar el último fandango con la cuerda al cuello.

—¿Quedará alguno de aquellos bribones? —preguntó Armando.

—Es probable; por más que los placeres del valle del Bonanza fueron abandonados. Si acaso trabajaban aún en aquellas riberas, serán contadísimos los mineros. De todos modos, recomiendo a ustedes la más estricta vigilancia, para que no nos roben los caballos y las provisiones.

—¡Al primero que vea aparecer, lo mato como a un perro! —dijo Bennie.

Terminada la cena, bebido el té y fumadas las pipas, los mineros se metieron en la tienda para dormir, con excepción de Back y Armando, encargados de la primera vela. Cada uno se colocó ante una de las hogueras, sin perder de vista a los caballos, atados a unos pinos jóvenes, y esperaron que les tocara el turno de descansar a su vez.